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Capítulo 4: La sensación de perderlo todo

★ Ethan

La vi aquella noche en la discoteca, riendo, tan despreocupada, como si el mundo no pudiera tocarla. Su risa resonaba sobre la música, como una melodía hipnótica que me atrajo sin poder evitarlo. Pero había algo más: estaba ebria, tropezando con sus propios pies. Y él… ese maldito tipo no dejaba de tocarla. Su mano sobre su cintura, deslizándose más abajo. Mis manos se cerraron en puños al ver cómo la manoseaba, cómo invadía su espacio sin ningún respeto. La sangre me hervía.

No podía permitirlo.

Me acerqué sin pensarlo dos veces. Lo empujé con tanta fuerza que cayó al suelo, tambaleándose torpemente.

—Nadie toca lo que no le pertenece —gruñé, con mi voz baja, cargada de amenaza.

El tipo me miró desde el suelo, aturdido, pero no se atrevió a replicar. Tal vez fue la mirada en mis ojos, o tal vez supo que no debía provocarme más. Se levantó y desapareció entre la multitud.

Vicky se tambaleó, tratando de enfocarme. Sus ojos borrosos y brillantes de alcohol me recorrieron con una mezcla de confusión y desconcierto.

—Ethan… ¿qué haces aquí? —preguntó con la voz arrastrada.

Mi pecho se apretó al escuchar su tono. No era la primera vez que la veía así, perdida en el alcohol, escapando de algo que aún no comprendía. Me acerqué y tomé su mano, firme pero cuidadoso.

—Te estoy llevando a casa —dije, sin dejar lugar a discusión.

Ella no opuso resistencia, sólo asintió débilmente, apoyándose en mí. Su fragilidad, su vulnerabilidad, era fuerte, y un nudo de protección se formó en mi pecho. Había prometido en silencio que siempre la protegería, y esa noche no sería la excepción.

Fuimos hasta su auto, y sin pensarlo dos veces, la ayudé a subir. Ella se acurrucó contra mí, su aliento cálido y adormilado rozando mi cuello. Sentí sus manos pequeñas aferrarse a mis brazos, como si me necesitara más de lo que nunca admitiría.

—Eres tan… fuerte —murmuró, medio dormida, con una voz que me atravesó el alma.

Cuando llegamos a mi departamento, apenas podía mantenerse en pie. La levanté en mis brazos, como si fuera tan liviana como una pluma, y la llevé hasta mi cama. La recosté con cuidado, asegurándome de no hacer ningún movimiento brusco que la despertara por completo. Pero entonces, sus ojos se abrieron lentamente, como si sintiera mi cercanía, y me miró. La forma en que lo hizo… con tanto agradecimiento y deseo, me dejó sin aliento.

—Ethan… —susurró, alzando una mano temblorosa para tocar mi rostro.

Mi voluntad se rompió en ese instante. No pude resistirme más. La atraje hacia mí y la besé, profundo, y desesperado, como si ese beso pudiera sanar todas las heridas invisibles que cargábamos. Y, por un breve instante, lo hizo.

Ella respondió con la misma intensidad, sus manos recorrían mi espalda, aferrándose a mí como si temiera que me desvaneciera. Nos desnudamos torpemente, entre risas y respiraciones entrecortadas. No era perfecto, pero eso no importaba. Lo único que importaba era ella. Su calor, su cercanía. Nos perdimos en la pasión, en el deseo que habíamos reprimido por tanto tiempo. Cada movimiento, era un recordatorio de lo mucho que nos habíamos necesitado.

Y cuando todo terminó, cuando nuestros cuerpos se rindieron al agotamiento, nos quedamos allí, tendidos juntos, respirando en sincronía. Sentí su respiración tranquila a mi lado, pero mi mente estaba lejos de la paz que su cuerpo irradiaba.

A la mañana siguiente

Mi cuerpo aún sentía la calidez de la noche anterior, pero mi corazón… mi corazón estaba lleno de algo más, una mezcla de felicidad y tristeza que no podía sacudir. Me giré para verla, su rostro sereno aún estaba hundido en la almohada, y supe que no recordaría mucho de lo que había pasado.

Cuando finalmente abrió los ojos, la realidad cayó sobre mí como un balde de agua fría. Se vistió en silencio, con movimientos automáticos, hasta que, de repente, habló.

—Tengo que tomar un vuelo esta tarde —dijo, sin mirarme, sus dedos jugueteando con el borde de su camisa.

Mi corazón se detuvo por un segundo.

—¿Vuelo? ¿Vas a irte? —intenté mantener mi voz neutral, pero no pude evitar el tono molesto que se coló en mis palabras.

—Sí, me mudaré de país. Ya tengo todo listo —murmuró, como si me contara algo sin importancia, algo que no me debía.

Quería gritarle que no se fuera. Quería pedirle que se quedara conmigo. Pero no lo hice. No sé por qué. Quizás por miedo al rechazo, o quizás porque sentí que no teníamos futuro. Después de todo, siempre había sido así entre nosotros: un vaivén de emociones sin dirección fija.

—Que tengas un buen viaje —dije, con las palabras pesando como piedras en mi boca.

La acompañé hasta la puerta, y justo antes de que se marchara, la atraje hacia mí y la besé una vez más. Esta vez no fue un beso apasionado ni lleno de deseo, fue desesperado, como si intentara aferrarme a algo que sabía que estaba perdiendo. Pero ella solo respondió con una leve sonrisa antes de alejarse.

El camino al aeropuerto fue silencioso, casi insoportable. Ella no dijo nada, y yo tampoco. Al llegar, ayudé con sus maletas. No podía mirarla, no podía soportar ver cómo todo terminaba.

Nos despedimos con formalidad, como si fuéramos conocidos en lugar de lo que realmente éramos.

—Bueno, adiós —dijo finalmente, y con esas simples palabras, todo acabó.

La vi caminar hacia la puerta de embarque, esperando que se girara una vez más. Pero no lo hizo. Y entonces, la soledad me golpeó como un puñetazo en el estómago. Mientras la veía desaparecer en la distancia, una parte de mí murió con ella.

Volví a mi auto y conduje sin rumbo, cada kilómetro me llenaban de una soledad abrumadora. Al llegar a mi departamento, el vacío me devoraba. La cama seguía deshecha, el olor de su piel aún impregnaba las sábanas. Me senté en el borde, con la cabeza entre las manos, tratando de ahogar los recuerdos.

¿Por qué no la había detenido? ¿Por qué no le pedí que se quedara? Quería hacerlo, pero algo me lo impidió. Tal vez era el miedo a arruinarlo todo de nuevo, o tal vez era la certeza de que ella merecía algo mejor que yo.

—Eres un idiota, Ethan —murmuré para mí mismo.

El dolor me atravesó, profundo y cortante. Me levanté de la cama y comencé a caminar por el departamento como un fantasma. Cada rincón, y mueble, me recordaba a ella. La mesita del recibidor donde nos habíamos besado por primera vez, la cocina donde preparábamos café por las mañanas después de noches largas de estudio.

Me dirigí a la cocina y abrí el refrigerador. Una botella de whisky me llamó desde el fondo. Tomé un vaso y me serví un trago generoso. El alcohol quemó mientras bajaba por mi garganta, pero no logró ahogar el dolor en mi pecho.

Los recuerdos seguían acechándome, cada uno más vívido que el anterior. Recordé la primera vez que la vi en la universidad, cómo su risa iluminó la habitación, cómo su energía me atrapó desde el primer momento. Recordé cómo nuestra relación se desmoronó lentamente, cada pelea, cada malentendido. Y luego, el divorcio. Pensé que eso sería lo peor. Pero estaba equivocado.

Nada dolía más que verla irse.

Me hundí en el sofá, con los ojos cerrados, y la imagen de Vicky en la puerta de embarque volvió a mi mente, como un eco persistente. La vi marcharse una y otra vez, y con cada repetición, el vacío dentro de mí crecía más.

Sabía que debería haber luchado por ella. Sabía que debería haberla detenido. Pero ahora, sentado en este silencio abrumador, era demasiado tarde.

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