Michael Foster El dolor en mi cabeza era insoportable, como si un martillo golpeara sin descanso. Abrí los ojos lentamente, luchando contra la resaca que nublaba mi mente. El sol que entraba por las cortinas me hirió la vista, y un asco indescriptible me invadió cuando giré la cabeza y vi a ella. Esmeralda, desnuda, recostada junto a mí, me miraba con una sonrisa que parecía burlarse de mi miseria. Mis recuerdos eran un caos, fragmentos de la noche anterior se entrelazaban sin sentido: el alcohol, las risas falsas, y luego… nada. Me incorporé de golpe, el asco transformándose en rabia. ¿Cómo había llegado a esto? —Buenos días, Michael —murmuró ella, su tono empalagoso solo avivó mi furia. —No vuelvas a tocarme —gruñí, apartándome de ella como si estuviera contaminado. Me levanté con movimientos torpes, recogiendo mi ropa del suelo mientras ella intentaba hablar, pero no la dejé. —¿Qué demonios hiciste? —le espeté, aunque sabía que gran parte de la culpa era mía. Había ba
Regina Stravos. El sol abrasador se filtraba por las ventanas del pequeño restaurante, iluminando el modesto lugar donde había encontrado refugio. Mi vida ahora era sencilla, limitada a los confines de este pequeño pueblo mexicano, lejos de todo lo que una vez conocí. Aquí, entre mesas de madera y paredes descascaradas, me escondía del mundo, del pasado, y de todos los que podrían buscarme. Habían pasado dos meses desde que "morí". Desde que me desvanecí del radar de todos. Mi cabello, antes largo y oscuro, ahora era corto y teñido de un castaño apagado. Apenas me reconocía en el reflejo que me devolvían los cristales. Era justo lo que quería: ser invisible. Mi vientre apenas comenzaba a redondearse, una curva suave que escondía con ropa holgada. Era un secreto que guardaba con celo, una verdad que nadie debía descubrir. Este bebé, mi bebé, era lo único que me mantenía firme. No permitiría que Michael, ni nadie, lo arruinara. —¡Irma, otra mesa! —me gritó la dueña del restaurant
Regina Stravos Lorenzo me subió a la camioneta sin siquiera darme tiempo de protestar. En cuestión de minutos estábamos en movimiento, y antes de darme cuenta, llegamos a un pequeño aeródromo. Un avión privado nos esperaba. Todo era tan rápido, tan irreal, que apenas podía procesar lo que estaba pasando. —¿A dónde demonios me llevas? —le pregunté con un tono helado mientras subíamos las escaleras del avión. —A un lugar donde estarás a salvo, principessa —respondió sin mirarme, con esa arrogancia que parecía formar parte de su esencia. Durante el vuelo, sus hombres no dejaron de ser amables conmigo. Me ofrecieron comida y bebida con una cortesía que me descolocaba. Uno de ellos, un joven de cabello oscuro y mirada cálida, me sonrió al acercarme un vaso de agua. —Señora, ¿desea algo más? Lo miré confundida, casi indignada. —No soy ninguna señora —repliqué, cruzándome de brazos. El joven pareció dudar por un momento antes de responder: —Son órdenes del señor Bianchi.
Cuando llegamos a la mansión Bianchi, no pude evitar quedarme sin aliento por un momento. Era enorme, mucho más de lo que había imaginado, con una arquitectura imponente que parecía sacada de una película. La fachada de mármol blanco resplandecía bajo la luz del sol, y los jardines perfectamente cuidados daban una sensación de lujo que casi me resultaba irreal. Un grupo de sirvientes y escoltas deambulaba por el lugar, todos atentos a sus tareas, moviéndose con una precisión casi militar. Los coches aparcados frente a la mansión eran de alta gama, y no podía dejar de notar las cámaras de seguridad en cada rincón. Este lugar, sin duda, estaba hecho para alguien con mucho poder. Alguien como Lorenzo Bianchi. Lorenzo, al verme callada y observando todo, no pudo evitar sonreír. —Bienvenida a mi casa —dijo con tono suave, como si fuera una invitación a un mundo del que no quería que escapara. Antes de que pudiera contestar, una sirvienta se acercó a nosotros. Era una mujer de rostr
Han pasado dos meses desde que llegué a la mansión Bianchi, y mi vida ha cambiado de formas que nunca imaginé. Ahora estoy de cinco meses, y mi embarazo avanza rápidamente. Mi vientre crece más cada día, y es un consuelo sentir los movimientos de mi bebé, recordándome que no estoy sola. Durante la última ecografía, confirmaron que será una niña. No puedo describir la emoción que sentí al escuchar esas palabras, aunque todavía no sé cómo llamarla. Estoy considerando nombres, pero quiero que sea especial, algo que represente esperanza y fortaleza. Vivir en esta mansión me ha permitido aprender mucho sobre los Bianchi. Es una familia fascinante y complicada. Pietro, el mayor, debería ser el heredero natural de la mafia italiana, pero algo ocurrió en el pasado, algo que todos evitan mencionar. Sea lo que sea, fue lo suficientemente grave como para que Lorenzo tomara su lugar como líder. Francia, la única mujer de la familia, se distanció de todo. Está casada con un mexicano y vive con
Lorenzo Bianchi Desde que Regina llegó, la mansión Bianchi se transformó. Su sola presencia parecía iluminar cada rincón, como si trajera consigo una calidez que este lugar nunca había conocido. Su belleza era innegable, pero más allá de eso, era su dulzura y su fortaleza lo que me fascinaba. Era una mujer como pocas, alguien que, pese a todo lo que había sufrido, aún podía sonreír y hacer que todo a su alrededor pareciera menos sombrío. Michael Foster fue un imbécil al perderla, y no pienso cometer el mismo error. Ahora están lejos, él y cualquier amenaza que la rodeaba, y así seguirá siendo mientras yo esté aquí. —¡Eres un necio, Lorenzo! —gruñó mi padre, Vittorio, golpeando con su bastón el suelo de su despacho. Estaba sentado frente a él, tratando de mantener la calma mientras escuchaba su sermón. Sabía que nuestra conversación no terminaría bien, como siempre que hablábamos de Francia. —Dejaste que tu hermana se casara con un mediocre, un hombre que no tiene nada que o
Regina Stravos El sonido del latido del corazón de mi bebé llenó la pequeña habitación, un eco que retumbaba en mis oídos como una melodía perfecta. No podía evitar sonreír mientras observaba la pantalla del ecógrafo. Mi hija, mi pequeña, estaba creciendo sana y fuerte dentro de mí. —Todo está perfectamente bien, señora —dijo el doctor con una sonrisa cálida—. Su bebé tiene un desarrollo excelente. Serán grandes padres. Asentí, sin poder contener las lágrimas de alivio que se acumulaban en mis ojos. Pero esas palabras del doctor me hicieron pensar. Todos aquí asumían que Lorenzo era el padre. Esa era la narrativa que les convenía creer, y Lorenzo no había hecho nada por desmentirlo. Pero no era él. Lorenzo no era el padre de mi hija. Por la tarde, cuando regresamos a la mansión lo seguí a su despacho, como siempre, con su semblante serio y una copa de vino en la mano. Decidí que ya no podía seguir guardando silencio. —Necesitamos hablar —dije con firmeza mientras cerraba la puer
No podía creer lo que acababa de escuchar. Me quedé ahí, de pie, con el corazón en un puño y la sangre hirviendo en mis venas. Mis manos temblaban, pero no era por miedo, era por la rabia que crecía dentro de mí como una tormenta. Cinco años. Cinco años de matrimonio, de lucha, de amor, de sacrificios... Y ahora, todo se venía abajo con una simple frase de su boca.—¿Qué dijiste? —pregunté, sintiendo cómo mi voz se quebraba.Ricardo me miró con esos ojos fríos que ahora me parecían los de un extraño. Ni una pizca de compasión, ni una sombra del hombre con el que me casé. Solo desprecio.—Firmé los papeles —dijo con esa tranquilidad que me hervía la sangre—. Estamos divorciados. Quiero que te vayas de la casa.Mis piernas casi flaquearon, pero me negué a mostrarme débil frente a él. Esta casa... esta vida... era nuestra, ¿cómo podía tirarlo todo a la basura como si no hubiera significado nada?—No puedes hacerme esto —susurré, casi rogando, aunque odiaba cada palabra que salía de mi bo