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Capítulo 8. El jardín de rosas

A la mañana siguiente, en el jardín de rosas, Petra y otras jóvenes se hallan hablando entre ellas y riendo mientras señalan hacia donde se encuentra la habitación de Adelaide.

Por su tranquilidad, ella decide ignorarlas, abre el libro en sus manos y se concentra en la trama de romance que está leyendo. Mercedes se había encargado de su educación de manera diligente en todos estos años, es por eso que sabe leer y escribir de manera fluida, además de tener conocimiento en varias áreas. Su padre, Bahram Valencia, siempre fue un hombre despiadado con su hija, y a Adelaide no le cabe duda que la odia con todas sus fuerzas, pero aun así dio órdenes para que ella recibiera las clases que necesita una joven de su edad. 

Si hay algo que le gusta a Adelaide es estudiar y siempre se ha destacado por eso. Lee, escribe y se dedica incluso más que su hermana Nadia y eso se lo había dicho uno de los maestros.

Las mujeres en el jardín al final optan por retirarse. Petra, quien había sugerido a las demás ir hasta allá para molestar a Adelaide, está furiosa porque no pudo lograr su cometido, pero al menos le queda la satisfacción de haberla humillado en la celebración de la boda. Con eso tiene más que suficiente por el momento.

La mujer, en su habitual porte de preferida del jefe, de camino a su recámara, se desvía hacia la habitación de Egil y pide reunirse con él, pero Gage, le niega la entrada alegando que el señor está en una reunión importante.

Petra insiste, pero no encuentra una respuesta positiva por parte de la mano derecha de Egil. Esto nunca antes había pasado. Él siempre accedió a recibirla cada vez que ella acudió a su puerta. ¿Qué está pasando?

Con una rabia que la carcome por dentro, regresa a su habitación. Tira al suelo todas decoraciones que encuentra a su paso, pero no consigue calmarse.

—Esto debe ser culpa de esa escuálida —Grita. Petrona, su sirviente fiel, entra e intenta calmarla, pero termina huyendo despavorida cuando Petra le lanza un objeto con toda la intención de lastimarla.

—No va a conseguir lo que quiere, ni la ramera de Nadia. No me van a quitar la atención de Egil. Algún día seré su única mujer, la gran señora, y mataré a todos los que se opongan a mis planes.

La sirvienta corre hasta el área de los sirvientes y le comenta a las demás lo que acababa de pasar con Petra. Mercedes, quien está a una cierta distancia realizando algunas labores, escucha todo y se preocupa por Adelaide y decide notificar al señor Egil.

Con un cuenco de sopa de verduras caliente en sus manos y un trozo de pan, Mercedes se dirige a pasos presurosos hasta la habitación de Adelaide. Toca dos veces y se alegra de verla más animada.

—Mi niña —Camina hasta ella y la nota triste, pero no tanto como ayer. —Es mejor que entre. El viento ya está fresco y puede resfriarse con ese vestido. Le traje una sopa caliente.

Adelaide asiente. Su estómago gruñe debido al hambre que tiene.

—Es lo que pude traer, espero que no le moleste —dice la anciana, avergonzada por el menú, pero en realidad el señor Egil puso algunas restricciones en su comida.

—Gracias, Mercedes —La joven se levanta del sillón donde lleva sentada varias horas y camina paso a paso hasta la pequeña mesa y empieza a comer de inmediato. Para Adelaide no está mal, porque ama comer de todo, pero un buen pedazo de carne de res o pescado no lo hubiera rechazado jamás con el hambre que tiene.

Así transcurre una semana entera. El señor Egil no permitió que Adelaide saliera una sola vez de su habitación en ese tiempo, ni siquiera para tomar el sol, aunque ella prefirió no objetar para no llevarle la contraria y esperar paciente. 

Sin embargo, hoy su esposo dio permiso para que ella pudiera estar una hora en el jardín y con eso ya está más que feliz.

La joven pelirroja está sentada en la banca disfrutando de su libro y no se percata que Petra, junto a otras jóvenes, las mismas que la otra vez, se acercan hasta donde se encuentra ella.

—Señora —Las mujeres hacen un leve asentimiento. Adelaide se pone en alerta, pero para no parecer maleducada corresponde a sus saludos—. Hasta que al fin la vemos fuera de su habitación —dice Petra señalando el lugar con el dedo—. Creímos que el jefe nunca la dejaría salir a tomar el sol. Aunque, ¿quién puede culparlo? Él está en todo su derecho, ¿no es así? Nosotros solo podemos acatar sus decisiones. 

Las jóvenes me miran entre ellas y ríen de manera cómplice ante lo dicho por Petra.

—Es una vida muy triste la suya —Agrega otra joven fingiendo cara de disconformidad—. Ser una joven millonaria, la esposa de Egil Arrabal y no tener libertad siquiera para disfrutar siquiera del aire fresco de la hacienda. El mismo destino que tenía en la mansión Valencia. Allí también era prisionera. 

A pesar de todo lo dicho, Adelaide se mantiene serena para no caer en la provocación que evidentemente tienen planeado en contra suya.

 —He estado pensando que este lugar necesita muchos arreglos, especialmente tirar todas estas estúpidas rosas —dice Petra. Para este momento ella ya sabe que Adelaide ama este jardín porque algunas de las sirvientes que se encargan de su servicio le han dicho que se queda por horas mirándolo desde su balcón—. Las rosas me dan asco, así que pediré a Egil que me permita arrancarlas todas y dejar solo el césped, tal vez construir un techo, y así poder estar por aquí sin preocuparme por nada.

A Adelaide se le anuda el estómago al oírla. Por la forma en que se expresa y por lo que ella misma vio de su relación con Egil, sabe que él terminará accediendo y eso produce una amargura en ella que no puede soportar.

Se levanta del banco con toda la intención de retirarse, pero Petra la detiene.

—No sabemos cuando su esposo la dejará salir nuevamente, así que es mejor que demos un paseo. Es probable que cuando vuelva, esto ya no sea lo mismo. 

—Disculpa, tengo un dolor de cabeza y deseo acostarme —Responde Adelaide de inmediato. 

—No creo que sea bueno hacernos ese desaire, señora —Petra aprieta su agarre hasta que se torna bastante doloroso para Adelaide.

Dos de las mujeres la toman de ambos brazos y la conducen hacia un camino que ella no conoce y que no se atreve a ir para no faltar a las órdenes explícitas de Egil.

Adelaide intenta zafarse, pero de un momento a otro, Petra, tropieza y cae en medio de unas rocas y se hace un corte en una de sus manos. Un hilo de sangre corre por su herida, dejando sorprendidas a todas.

Adelaide intenta ayudarla a levantarse, pero Petra empieza a gritar y acusarla.

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