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Los Secretos del Conde
Los Secretos del Conde
Por: Karen Crescini
Una tarde esclarecedora

5 de Julio de 1815, Suffolk.

Esa tarde era como cualquier otra, se había vuelto rutinario ir a visitar a su vecina, amiga y confidente. Era un trato idílico entre ellos, se hacían compañía y ella era de mucha ayuda, cabe destacar, cada que John no hallaba consuelo en los brazos de su padre.

‒ ¿Vendrás a desayunar mañana? ‒ le preguntó la deslumbrante Marquesa de Wrightwood, Lady Cassandra, una joven dama de espectaculares ojos ámbar y cabellos azabaches, que harían suspirar a cualquier hombre.

‒ Debo ir al pueblo temprano por nuevas herraduras, pero creo que estaré a tiempo para el desayuno ‒ contestó colocando su tobillo izquierdo en la rodilla derecha, estaban sentados uno al lado del otro, en cualquier otra lugar eso sería algo aberrante, un escándalo por lo mínimo, pero allí sólo estaban ellos dos y hacían sus propias reglas.

‒ Deberías dejar esas tareas a tus sirvientes, son muy capaces ‒ le respondió con emoción, tenía la sospecha de que a la joven no le gustaba tenerlo lejos o, por lo menos, eso era lo que él quería creer.

‒ Por supuesto que son capaces, he contratado a los mejores, pero a John le hacen bien los paseos mañaneros, le viene bien la luz del sol ‒ mencionó con una sonrisa, y así todo estuvo bien, dado que Cassandra era concienzuda cuando se trataba de John.

James Frederick Graham, noveno Conde de Blakewells, era el tercer hermano de la tan conocida prole de los «Lores B», el año en curso había llegado a la edad de veinte y siete años, era viudo y tenía un hijo, su heredero, John Nicholas Graham, un bebé regordete, de ojos azul cobalto y tan rubio como su padre, quien estaba por alcanzar los tres años, a finales de noviembre, y era la personificación de la ternura.

De pronto se escuchó el traqueteo de un carruaje acercarse por el camino principal de la casa hacia la puerta delantera, James pudo percibir como Cassandra se tensaba, era tarde para recibir visitas, y no era como si alguno de los dos tuviera más amistades en los alrededores, así que él llegó a la conclusión que traían noticias para alguno. Con disimulo, la dama se levantó de su asiento junto a James para asomarse por la ventana. Cassandra dio un respingo que pronto trató de ocultar pero allí estuvo, era seguro que había reconocido el carruaje que se acercaba, James la siguió con la mirada mientras se encaminaba hacia su derecha y tocaba la cuerda para llamar al servicio, y casi de inmediato apareció el mayordomo en la puerta.

‒ ¿Desea algo milady? ‒ preguntó el joven mayordomo, quien había perdido a su padre, el cual ocupaba ese puesto anteriormente.

‒ No quiero que dejes pasar a las personas que vienen en ese carruaje, por favor ‒ dijo con nerviosismo, James la miró con curiosidad desde su asiento, era notorio que algo estaba sucediendo, pero decidió no hacer ninguna pregunta.

Unos minutos después escuchó el algarabío que se desencadenó en la puerta, oyó pasos acercándose a la sala donde se encontraba con la dama, miró a la puerta expectante y estaba preparado para colocarse de pie y enfrentar a quien sea que estuviera perturbando la paz de esa morada, dispuesto a defender a la dama. No obstante, posó la mirada en Cassandra, que estaba tan pálida como la nieve.

Cassandra miró de la puerta a James, se podía ver la confusión en sus ojos, pero lo que ocurrió luego no se lo esperaba, definitivamente no era algo que pudiera haber previsto con anticipación. La joven se sentó apresuradamente cerca de él, más cerca de lo que solía sentarse.

Las pisadas resonaron justo fuera de la sala.

Ella lo tomó con ambas manos por las solapas de su abrigo y lo atrajo hacia ella, dándole un beso torpe y brusco en los labios. James no pensó, simplemente actuó, la capturó entre sus brazos rodeándola por la cintura, Cassandra se paralizó, pero no se echó para atrás, y entonces, él decidió proseguir con lo que sea que estuviera sucediendo. Le pasó la lengua por las comisuras de la boca, y así ella permitió que James introdujera la punta de la lengua entre sus labios…

La puerta se abrió de golpe, James trató de alejarse pero ella no se lo permitió, aferrándose a su abrigo. Sin más, se dio cuenta de que Cassandra intentaba ignorar la situación.

Oyó a alguien carraspear, había una persona postrada en la puerta. Acto seguido, fue liberado del agarre y por ende, del delicioso beso que estaba compartiendo con la joven con la que llevaba meses soñando. James mantuvo la calma y se alejó un poco, posó su mirada aireada en el hombre que los observaba, no tenía ni idea de quién era, pero le resultaba bastante familiar. Cassandra no logró disimular su expresión de ira, y él pudo sentir que estaba metido en algún aprieto.

‒ ¡Oh! Pero miren a quien tenemos aquí ‒ comentó Casandra con gran dramatismo pero sin una pizca de remordimiento, ni pena, cosa que parecía haber enfurecido aún más al hombre frente a ellos.

‒ Buenas noches, Cassandra ‒ saludó el susodicho.

‒ ¿Y usted es…? ‒ preguntó James al tiempo que levantaba una ceja y lo miraba de arriba a abajo con prepotencia. No quería ser impertinente pero la situación se estaba tornando un tanto molesta para él.

‒ Me disculpo, James ‒ Cassandra se colocó de pie mientras posaba su mano en el hombro de James ‒ Tengo el honor de presentarte a mi difunto esposo, el Marqués de Wrightwood.

¿Difunto? ¡Dios mío, Cassandra le había mentido! ¿O no le había contado toda la verdad?

‒ No tengo intenciones de ser presentado ante este… ‒ inició el hombre con una mirada aireada y prepotente ‒ señor ‒ finalizó con un desdén palpable.

‒ ¡Qué situación más extraña! ‒ exclamó, casi sin poder creer lo absurdo de la situación, se levantó e incrementó la distancia que existía entre él y Cassandra, sin acercarse demasiado al flamante esposo que no estaba para nada muerto.

El Marqués de Wrightwood en persona, vivito y libre de todo mal.

‒ Si no le molesta le pido que se marche de mi casa ¡Ya! ‒ elevó la voz, y eso a James no le gustó ni un ápice, pero antes de que pudiera responder a su falta de respeto…

‒ Pues a mí sí que me molesta ‒ Cassandra intervino elevando la barbilla con petulancia, como sólo las jovencitas pueden hacerlo.

En ese momento, se abrió la puerta aún más.

Se escuchó un fuerte llanto. Y en menos de un segundo, Cassandra abrazaba a John, al cual había colocado encima de su regazo al tomar asiento una vez más.

James miró de su hijo a Lord Wrightwood, y sabía perfectamente que el marqués estaba sumando dos más dos. No lo culpaba después del beso que había presenciado, pero no pensaba ser partícipe ni aclarar dudas que no eran de su incumbencia. Lo único que pasaba por su cabeza, debido a su instinto protector, era que debía salir de allí rápidamente.

El marqués de Wrightwood estaba paralizado, mirando, con los ojos abiertos como platos, a su esposa cargando a un hijo que era de otro. James se mantuvo a la espera, porque si algo sucedía, debía actuar con rapidez.

‒ No llores, todo está bien ‒ arrulló Cassandra al bebé por un tiempo prolongado, hasta que John se calmó y obsequió a su salvadora con una sonrisita de amabilidad, de amor, como siempre hacía desde que la conoció.

‒ No tengo nada… no tenemos nada que hacer aquí. Vamos hijo mío, ya es tarde ‒ comentó James con un porte serio. Ya se estaba exasperando.

Hizo ademán de tomar a su hijo en brazos, pero este no quería dejar los brazos de Cassandra, sólo cedió cuando su salvadora le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído, con ternura y brindándole una sonrisa, “nos vemos mañana”.

‒ Buenas noches – finalizó a nadie en particular, acomodando de manera protectora al niño entre sus brazos, y enfiló hacia la puerta sin mirar atrás.

¡Y vaya que no quería mirar atrás!

Al llegar a su morada y dejar al pequeño John dormido en el cuarto de los niños, se fue directamente a su despacho. Se sentía traicionado, estuvo coqueteando con Cassandra por meses, claro estaba, que dentro de los parámetros socialmente correctos, nunca se habían sobrepasado, no hasta esa misma tarde. Creía que ella era una viuda, igual que él, y que estaban tomándose su tiempo para vivir el duelo por la pérdida de sus seres amados, pero al parecer sólo él estaba en esa transición, ella tenía a su esposo. Si lo pensaba con detenimiento, ella nunca mencionó que su esposo estuviera realmente muerto, sencillamente no hablaban de él, ni de su persona, ni de su relación.

Y aun cuando James no tenía claras las circunstancias, no era usual que una dama casada viviera sola apartada de la alta sociedad, algo más había allí, pero no estaba seguro de querer descubrir lo que realmente sucedía.

6 de Julio de 1815, Suffolk.

La mañana siguiente era un día soleado, esplendoroso como ningún otro. Ya no tenía intenciones de ir en busca de nuevas herraduras, pues estaba preocupado, tal vez Cassandra había escapado del hombre y este la había encontrado, no pudo pegar un ojo en toda la noche pensando en las infinitas posibilidades. Sí, le había mentido, pero esa no era una excusa para abandonarla a su suerte, él era un caballero y debía por lo menos darle el beneficio de la duda y la oportunidad de explicarse.

Así pues, se preparó para ir de nuevo a la casa de su vecina. Dejó al pequeño John con su niñera y tomó un caballo, después de todo tenía una invitación muy explícita para ir a desayunar. Sabía que no sería bien recibido, pero le importaba un cuerno, simplemente quería cerciorarse que la dama se encontrase bien. No podía permitir que le pasara algo grave a Cassandra, ni en un millón de años.

Al llegar al lugar el mayordomo lo llevó hasta la gran puerta que daba al comedor, donde muchas veces había estado con anterioridad, para desayunar, almorzar e incluso, había sido invitado a algunas cenas.

‒ Lady Wrightwood, el Conde de Blakewells ha venido a verla ‒ anunció el mayordomo desde la puerta.

‒ Dígale que se marche ‒ escuchó que dijo de manera tajante el marqués. A James le hirvió la sangre, sabía que se estaba metiendo en territorios ajenos, pero no podía evitarlo.

‒ No…‒ escuchó la voz de Cassandra. Y James se alegró de que no estuviera encerrada en algún lugar.

‒ Deja que se marche, Cassandra.

‒ Me temo que eso no será posible, Lord Wrightwood ‒ entró James con soltura a la estancia, la cara del marqués era un poema y no se arrepentía ni un poco de lo que estaba haciendo.

La tensión se apoderó del lugar, cualquiera podría tomar un cuchillo y cortar el aire de lo rígido que se tornó todo. Ambos caballeros, se miraron con odio, parecían dos perros rabiosos a punto de atacar.

‒ Buenos días, Lady Wrightwood‒ se inclinó James en una leve venia.

Pudo observar como Cassandra se liberó de mala gana de la mano del marqués y le hizo señas a James para que se sentara con ellos en la mesa, cosa que no le agradó en lo absoluto al marqués, quien tenía cara de querer asesinar a uno de ellos, tal vez a los dos. James se sentó frente a Cassandra, justo al lado del marqués.

‒ Lord Wrightwood, le presento a Lord Blakewells. Conde, le presento a mi esposo, el Marqués de Wrightwood. ‒ al parecer este día iba a ser muy interesante.

‒ Uno de los «Lores B» ‒ comentó el marqués de manera burlona.

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