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Capítulo 4: Somos hermanos

Punto de vista de Ryan

No les voy a mentir… se hicieron las seis de la mañana y, cuando mi despertador sonó, pensé que todo había sido un mal sueño; sin embargo, poco a poco, los sucesos de la tarde anterior me embargaron y llenaron de un profundo pesar.

¿Cómo esa mujer pudo hacerle eso a Blake?

Sin levantarme, tomé el teléfono y llamé a Morgan, mi asistente. Sabía que ella salía de la cama temprano para regar sus plantas y todo eso, así que no temí despertarla. Apenas me contestó, solté:

—Necesito que canceles mis compromisos de hoy y mañana… o de los próximos días, no lo sé…

—¡Señor Daft, ¿qué está diciendo?! —espetó ella, alarmada—. ¡Estamos en medio de las firmas y…!

—Ya lo sé, Morgan, y créeme que no te estaría ordenando esto si no fuese importante. Algo pasó y requiere toda mi atención, es importante y no puedo dejarlo de lado, no es tan simple… Voy a necesitar dos o tres días, así que reprográmalos. Respecto a las firmas, si el equipo lo hace bien, solo tráeme los documentos y los firmaré, pero necesito estar en casa.

Ella resopló con fuerza, y casi podía leerle la mente y recitar todas sus quejas y nerviosismo, porque tratar con otros equipos no era sencillo.

—Hace mucho que trabajamos juntos, así que sé que podrás hacerlo. Confía en ti tanto como yo lo hago, ¿está bien? Después te compensaré todo este estrés, te lo prometo.

Oí un murmullo, un sonido gutural, y luego resopló.

—Está bien… pero esta le saldrá cara, señor Daft, téngalo en cuenta.

Una sonrisa pintó mis labios y asentí.

—Está bien, estoy preparado… Si lo haces bien, te compensaré a ti y a todo tu equipo, tenlo por seguro.

Morgan volvió a soplar y hablamos un poco más. Unos cinco minutos después, colgué y me dejé caer en la cama con pesadez. Tenía el cuerpo flojo, como desganado y dolorido, y me sentía mal, casi como si hubiese sido a mí al que engañaron.

Bueno… también me habían engañado, pero esa era otra historia porque, en principio, yo ni siquiera amaba a Libi.

Pero Blake si amaba a Amy, demasiado… y yo lo amaba a él.

—¡Ah… eres un maldito desgraciado, Ryan Daft! —me regañé y bajé de la cama.

Me arreglé en cuestión de nada y, para cuando salí, Blake estaba junto a la ventana, hablando por teléfono.

—Sí… me gustaría agendarla para hoy mismo, ya que es algo urgente. Sí, no tengo problemas para ir a las diez, perfecto. ¿Cuánto tiempo tardan en dar el resultado? ¿Diez días?

Él resopló y su postura cayó un poquito.

—¿No hay algún modo de que sea más rápido?

Su pregunta era razonable, considerando lo que debía estar sintiendo por dentro.

—¿Seis días? Está bien, no me importa pagar la cuota extra, es lo de menos… Está bien, entonces estaremos allí a las diez. Muchas gracias por su atención.

Colgó, y su exhalación profunda llenó todo el espacio. Volteó, nuestras miradas se encontraron, y me fue evidente que no había pegado ojo en toda la noche, porque tenía las ojeras muy pronunciadas, los ojos hinchados y se veía pálido.

—Buenos días… —murmuró.

—Buenos días, ¿qué tal? ¿Dormiste algo? ¿Qué hay de Colin?

Caminé hacia la cocina y lo vi seguirme.

—Yo no dormí nada, pero Colin aún lo hace, como un tronco… supongo que todo el ajetreo de ayer lo cansó.

Asentí con la cabeza y fui en busca del pan de sándwich.

—¿No irás a trabajar? No pareces vestido para ir a la compañía —dijo mi acompañante.

Giré y le sonreí travieso.

—Eso es porque no iré. Me tomaré unos días libres.

—¿En serio? —Arrugó la cara—, ¿en medio de las negociaciones para los nuevos contratos? ¿Estás loco? —Hizo una corta pausa, y agregó—: ¿Por cuántos días?

Me encogí de hombros y contesté con simpleza.

—Un par o tres… los que sean necesarios. En fin, ¿vas a la clínica? Yo te llevo.

Enseguida, negó con la cabeza, y respondió:

—No tienes que dejar de ir a trabajar por mí, Ryan. Ya es mucho que nos dejes quedarnos aquí.

Dejé el pan sobre la encimera y soplé, puse ambas palmas sobre el cuarzo negro y lo encaré.

—Viejo, te conozco prácticamente desde que nací, y sé que, debajo de esa fachada de serenidad y ojos hinchados que tienes ahora, te estás deshaciendo.

El pelirrojo frente a mí abrió los ojos de par en par, y supe que lo tenía.

—¿Crees que te dejaré solo en estas circunstancias? No, para nada… Jamás te abandonaría cuando más me necesitas. Para eso somos hermanos, ¿recuerdas?

Él tragó con dificultad, y vi su nuez de Adán subir y bajar muy lento, resopló, y cierta calma inundó su semblante, lo que me llenó de tranquilidad.

—No quiero traerte problemas, pero lo aceptaré.

Sonreí y asentí.

Blake no le diría a sus padres lo sucedido, y tenía encima la sospecha de que Colin no era su hijo, sumado al engaño y todas las revelaciones que debió tener al pensar en silencio la pasada noche. Era un tipo fuerte, el más fuerte que conocía, pero también débil… aunque solo en mi presencia.

En eso, el llanto del pequeño Colin inundó la sala y, antes de que se levantara, hice una seña.

—Hazle su alimento… iré a buscarlo.

Sin darle tiempo a negarse, casi volé desde la cocina al cuarto y, al entrar, encontré al nene removiéndose en la cama, quien, al verme, dirigió su llanto hacia mí y me estiró sus gordos bracitos para que lo consolara.

—¡Io Ayaaan, io Ayaaan! —llamó.

Obviamente quería decir «tío Ryan», pero era un bebé de poco más de dos años y medio y, al levantarlo, me di cuenta de que traía algo en su pañal.

—Jo… tranquilo, tu tío Ryan ya vino a salvarte de la cama… ven, vamos con tu papi.

—Papi… —musitó entre sollozos.

Salimos del cuarto y, al abandonar el pasillo y llegar a la cocina, lo alcé con gracia, como si fuera Simba en el Rey León, y espeté:

—¡Blaaaaaake, tu adorable cachorro tiene un regalo para ti en su pañal!

El nombrado me miró, y no evitó reírse ante la escena.

Caminé hacia la cocina, lo puse de pie sobre la encimera, y Colin comenzó a balancearse al ver a su padre, a llamarlo y hacerle señas con sus manitas.

—¿No quieres cambiarle el pañal? —preguntó.

Negué enseguida con la cabeza.

—¡Para nada! Tu crío, tus pañales —solté con gracia—. Ni siquiera le cambié los pañales a mi sobrina, así que no esperes nada de mí.

Amaba a este chiquitín, pero el pañal… ese era otro asunto. Para eso existían los padres y los abuelos; los tíos éramos lo alcahuetes que les enseñábamos a los niños a divertirse y los llevábamos de compras y a jugar, a hacer las cosas buenas.

El otro resopló y negó con la cabeza.

—Hombre, tú nunca cambias —soltó y se dispuso a cargar a Colin.

»¡Buenos días!, ¿cómo amaneció el Rey del Mundo? —habló con voz chiquita, balanceando al nene de arriba abajo.

Colin arrancó a reír y se estremeció ante los mimos de su padre y, al verlo de mejor humor, lo único que pude hacer fue disfrutar del momento, hasta que lo llevó de vuelta al cuarto para asearlo y vestirlo.

Cerca de las nueve, los tres salimos de casa y fuimos directo a la clínica donde harían la prueba de paternidad.

Esto no hacía más que comenzar.

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