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Capítulo 6: tarde de chicas.

★Leonardo.

El deseo me invadía por completo. Su boca contra la mía despertaba cada fibra de mi ser, tanto interior como exteriormente. Sentí cómo mi cuerpo reaccionaba ante su cercanía, mi miembro tomó vida propia y todo lo que deseaba era perderme en cada centímetro de su cuerpo adorable.

Pero justo cuando el ascensor sonó, ella salió corriendo como si el mismísimo diablo la persiguiera.

—Marisol… —llamé, tratando de alcanzarla mientras salía disparado detrás de ella, pero pronto la perdí de vista en el bullicio de la ciudad.

Me quedé parado en la acera, sintiéndome frustrado por mi propia imprudencia.

¿Por qué había besado a Marisol de esa manera? Seguramente la había asustado.

Me sentí abrumado por el remordimiento, preguntándome si había arruinado por completo nuestras posibilidades.

Decidí regresar a la empresa, esperando encontrarla allí, pero ella no volvió. Sin embargo, no estaba dispuesto a rendirme. Marisol tenía que ser mía, sin importar el costo. Incluso si no podía tenerla físicamente, estar a su lado sería suficiente para mí.

Con la firmeza ardiendo en mi pecho, decidí dirigirme a casa de mis padres en busca de consuelo. Al llegar, vi a mi madre tomando el sol cerca de la piscina, mientras mi hermano jugaba a ser un intrépido explorador con la señora de la limpieza, y mi padre, como siempre, estaba sumergido en su trabajo en su despacho.

El ambiente familiar me reconfortó, pero aún así, no podía sacar a Marisol de mi mente ni de mi corazón y menos ahora que al fin había probado su delicioso sabor a vainilla de sus labios.

Todos en la casa estaban inmersos en sus propias actividades, así que decidí subir a la que solía ser mi habitación cuando vivía allí.

Al entrar, me envolvió una oleada de nostalgia al ver que las cosas en mi habitación estaban tal y como las recordaba. En una esquina, encontré el anuario de mi temporada en la secundaria, cubierto de polvo pero lleno de recuerdos.

Abrí el viejo libro y recorrí las páginas con cuidado, deteniéndome en las fotos de mis antiguos compañeros. Y entonces la vi: Marisol Sánchez.

Era hermosa en aquel entonces, pero ahora, oh, ahora se veía más que suculenta, más que maravillosa.

Cerré el anuario con su imagen grabada en mi mente y me recosté sobre la cama, con la mirada fija en el techo. Mis pensamientos se inundaron con la memoria del apasionado beso que compartimos en el ascensor.

Quería más. Quería besarla de nuevo, quería sentir su piel bajo mis manos, quería explorar cada centímetro de su cuerpo. Quería ser su hombre, en todos los sentidos de la palabra.

★Marisol.

Después de salir corriendo, llegué a casa y decidí llamar a mi madre para ver cómo estaba mi hermoso y brillante hijo. Su respuesta me tranquilizó; estaba disfrutando de un día de pesca con mi padre, su actividad favorita juntos.

—¡Hola, mamá! ¿Cómo están Matías y papá? —pregunté, tratando de ocultar el nerviosismo en mi voz.

—¡Hola, mi niña! Están de maravilla. Tu padre llevó a Matías de pesca y están pasando un día estupendo. ¿Y tú, cómo estás? —respondió mi madre con su tono cálido y tranquilizador.

—Bueno, es un poco complicado... Conseguí un trabajo, pero... también lo perdí el mismo día —confesé, sintiéndome avergonzada por mi falta de estabilidad laboral.

—Oh, cariño, no te preocupes. Todo saldrá bien. ¿Quieres hablar más sobre lo que pasó? —me ofreció, con su voz llena de apoyo.

Mientras hablaba con mi madre, no pude evitar compartirle mi situación: había conseguido y perdido un trabajo el mismo día. La vergüenza me invadió al recordar el beso apasionado en el ascensor. Seguramente Leoncito pensaría que era una mujer suelta y fácil por haber permitido que eso sucediera.

Pero la verdad era que estar cerca de él era algo místico, algo que me hacía perder la razón y las limitaciones.

Después de terminar mi conversación con mi madre, decidí llamar a mi mejor amiga, Andreina. Ella era como mi hermana, aunque a veces decía que yo era su dolor de cabeza. La invité a casa y le dije que también podía traer a Itzel y a Angie para que se unieran a nosotras.

—¡Hola, Andreina! ¿Qué tal? ¿Te gustaría venir a casa? Necesito una noche de chicas —le propuse con una sonrisa.

—¡Claro que sí, Marisol! Justo necesitaba un plan para esta tarde. Déjame llamar a Itzel y Angie para que se unan a nosotras. Nos vemos en un rato —respondió entusiasmada, y colgó el teléfono.

En menos de una hora, estábamos las cuatro reunidas en mi sala, con la música a todo volumen y cantando como locas la canción de Paquita la del Barrio. Era reconfortante tenerlas a mi lado, incluso en los momentos más difíciles.

—¡Rata de dos patas, te estoy hablando, David! —gritó Angie, sosteniendo un retrato de David mientras estaba encaramada sobre el sofá, lanzando acusaciones a la foto como si fuera él mismo.

—Angie es como la mamá de todas nosotras, siempre lista para defender a sus amigas. Si algo nos falta, ella está lista para armar una pelea, y eso no a todos les cae bien —comenté, admirando su valentía y lealtad.

—Pero no importa, la amo tal y como es, incluso si a algunos no les agrada —añadí, con una sonrisa cómplice hacia Angie.

Terminamos la noche bebiendo y riendo, tiradas en el suelo como si fuéramos adolescentes de nuevo. Andreina comenzó a contar sobre su último enamoramiento: un chico que resultó ser un amante de los gatos, lo cual era irónico ya que ella era alérgica a los felinos.

—¿Cómo puedes estar enamorada de alguien que tiene gatos si eres alérgica? —preguntó Angie, entre risas, mientras nos pasábamos la botella de vino.

—Bueno, el amor es así de complicado, supongo —respondió Andreina, encogiéndose de hombros con una sonrisa.

Mientras tanto, Angie nos contaba sus peripecias en el hospital, donde trabajaba como doctora. Sus horarios cambiantes y las jornadas dobles la tenían al borde del colapso, pero su dedicación era admirable.

Itzel, la más tranquila de todas, había caído rendida en el suelo como un bebé, ajena al bullicio que reinaba a su alrededor.

Entre risas y confidencias, nos dimos cuenta de que, a pesar de las diferencias y las dificultades de la vida, teníamos algo especial: una amistad que resistía cualquier adversidad.

Andreina comenzó a rayarle la cara a la foto de David con un marcador mientras yo observaba con una sonrisa cómplice.

—Ya déjalo, mejor vengan, les contaré algo —sugerí, y todas nos sentamos en el piso formando un círculo, ansiosas por escuchar mi historia.

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