El universo me acaba de bendecir.Alejandro Monteverde, el hombre que siempre tiene el control, acaba de sonrojarse un poco. No mucho, pero lo suficiente para que yo lo note y lo disfrute.Me enderezo con calma, estirándome con total dramatismo, disfrutando de la sensación de mis músculos relajados después de su inesperado talento con las manos.—Tu turno, amor —digo con dulzura exagerada, alzando las cejas.Alejandro me lanza una mirada fulminante.—Si crees que voy a gemir como tú, olvídalo.—Uy, qué lástima —respondo con fingida decepción—. Era lo único que esperaba de esto.La masajista nos observa con una sonrisa divertida mientras Alejandro suspira resignado y se acomoda en la camilla boca abajo. Me froto las manos con entusiasmo antes de colocarme a su lado.—Muy bien, señor Monteverde, relájese y confíe en mí —le digo con tono burlón.—Ese es exactamente el problema —murmura él, con la voz amortiguada contra la camilla.Ignorándolo, vierto un poco de aceite en mis manos, frotá
La masajista aplaude suavemente, dándonos por finalizada la sesión.—¡Muy bien, pareja! Creo que lo lograron bastante bien —dice con una sonrisa satisfecha—. ¿Ven? Nada como un poco de confianza y conexión para un masaje exitoso.Alejandro abre los ojos y se incorpora con lentitud, pasándose una mano por el cuello.—Sí… maravilloso —murmura con voz monótona, aunque por su expresión, tengo la sensación de que aún está procesando todo lo que acaba de suceder.Yo, por mi parte, me estiro un poco y disimulo mi propio desconcierto con una sonrisa encantadora.—Fue una experiencia… interesante —admito, tomando la bata que la masajista me ofrece.Alejandro hace lo mismo y, con una última sonrisa de cortesía, nos despedimos y salimos de la sala.El pasillo del spa es silencioso, con ese mismo aroma relajante a lavanda flotando en el aire, pero entre nosotros, la tensión sigue ahí, latente, como si la piel aún recordara el roce de las manos del otro.Caminamos en silencio hasta el baño. Alejan
Alejandro y yo nos acomodamos nuevamente en la parte central del velero, donde Eugenio ya nos tiene preparada otra sorpresa: una botella de champán bien fría y dos copas de cristal.—¡Vamos a hacer esto como corresponde! —exclama con entusiasmo, mientras nos muestra la botella—. No hay viaje romántico sin un brindis.Alejandro arquea una ceja y me lanza una mirada rápida, como si intentara medir mi reacción. Yo, en cambio, le sonrío con emoción y me froto las manos.—Me gusta cómo piensas, Eugenio.Nuestro guía nos tiende las copas y se encarga de abrir la botella con destreza. Con un pequeño "pop", el corcho sale disparado al aire y el líquido burbujeante se vierte en nuestras copas.—Salud por los recién casados —dice Eugenio con una sonrisa cómplice mientras nos entrega las copas.Alejandro y yo intercambiamos una breve mirada antes de chocar suavemente nuestras copas.—Por… la luna de miel —murmura él con su característico tono monótono.—Por la luna de miel —repito, ocultando una
Cuando salimos del restaurante, el viento ya es más fuerte y una llovizna fina empieza a caer sobre nosotros. Alejandro me lanza una mirada de advertencia mientras se sube el cuello del abrigo.—No digas nada —le advierto antes de que pueda soltar un “te lo dije”.Él niega con la cabeza, pero no dice nada mientras nos apresuramos de vuelta al hotel.El camino es incómodo, con el viento golpeándonos en ráfagas repentinas, haciendo que me encoja cada vez que una gota fría choca contra mi piel. Alejandro camina a mi lado con su expresión impasible de siempre, como si ni siquiera notara el clima.Cuando llegamos al hotel, la lluvia ya es más intensa y, apenas entramos, las puertas de vidrio se sacuden por una fuerte ráfaga de viento.—Bien, justo a tiempo —comento con una sonrisa tensa, sacudiendo las gotas de agua de mi ropa.Alejandro revisa su reloj y asiente.—No tanto. Esto recién empieza.Y tiene razón. Cuando llegamos a nuestra habitación y apenas cerramos la puerta, el cielo se il
El sonido de las olas y el canto de las aves me despiertan con suavidad. Parpadeo lentamente, disfrutando de la calidez de las sábanas y la tranquilidad que reina en la habitación.El contraste con la tormenta de anoche es abismal.Me estiro con pereza, sintiéndome más descansada de lo que esperaba después del desastre nocturno. Entonces me doy cuenta, la cama a mi lado está vacía.Parpadeo varias veces antes de incorporarme. La almohada de Alejandro sigue ligeramente hundida, y el colchón algo tibio, lo que significa que no se levantó hace mucho, pero la habitación está completamente silenciosa.Miro a mi alrededor y no hay rastro de él. Ni en el balcón, ni en el sillón, ni en el baño. Frunzo el ceño.Alejandro Monteverde no es precisamente un madrugador cuando no tiene una agenda apretada. Y, hasta donde sé, no tenía ningún compromiso hoy.Me levanto con calma y camino descalza hasta la mesa del balcón, donde el servicio de desayuno está servido. Un café humeante, jugo de naranja, p
El sol sigue brillando con fuerza cuando escucho unos pasos acercándose. No le doy importancia al principio, pero entonces una sombra se proyecta sobre mí, bloqueando el sol.—Disculpa, ¿te gustaría tomar algo con nosotros? —pregunta una voz masculina.Abro un ojo y me encuentro con un hombre alto, con una sonrisa confiada y un bronceado envidiable. Detrás de él, otros dos tipos están sentados en la arena, con tragos en la mano y miradas expectantes.—No, gracias —respondo con amabilidad, pero sin quitarme las gafas de sol.—Vamos, solo un trago. No todos los días se ve a una mujer tan hermosa en la playa.Ahí está. La clásica frase de coqueteo.Suspiro internamente. No estoy de humor para socializar, y mucho menos con desconocidos que claramente buscan algo más que una conversación casual.Antes de que pueda pensar en una excusa, recuerdo algo.Lentamente, levanto la mano izquierda y dejo que la luz del sol se refleje en el anillo de matrimonio falso.—Te agradezco, pero mi esposo no
Está de pie junto a mí, con su camisa blanca abierta y sus lentes oscuros empujados hasta su cabeza. Sus ojos verdes, afilados como cuchillas, están clavados en Francisco con una calma peligrosa.El tipo parpadea, sorprendido, pero intenta mantener su actitud relajada.—¿Oh? —murmura, con una sonrisa ladeada—. ¿Así que tú eres el esposo?Alejandro no responde de inmediato. Se toma su tiempo, quitándose los lentes con parsimonia y guardándolos en el bolsillo de su camisa.—Así es.Su tono no deja espacio para dudas.Francisco me lanza una mirada rápida, como si esperara que desmintiera la situación o que le ofreciera algún tipo de escapatoria, pero yo solo lo observo en completo silencio, con una ceja alzada.—¿No te molesta que tu esposa esté aquí, tomando tragos con otro hombre? —pregunta Francisco, con una burla mal disimulada.Alejandro sonríe levemente, pero sus ojos permanecen fríos.—Me molesta más la gente que no entiende un no cuando se lo dicen.Francisco suelta una risa baja
La atmósfera dentro del ascensor se siente más densa de lo que debería. La tensión flota en el aire, cargada de todo lo que no queremos decir en voz alta.Estoy molesta. Molesta porque él desapareció todo el día sin decirme nada, pero de repente cree que tiene derecho a darme órdenes. Molesta porque me interrumpió en el bar como si tuviera algún tipo de autoridad sobre lo que hago o dejo de hacer. Y, sobre todo, molesta porque… porque su presencia sigue afectándome de una forma que no quiero admitir.Cruzo los brazos y miro fijamente la pantalla que indica los pisos, sin prestarle atención a Alejandro, que está de pie a mi lado con la mandíbula apretada.—Dime que aceptaste el trago solo para molestarme —su voz es controlada, pero tiene un filo de tensión contenida que me eriza la piel.Aprieto los labios y exhalo con fuerza, sin girarme a verlo.—¿Qué importa? No tienes derecho a darme órdenes, Monteverde.Él suelta un suspiro, pero no dice nada de inmediato. Solo puedo sentir su mira