Hija…hija!…¡Perón renunció!.
Matilde dejó en la bacha el plato que estaba lavando, se secó las manos y corrió a abrir la puerta del jardín delantero, desde la cual, su madre le gritaba, en visible estado de agitación.
-¡Mámá! ¡Qué sorpresa! ¿Qué hace por acá? ¿Y qué me dice de Perón?
Irma entró a la casa de su hija resoplando pesadamente, dejó el bolso con su ropa de trabajo en una silla y se secó la frente sudada con un pañuelo, mientras Matilde le alcanzaba un vaso de agua.
- Renunció a todos sus cargos...bah, lo hicieron renunciar. Yo recién termino el turno en el hotel, y allá no se habla de otra cosa. Por eso pa
Catalina llegó exultante de la calle. Dejó la bolsa de compras Sobre la mesada de la cocina y se acercó a la mesa donde su marido leía el diario y su padre trataba de armar un solitario con un juego de baraja española.Papá, Ladislao, escuchen… tengo una gran noticia.-¿Qué nos vas a decir…¿qué Figueroa es el nuevo comisionado municipal? ¿Qué Perón es presidente? Ya lo sabemos, Cata…como para no saberlo, con la bulla que meten…- dijo Ladislao.-No, paspado…qué tiene que ver la política. Es algo de la familia. Recién, cuando volví del mercado pasé por el bar de Jordi y le pedí usar el teléfono…hablé con mamá.- Cuida los gastos, niña…-dijo Benigno. Mira que ese catalán te cobra una fortuna por usar el teléfono&hellip
Irma había pedido permiso para ir a la casa de su hermana. Le habían dicho que Catita se estaba portando mal en la escuela, y quería charlar con ella: tenía la esperanza de que por lo menos su hija menor terminara sexto grado. A Matilde habían tenido que retirarla para que trabajara con ella: encargarse de la limpieza, la cocina, el lavado de ropa y el cuidado de las niñas en la casa de los Phers era demasiado agotador para ella, necesitaba ayuda y Matilde podía hacer unos trabajitos. Además, no quería abusar de la generosidad de su hermana y de su cuñado, que bastante los estaban ayudando.Le dejó encargadas a Matilde todas las tareas que tenía que hacer, se puso uno de sus vestidos de calle y salió a tomarse el colectivo que iba a la Movediza.Tardó media hora en llegar a la casa de su hermana. Tuvo una conversación con la pequeña Catita: le dijo que si no
Después del episodio con el policía, Ladislao empezó a evitar ese bar. A veces se quedaba a comer un sándwich en su oficina y a veces se salteaba el almuerzo.Un día, decidió que su temor era supersticioso y ridículo. Finalmente, no había pasado nada. Decidió volver al bar.El policía morocho estaba en la barra. Ladislao trató se ignorarlo pero en cuanto fue al baño, se lo encontró tras él-¿Qué pasa ahora? ¿Qué ley infringí?-Ninguna. Te tengo que decir algo.-No tengo mucho tiempo.-Es importante.-A ver, que pasa…-Fue tu hermano, el coronel Alcázar el que me mandó a detenerte.Ladislao frunció el entrecejo, incrédulo.-¿Qué dec&iacut
-¿Cómo qué un accidente??-Un accidente en la cantera, Irma…no sé de qué te sorprendés tanto, si son bastante comunes- dijo Beatriz sacando una gigantesca empanada gallega del horno.Irma bajó la vista, temiendo que su turbación delatara sus sentimientos. En realidad, ella misma se sorprendió de la desazón y la angustia que la invadió cuando Lucas comentó, como al pasar, en medio de una charla intrascendente al enterarse que Hugo, ese domingo, no iba a almorzar con ellos porque había sufrido un accidente de trabajo. Pero, como era costumbre, Benigno no le prestaba la más mínima atención a sus estados de ánimo: tomaba vino y devoraba una picada de salame pegado a la radio: ella podría haberse puesto a correr desnuda por la habitación y ni siquiera lo habría notado. Catita y Matilde, jugaban en el patio trase
Parapetada detrás de la máquina de coser a pedal, mientras terminaba un dobladillo, Matilde vigilaba al pequeño Oscar, que jugaba en el suelo con unos autitos de madera. Ya iba a cumplir cinco años, en cualquier momento empezaba la escuela. Dios, cómo había pasado el tiempo. En esos años, Matilde había encontrado algo parecido a la felicidad viendo crecer a su hijo.Pero muchas veces, en sus momentos de soledad, la nostalgia la envolvía como un velo de novia. Nunca había vuelto a Tandil, y nunca había dejado de soñar con sus sierras y sus bosques. Muy de vez en cuando le llegaban noticias de su hermana: sabía que había sido madre de dos niños. Matilde deseaba ardientemente que un día Oscarcito pudiera jugar con sus primos en las laderas del cerro Movediza, como ella y su hermana lo habían hecho cuando eran niñas, en esas serranías agrestes.
La tristeza, como un genio alado, sobrevolaba el salón de la casa de los Phers, rociando con su elixir amargo cada rincón. Los muebles cubiertos por finas telas blancas, los libros embalados en cajas en los rincones, los adornos de cerámica envueltos en papel de diario, los cuadros descolgados de las paredes y hasta el piano, mudo bajo el lienzo que lo cubría parecían estar embebidos de esa sustancia narcótica que los hacía llorar por invisibles ojos y sangrar por invisibles heridas. “La casa sabe que nos vamos” pensó Ida “siente que la estamos abandonando”.Antonieta descorrió el lienzo que velaba el piano y levantando la tapa pulsó una de las teclas de marfil. La nota sonó extraña en el aire fúnebre de la casa.-¿Qué hacés, hija?- dijo la señora Phers.-Me gustaría tanto volver a tocarlo…--Es
Las ventanas de la antigua casa Phers, abiertas de par en par, dejaban escapar los acordes de la música del piano. Matilde se había esforzado en buscar una profesora para que diera clases gratis a varias niñas de familias trabajadoras. Cuando veía a las hijas de los picapedreros y de las modistillas pulsar las teclas de marfil con concentrada circunspección y saltar de alegría al conseguir arrancar por primera vez los acordes de una ronda o un villancico la emoción la embargaba. No podía evitar recordar cuantas veces, teniendo la misma edad, ella le había sacado brillo al marfil de esas teclas soñando con poder sacarles melodías alguna vez, tal como hacían las señoritas Ida y Antonieta con esas manos que parecían gaviotas planeando sobre una playa blanca y negra.La brisa primaveral que entraba mezclada con el aroma de los tilos de la vereda, hací
Los cabellos cubiertos por un pañuelo azul, los ojos protegidos por los anteojos ahumados, fumando un cigarrillo nerviosamente, Matilde aguardaba en la sala de espera del penal de Dolores. Había recorrido, a bordo de la camioneta conducida por Catita, los doscientos veinte kilómetros que separaban esa ciudad de Tandil con el alma en un hilo. Una vez en el penal, chocó con la negativa rotunda de las autoridades carcelarias. No les podían permitir ver a un preso, menos a un preso político, menos no siendo familiar. Pero el carnet del Partido Peronista Femenino, más la invocación del apellido Alcázar, una carta firmada de puño y letra por la señora Eva Perón que Matilde llevaba siempre consigo, hicieron las veces de salvoconducto. Pero aun Matilde debió insistir para que le permitieran que la entrevista se realizara a solas. El alcaide vacilaba, temeroso de cargar con semejante responsabili