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Anya se deslizó fuera de su habitación en plena oscuridad, su cuerpo temblaba tanto de frío como de hambre. La humillación la consumía, pero el hambre era más fuerte. Llevaba días sobreviviendo con migajas, apenas lo suficiente para mantenerse en pie. Las empleadas de la mansión se aseguraban de que no recibiera más de lo que Alessandro permitía.

Pero esa noche, no le importó. No le importó el castigo, ni las burlas, ni siquiera el riesgo de ser descubierta.

Cuando llegó a la cocina, su corazón latía con fuerza. No había nadie. Todo estaba en silencio, salvo por el tictac del reloj en la pared. Sus manos temblorosas abrieron la despensa, y lo primero que vio fueron pasteles cubiertos de crema, listos para el desayuno del día siguiente. Sin pensarlo, hundió los dedos en uno y lo devoró con desesperación.

Le siguió un puñado de pan dulce, luego rebanadas de jamón que comió con los dedos, sin preocuparse por la etiqueta. Encontró una jarra de leche y bebió directamente de ella, sin deten
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