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La visita del Marqués

No quería que Cassandra lo viera en ese estado, no podría mentirle y no se le ocurría una manera de lucir menos malogrado, puesto que le dolían los costados y se los apretaba con el brazo izquierdo, ni siquiera se creía capaz de cargar a John en brazos en las próximas horas. Se supone que solucionaría las cosas, no que añadiría más discordias al asunto.

Se sentía decepcionado de sí mismo, y por supuesto, no quería que Cassandra sufriera las consecuencias de sus actos.

‒ Por favor, no te alarmes, Cassandra ‒ dijo elevando la mano derecha, tanto como su dolor se lo permitió.

‒ ¿Pero qué te ha pasado? ‒ preguntó inquieta y llena de asombro, su boca era una «O» perfecta. Si la miraba con detenimiento, podría decirse que lucía tierna. James no recodaba la última vez que una dama se hubiera preocupado tanto por él.

‒ Un pequeño percance en la taberna, no es nada ‒ entraron a la mansión y se encaminaron al salón de juegos. Una estancia que tenía un área en la que podían colocar a John en el suelo para que se entretuviera con sus juguetes.

‒  ¿En contra de quién? ‒ preguntó achicando los ojos, mientras se sentaban uno junto al otro. James tenía un poco de dificultad para lidiar con el dolor. Y sabía que ella no tardaría mucho en unir los puntos dentro de su mente, Cassandra estaba muy lejos de ser tonta.

‒ Me parece que ha sido mi culpa ‒ respondió tratando de aminorar los daños ‒, pero también debo mencionar que no fui quien lanzó el primer golpe ‒ sin embargo, no podía mentir, los hechos eran los hechos.

‒  ¡No puede ser! Edward es una bestia ‒  exclamó horrorizada ‒. Esto es inadmisible, las cosas no se pueden quedar así  ‒ hizo ademán de levantarse pero él la tomó del brazo y la regresó a su asiento, gruñó para sus adentros pues no podía levantar el brazo tanto como él quería. Con suerte sus malestares durarían máximo un día.

Conversaron un poco más sobre la pelea y terminaron hablando acerca de la relación de los marqueses, James no estaba muy seguro de querer oír todo aquello, no era para nada dado a los chismes, ni a meterse en la vida de los demás, pero desde que se conocían hablaban mucho el uno con el otro, eran confidentes y muy buenos amigos, por más que muchos dijeran que la amistad entre personas de sexos opuestos no podría existir bajo ningún motivo.

Llegó la hora de la cena y comieron los tres juntos en el gran comedor de la mansión de Blakewells, John había hecho un desastre y ambos rieron al ver las hazañas del bebé, esos pequeños momentos lo hacían olvidar que no eran familia, y sonreía con pesar y tristeza, al saber que no se creía capaz de compartir íntimamente con alguna otra mujer en su vida, estaba decidido a mantenerse viudo por el resto del tiempo que le quedara, vería a su hijo crecer y estaría totalmente satisfecho con eso. Ya se estaba haciendo tarde, estaba oscuro y sabía que debía enviar a la dama de nuevo a casa, donde pertenecía.

Cassandra insistió en quedarse esa noche, con la excusa de que él no podía levantar en brazos a John, el bebé a veces no podía dormir y debía ser arrullado durante la madrugada. James no dejaba esa tarea a ningún sirviente, pues él mismo era perfectamente capaz de cuidar de su criatura, a quien amaba con todo su corazón. Además, no quería la compañía de la marquesa esa noche, le parecía muy inapropiado luego de los recientes acontecimientos. No logró su empresa con el marqués, todo lo contrario, puesto que terminaron en una pelea física, y esto sólo había logrado ponerlos en peores términos, pero la dama no cedió.

‒ Ni creas que te vas a deshacer de mí tan fácilmente ‒ le otorgó una sonrisa risueña.

‒ No es eso, pero sabes que…

‒ Necesitas ayuda ‒ colocó su mano enguantada sobre la suya.

‒ Cassandra, te estás metiendo de apuros ‒ le respondió con seriedad, por muy amigos que fueran ella era una mujer casada y no era completamente dueña de sus actos.

‒ Me he cuidado muy bien durante los últimos cinco años, así que voy a estar bien ‒ respondió con una media sonrisa y los ojos llenos de consuelo.

James no pudo convencerla de que debía retornar a su hogar, pero comprendía que ella no quisiera enfrentar al marqués esa noche. Quizás descansar un poco despejaría las mentes de todos los involucrados para pensar con la cabeza fría y afrontar la situación con madurez, o por lo menos eso esperaba fervientemente.

07 de Julio de 1815, Suffolk.

La joven marquesa se fue a casa en horas de la mañana, tras tomar el desayuno en mutua compañía, ya no hablaban del tema de ayer, pero podía notar que ella estaba intranquila, como si supiera qué cosas le iba a decir a su esposo tan pronto lo tuviera en frente.

¡Que Dios se apiadase de su alma!

Era mejor evitar la furia de las mujeres a toda costa, pelear con un hombre era una cosa, pero escuchar las cantaletas femeninas eran algo completamente diferente que no tenía precedentes. Cualquier espécimen masculino con tres dedos de frente sabía que no era una buena idea estar frente a una fémina que tuviera mucho para decir. Lograban exasperar al más paciente de los hombres si así se lo proponían.   

Tras la salida de Cassandra, James se tomó el día con calma, el dolor de sus heridas se había disipado un poco durante la noche, luego de un milagroso ungüento que le brindó la cocinera, una mezcla verde gomosa que no tenía el mejor de los olores, pero todo fuera por volver a cargar a su hijo en brazos lo antes posible.

‒ El Marqués de Wrightwood ‒ anunció el mayordomo antes de darle paso al aludido a la estancia.

James se encontraba en la biblioteca, pasando una espléndida mañana hasta hace cinco segundos atrás, cuando su paz se vio invadida por la última persona que se imaginó que quisiera irlo a ver. La expresión de paz que tenía en el rostro se borró en el acto.

No sabía lo que pretendía, no creyó que Edward realmente quisiera hacerle una visita, se veía azorado e inquieto, como si no supiera con exactitud la razón por la cual se había trasladado hasta allí. Estaba seguro de que aquella no sería un visita por simple cortesía, jamás podría existir completa educación entre ellos, y  James ya no se sentía particularmente abierto a mantener una charla civilizada, no tenía la mínima intención de ayudarlo en su empresa.

‒ ¿Y ahora que, Wrightwood? ¿Vienes a desafiarme a un duelo debido a que su esposa pasó la noche en mi casa? ‒ preguntó el conde de manera provocadora, sin tomarse la molestia en colocarse de pie o de ofrecerle asiento a su supuesto invitado, puesto que no lo era.

No podía evitarlo, la persona frente a él le revolvía el estómago. Y no estaba para nada feliz, ya que ayer no quiso mantener una conversación decenta y ahora se aparecía allí ¿para qué exactamente?

‒ Supongo, que pasó una buena noche con Cassandra curándole las heridas ‒ soltó el marqués como si no le importara el asunto.

‒ ¿Eso te dijo ella? ‒ unió los dedos sobre el escritorio.

‒ Ella no mencionó explícitamente su salida de anoche. Pero veo que usted no se encuentra mejor que ayer ‒ Blakewells se pasó el pulgar por el labio inferior que seguía hinchado y rojo, sus ojos brillaron de cólera.

‒ Me complace saber que aunque sus heridas no sean visibles, debajo de su elegante traje de montar esté tan mal como yo ‒  comentó con un alto nivel de satisfacción, y sonrió con gusto a pesar de su dolor.

‒ Espero que podamos ser sinceros él uno con él otro ‒ comentó Edward a la ligera tomando asiento sin que él lo haya invitado a hacerlo, el hombre no temía ser descarado y James lo dejó estar. Lo seguía con la mirada cuidadosamente, ese era su territorio, por ende el marqués debía ser cuidadoso.

‒ Sí, eso nos ahorrará tiempo, Wrightwood ‒ le molestaba que las cosas se hicieran cuando al marqués le convenía, porque eso era precisamente lo que aspiraba a hacer ayer. Contuvo las ganas de rodar los ojos.

‒ Debe alejarse de Cassandra ‒ espetó de golpe.

‒ Me temo que eso no será posible ‒ respondió con serenidad y Edward lo miró confundido. Tras unos segundos de silencio, donde el marqués lo seguía observando como si estuviera loco, continuó ‒ ¡Usted no entiende nada Wrightwood!

‒ ¿Qué cosas no entiendo? ‒ preguntó el marqués y saltaba a la vista que la paciencia se le estaba agotando, y muy rápido. Bien, pues, que el hombre frente a él sufra no le hace daño a nadie.

‒ Ella ya te supero, Wrightwood, y lo lamento mucho por ti ‒ inició un discurso que no tenía preparado, se colocó de pie ‒ Si Cassandra hubiese tenido la oportunidad de elegir entre el resto y tú, cosa que no tuvo, te habría elegido una y otra vez a ti ‒ era consciente de que sus palabras lastimaban al marqués como dagas que se incrustan en la piel y se retuercen sin piedad, y esa era totalmente su intención ‒. Te recomiendo que la dejes ir ‒ prosiguió pausadamente mientras caminaba sin prisas alrededor de la estancia ‒, ahora eres parte de su pasado, una ausencia que pronto no recordará. Puedo asegurarte, con total certeza, que encontrará a alguien que la merezca y la haga feliz.

No hubo respuesta alguna a su monólogo, pues Wrightwood se levantó de su asiento con tanto ímpetu que la silla se tambaleó y casi termina en el piso, recorrió la distancia hacia la salida dando grandes zancadas y el sonido de la puerta resonó por toda la biblioteca en consecuencia a la cantidad de fuerza que había utilizado para cerrarla a sus espaldas.

El día continuó sin mayores irregularidades, después de mediodía dio un paseo con John por el jardín, el cual estaba fresco y un poco nublado, pero todavía se podía sentir el calor del sol. Ya podía cargar a su hijo en brazos, sentía algunas molestias en los costados pero no tan fuertes como para no tomar a su pequeño y llenarlo de besos, mimos y cosquillas. Agradeció en silencio por ese momento especial, ya que había aprendido a valorar los instantes de vida que pueden verse normales, pero que ciertamente eran importantes. Estar allí, disfrutar del aire fresco, la sombra de los árboles que movían sus hojas por el viento, la risa de su hijo, el afecto que le brindaba y, más que nada en el mundo, agradecía que estuviera vivo, a salvo y sin ninguna enfermedad. Era agradecido ya que su madre no tuvo la suerte de tenerlo en brazos por más de una hora, y eso le hacía doler el corazón, por todo lo que su hijo no tendría, el calor y afecto maternal, así pues, hacía todo lo que estuviera a su alcance para que John no sintiera la ausencia cruel de su madre, quien no tuvo opción. 

‒ Tu madre estaría maravillada de lo grande que estás ‒ le dijo al bebé mientras lo elevaba hacia el cielo, y este se desternillaba de risa ‒, debe estar muy orgullosa de ti ‒ le besó en la coronilla de la cabeza, sobre sus cabellos rubios.

John se había dormido en sus brazos, ya era hora de su siesta y lo dejó cuidadosamente en su cuna, las sirvientas en general siempre estaban pendientes de él, pasaban por la puerta del cuarto de los niños, incluso cuando sus quehaceres estuvieran en otra dirección, y la niñera no lo perdía de vista bajo ninguna circunstancia, todos eran conscientes de que el Conde de Blakewells era muy sobreprotector con su heredero.

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