2. Un desayuno cotidiano

Muchos años después…

 Una mañana como cualquiera, el Rey Doménico se encontraba en una habitación,

tirado en el suelo; despertándose, con los ojos hinchados y su ropa del día anterior.

Luego, sale con parsimonia de la extraña habitación rodeada de libros, para alistarse y

bajar al desayuno; era de estatura alta, ojos verde claro, barba, cabello negro largo,

con cuerpo trabajado y sonrisa radiante. Doménico Esteban D’Luca Bacon, recibe su

baño caliente en su tina por una sirvienta; con su mirada perdida, se viste y baja las

escaleras cuatro pisos hasta el Gran Comedor. Los mayordomos lo reciben con los

buenos días y una reverencia-como siempre-; pero con una especie de intranquilidad

en sus miradas. Se notan algo nerviosos y tensos, como preparados a que acontezca

algo.

 El gran comedor es un espacio amplio, con grandes ventanales y cortinas colgando

de sus extremos, enormes candelabros cayendo del techo, decoraciones y pinturas

renacentistas, dando a parecer un museo de arte. Las pinturas estaban todasdesnudas-como un placer personal del Rey- que era movido por sus gustos por el

movimiento renacentista; y del que Giorgina, por ser más conservadora, odiaba. Había

una mesa larga con 20 sillas a sus laterales y dos más grandes en las puntas; servida

con todas sus lozas y copas, lista para que la servidumbre sirviera el desayuno. En la

mesa estaba Giorgina Bacon-la Reina madre- en el lateral derecho de la cabecera, con

un elegante vestido armado color verde oscuro, con su corona brillante, con sus

guantes y joyería de plata fina; su cabello ya se tornaba con algunas canas, era de piel

trigueña, estatura media y ojos azules hermosos, era refinada y muy coqueta. La

princesa Angella Marino, estaba en el lado izquierdo, con un vestido color crema,

guantes, una pequeña tiara y pocos accesorios; era más sencilla, su piel era blanca

como la leche, sus ojos color marrones claros como la miel, una larga cabellera del

color del trigo, de estatura media, delicada y frágil como un jarrón de porcelana. El

pequeño Lord Evan D’Luca, hijo de la Reina Giorgina y el difunto Rey Esteban, estaba

situado al lado de su madre; tenía a penas doce años, era de piel trigueña, ojos marrón

claro como la miel y cabello negro y alborotado. Juntos rectamente preparados y

esperando al Rey para poder desayunar. El Rey las mira, toma su asiento en la

cabecera y casi balbuceando dice: “Buenos días”, mientras hace señas a la

servidumbre para que sirvieran.

Buenos días Responden todos al unísono un tanto serios.

 La servidumbre sirve la comida en los platos, sirven té a la Reina, a la princesa y al

pequeño Lord Evan le sirven leche caliente; y al Rey le sirven cerveza.

Majestad ¿Cómo amaneces hoy? Le pregunta la Reina madre al Rey mientras le

sonríe y toma un sorbo de su taza de té.

…Bien, madreResponde el Rey sin expresión alguna y sin mirarla a los ojos.

 Un gran silencio.

Me parece, mi señor, que hoy no has saludado a tu futura esposa… Le dice la

Reina incitándolo a que salude a la princesa Angella, quien sentada en su puesto,

observa de reojos al Rey Doménico y cabizbaja para no subir la cara; siente vergüenza

y tristeza.

Sí, es cierto, madre responde Doménico tajante y respirando hondo. El Rey para

de comer, levanta su mirada lentamente, voltea hacia su izquierda para ver a Angella,

se le queda mirando unos segundos sin expresión alguna y le pregunta:

¿Cómo amaneces, Lady Angella? Traga saliva, le mira el rostro otros segundos y

luego baja la mirada de nuevo para seguir desayunando. Angella, quien también

respira hondo, le responde titubeante:

Ho-hola Majestad. Yo… muy bien, espero que usted… también. Sin levantar la

mirada del plato, sonrojada de que su futuro esposo y su suegra deban verle el rostro

con un ojo morado.

Mi Rey, no quisiera importunar tu desayuno; pero… Han estado llegando más cartas

de quejas de los pobladores sobre los altos impuestos… Comenta Giorgina

No me importa; que se atengan. Los impuestos seguirán así Respondió Doménico

tajante

 Un gran silencio incómodo.

Majestad, y cuéntanos ¿Cómo van los planes con los nuevos inversionistas?

¿Quieren comprar la madera? Pregunta de pronto la Reina Giorgina para cambiar el

tema.

Para nada bien; dicen que las maderas se ven buenas, pero que no quieren tener

contrato alguno con nosotros Responde el Rey con brusquedad.

 La Reina lo mira, luego para tratar de animarlo le dice:

Bueno, mi señor, tranquilo, eso es normal; ya vendrán más compradores a querer

invertir como… La interrumpe Doménico colocando bruscamente los cubiertos sobre

la mesa y le dice:

No madre, ambos sabemos que no es así, ya cuatro empresarios y reyes de otros

poblados han venido y han dicho lo mismo; es nuestro reino que tiene la maldición del

mismo demonio sobre nosotros

 La Reina Giorgina, el pequeño Evan y Angella se miran sobresaltados.

¡Mi señor, por los Cielos! ¡No digas eso! Exclama la Reina Giorgina mientras se

hace la cruz…todo es cuestión de seguir esperando y confiando nuestras oraciones a

Dios para que nos escuche prosigue la Reina ¿No es así, princesa? Le pregunta a Angella buscando apoyo.

Eh… si, alteza, es así Contesta ella dulcemente.

A Dios, claro, a Dios… el mismo que nos abandonó hace dos años ¿No?Interroga el

Rey a ambas con un tono de sarcasmo.

Por favor, no empieces; no delante de EvanLe advierte la Reina con seriedad

sabes muy bien que no fue así

 En ese instante, uno de los sirvientes comienza a retirar los platos, y por la

brusquedad del Rey, sin querer le hace caer un poco de cerveza en su ropa.

¡¿Pero qué has hecho, bastardo?! Le grita el Rey mientras se levanta histérico.

Discúlpeme, mi señor, por favor, fue sin querer; se lo pido, tenga clemencia de

mí…Suplicaba el sirviente de rodillas al Rey implorándole perdón.

¡Ya cállate! ¡Mira lo que has hecho con tu ineficiencia! Seguía el Rey gritando con

ira al sirviente, quien seguía de rodillas rogándole perdón.

Mi señor, por favor, todo fue sin querer Le decía la reina tomándolo del brazo

para tratar de calmarlo. La princesa Angella y el pequeño Lord, asustados, veían todo

desde lejos; Angella, cabizbaja, se tocaba el rostro. La Reina intentaba sujetarlo por el

brazo para tratar de apartarlo; pero el insistía en seguir gritando.

 El sirviente seguía suplicando clemencia:

Por favor señor, clemencia, fue sin querer, clemencia. Tengo una esposa y dos niños

que dar de comer, se lo pido…

Pero el Rey, harto de todo, decide darle una bofetada al sirviente quien caía al suelo

del dolor.

¡Doménico! Gritó la Reina desesperada. Angella seguía viendo todo desde lejos,

esta vez, con una lágrima corriendo por sus mejillas. La Reina tomaba a su hijo

fuertemente por el brazo, suplicándole ella esta vez para que cesara todo.

¡Guardias, llévenselo a las mazmorras! ¡Que lo decapiten! Ordenó el Rey para que

se llevaran al sirviente a las mazmorras y fuese decapitado, a su parecer, justamente.

 A lo lejos se escuchaba la voz desgarradora del sirviente mientras era llevado sin

voluntad. El Rey estaba allí, como un león acabado de devorar a su presa; su madre, la

Reina Giorgina, lo calmaba desde atrás, preocupada; y la princesa Angella, quien veía

con tristeza todo desde lejos, decidía dejar el gran comedor junto a Lord Evan, e irse

corriendo a su alcoba. Aquellas escenas eran las mismas cada día, y todas originadas

por un hombre con frustraciones y heridas mal sanadas. En ese instante, el Rey

también se retira del gran comedor aún molesto, mientras la Reina ordena a los

sirvientes arreglar todo y corre detrás del Rey para alcanzarlo y poder hablar.

 El Rey se encontraba bajando decidido a las mazmorras, quería pagar su ira de

alguna manera. Las mazmorras quedaban en el sótano del castillo, había celdas para

encerrar a prisioneros y tenerlos como esclavos o esperando pagar una deuda; muchos

se veían tristes y asustados cada vez que el Rey decidía bajar. Era un lugar frio, oscuro,

ténebre. Tenía un sitio donde hacía torturar a los prisioneros amarrándolos y

azotándolos. En ese momento, el sirviente que sin querer le había derramado la

cerveza en el gran comedor, lo tenían amarrado esperando la orden del Rey paradecapitarlo. El sirviente estaba muy asustado, lloraba y suplicaba sin parar que le

tuvieran clemencia; pero el Rey, quien desde hace un tiempo dejaba de sentir

compasión en su alma, lo miraba con odio y desprecio.

¿Crees que debo tenerte clemencia después de lo que hiciste arriba, bastardo? Le

interroga el Rey mientras lo toma por el cuello con ira. Los guardias, quienes a su vez

ayudaban al Rey con sus órdenes de maltrato, se gozaban y reían de las indolencias del

Rey Doménico. El ambiente se cubrió de tensión aquella mañana. Los guardias con

órdenes del Rey tomaron al sirviente y le quitaron sus ropas, para luego acostarlo

sobre la guillotina. Uno de los guardias, se cubrió el rostro con una capucha negra, y

tomó la palanca de la guillotina esperando la orden de su majestad para ejecutarlo. Y

en cuanto Doménico alzó su mano para gritar ‘Ahora’, entró la Reina madre

aterrorizada.

¡Basta! ¡Majestad, por favor, basta!

 Todos pararon, el ambiente se volvió tenso de nuevo. El Rey Doménico estaba muy

molesto.

¡No te metas madre, este asunto lo arreglo yo! Así que por favor, pido que te

retires Respondía el Rey desafiante. Pero la Reina, insistía:

¡No! Sabes que ese hombre no hizo nada; no merece la pena de muerte, por Dios.

No me iré de aquí sin ver que no lo ejecutarán

 El Rey, quien le tenía aprecio y respeto a su madre por respeto también a la

memoria de su Padre Esteban, ordenó cabizbajo que lo soltaran.

Azótenlo Ordenó luego Doménico

 Los guardias enseguida, tomaron al hombre y lo amarraron a unas argollas situadas

en una pared ya manchada de sangre vieja. El sirviente insistía en sus súplicas; pero

eran nada para el Rey y sus guardias. El Rey dio órdenes de empezar y los guardias

dieron inicio a una sinfonía de azotes que fueron desgarrando lentamente la dignidad y

la piel de aquel pobre hombre. Los gritos que daba el sirviente resonaban en las

paredes; lloraba, pedía clemencia, pedía a Dios ayuda y que tuviera él clemencia por

ellos. La oración que oficiaba el hombre entre sollozos le causó más ira al Rey, quien

tomando él mismo el látigo, comenzaba a azotar sin parar y con mucha fuerza al pobre

hombre gritándole: “Para que veas que ese Dios no vendrá a salvarte”; y en ese

instante, la Reina aterrorizada, se retiró harta de aquella horrible escena. “¡Ten

compasión de él, Dios mío, ten compasión de él!” se decía así misma Giorgina,

mientras se tocaba con dolor el pecho.

 El pobre hombre se encontraba sangrando en el suelo, casi desmayado, temblando

del dolor; y el Rey satisfecho, soltó el látigo y salió de las mazmorras sinm remordimiento alguno.

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