La Venganza De La Ex-Esposa Heredera
La Venganza De La Ex-Esposa Heredera
Por: Ari Noana
CAPÍTULO 1

Agatha POV:

—Empieza a empacar. Llévate solo lo que trajiste.

Las palabras de Nathan cayeron sobre mí como una losa de mármol, frías e implacables. Al bajar la vista, vi los papeles de divorcio esparcidos por el suelo, tan frágiles como hojas secas, pero con el poder de destrozar mi mundo. 

Su firma ya estaba allí, estampada con una determinación que me heló la sangre.

Ni siquiera tuvo la decencia de mirarme a los ojos. Su rostro, antes tan familiar y amado, ahora parecía el de un extraño, endurecido por una indiferencia que me desgarraba el alma.

Mi corazón latía a un ritmo frenético, como si quisiera escapar de mi pecho. Era imposible, ¿verdad? Tenía que ser una pesadilla, un mal sueño del que pronto despertaría.

—Nathan, por favor… —susurré, con la voz rota por la incredulidad—. Podemos hablar de esto. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué de repente quieres… esto? —Las lágrimas amenazaban con desbordarse, quemándome la garganta.

Tres años. Tres años entregados a él, a su vida de lujos y caprichos. ¿Acaso todo había sido una farsa? ¿Tan poco significaba para él?

—No compliques las cosas, Agatha —un suspiro impaciente escapó de sus labios—. Se terminó. Ya está todo en manos de los abogados. Solo empaca y vete.

La rabia se mezcló con la tristeza y la confusión. ¿Cómo se atrevía a descartarme así, como si fuera un objeto inservible? ¡Ningún hombre, y menos un Richards, tenía derecho a tratar así a su esposa! Pero cualquier protesta moriría en mis labios, ahogada por la certeza de que su decisión era irrevocable.

Con manos temblorosas, recogí los papeles del suelo, aferrándome a ellos como si fueran un salvavidas en un mar de desesperación. Quizás aún era una broma macabra, una pesadilla que pronto terminaría. Pero la frialdad en sus ojos me decía que la realidad era mucho más cruel.

Sin pronunciar palabra, me refugié en nuestra habitación, aunque ahora era solo suya. Cada rincón me asfixiaba con recuerdos de un amor que, al parecer, solo yo había sentido.

Con un nudo en la garganta, comencé a sacar mis pertenencias del armario, cada prenda un fantasma del pasado. Vestidos de fiesta, conjuntos elegantes, recuerdos de galas y eventos donde había brillado a su lado, orgullosa de ser la señora Richards.

¿Qué había hecho mal? ¿No había sido la esposa perfecta? ¿No había satisfecho todos sus deseos, todas sus necesidades?

Mi mirada se posó en una fotografía sobre la mesita de noche. Nathan y yo el día de nuestra boda, sonrientes, con la mirada llena de ilusión. ¿Quién era ese hombre que me observaba desde la imagen? ¿Dónde estaba el amor que juraba en sus ojos?

La rabia, como una ola impetuosa, arrastró la tristeza. ¿Cómo se atrevía a humillarme de esta manera? No era un juguete que pudiera desechar tan fácilmente. Con un grito ahogado, tomé la foto y la arrojé contra la pared. El cristal se hizo añicos, un eco de mi corazón roto.

Bajé las escaleras con mi maleta, la furia bullendo en mi interior. Desde el salón, escuché un murmullo de voces. ¿Nathan ya le había contado a su familia? No quería enfrentarme a su desprecio, pero la curiosidad me impulsó a acercarme a la puerta.

Y entonces la vi. Josephine, la matriarca Richards, imponente y fría como una estatua de hielo, sentada en el sofá tomando té. A su lado, una joven rubia, de una belleza casi irreal, sonreía con dulzura.

No hizo falta que me presentaran. Supe al instante quién era: la mujer que había usurpado mi lugar.

—Aggie, querida —la voz de Josephine sonó con una falsa dulzura que me revolvió el estómago—. Estábamos comentando lo aliviado que está Nathan de librarse de ti y de… bueno, ya sabes, tu incapacidad para darle un heredero. Esta encantadora Camille, sin embargo, sí le dará un hijo, como corresponde a una esposa de verdad.

Camille sonrió a Josephine con adoración. Sentí que el mundo se me venía encima, la habitación daba vueltas. Así que ese era su plan: reemplazarme por una jovencita que apenas salía de la adolescencia.

Miré mi reflejo en el espejo del recibidor. Mis facciones angulosas, mi figura esbelta, de pronto me parecieron toscas e imperfectas. ¿Cómo podía competir con esa belleza angelical, con esa juventud radiante?

—Lástima que no pudiste darle un heredero —la voz de Josephine, afilada como un cuchillo, me sacó de mi asombro—. Pero Nathan se aseguró de que la dinastía Richards continúe, a pesar de tus… limitaciones. Ahora, si me disculpas, creo que tienes que irte.

Sus palabras fueron la gota que colmó el vaso. Agarrando con fuerza la maleta, salí de la casa, huyendo de sus miradas burlonas. Nathan pretendía borrar cada rastro de nuestra vida juntos, como si nunca hubiera existido. La bilis me subió a la garganta, una mezcla de dolor y rabia contenida.

Dejé la maleta junto a la puerta y llamé a un taxi. Mientras esperaba, escuché sus pasos acercándose a mi espalda. Me giré, dispuesta a enfrentarlo con la poca dignidad que me quedaba.

—Agatha, espera —dijo, su voz un poco más suave que antes, pero sin rastro de arrepentimiento.

—¿Para qué? ¿Para ofrecerme una disculpa vacía? —respondí con frialdad—. Ahórratelas, Nathan. No me interesa nada de lo que tengas que decir.

—Solo quería explicarte —suspiró—. Llevo meses con Camille. Es la voluntad de Dios, debo proveer para ella y mi hijo.

Una risa amarga escapó de mis labios. —¿La voluntad de Dios? No seas hipócrita, Nathan. Esto no tiene nada que ver con Dios, sino con tu ambición desmedida y tu egoísmo.

Su mirada se endureció. —¿Por qué tienes que ser tan difícil? Estoy haciendo lo que es mejor para mi familia. Camille es joven y puede…

—¿Puede qué? ¿Parir como una máquina para satisfacer tu ego? No sigas con tus excusas, Nathan. Ambos sabemos que nuestro matrimonio fue un error desde el principio.

Su silencio fue la única respuesta.

—Tienes razón —dije, cansada de esta farsa—. No necesito tus disculpas. Solo quiero lo que me corresponde por ley. Después de eso, puedes olvidarte de que existo.

Su mirada se clavó en la mía, por fin un atisbo de inseguridad en sus ojos. Bien.

Que sintiera, por una vez, la incertidumbre que yo estaba viviendo. Le había dado mis mejores años, y no pensaba marcharme con las manos vacías.

Esto no había terminado. Ni mucho menos.

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