V
Unos años atrás, cuando fallecieron sus abuelos, María Fernanda experimentó el dolor y la soledad que dejaba la muerte luego de su paso. Por esta razón, Greg creyó que ya había entendido un tema tan delicado, y por eso no se sorprendió cuando su hija decidió no hacer tantas preguntas con respecto a la muerte de su amigo Carlitos. Pero aquella mañana, en la que Julio y su pandilla de mocosos imprudentes se encontraban lanzando gargajos como si de una competencia internacional se tratara, María Fernanda retomó el asunto a pesar de haber transcurrido algunas semanas ya del accidente. Este comportamiento lo inquietó, pero le pareció buena idea que su hija lo acompañara a la comisaría, de esta forma podría explicarle una vez que las palabras aparecieran en su cabeza y antes de que se esfumaran.
Una vez que llegaron a la comisaría, Greg encontró una tranquilidad palpable, la cual fue creada desde aquel momento: el día del asesinato. Era lo único bueno que dejó esa tarde.
El alcalde no volvió a joderlo con respecto al asunto de Manuel. No es que se le hubiera olvidado, sino que comprendió que no existía evidencia, y era inhumano (según Greg) encerrar a un niño de esa edad, pero lo más importante era que no había evidencia.
No existía mucho que hacer en la comisaría, al menos no para una niña de siete años, pero se sentó donde Greg le indicó, y en silencio observó cómo su padre escribía y firmaba algunas hojas. Miraba con los ojos cansados y medio abiertos sin preguntar nada, pues sabía que su padre se encontraba ocupado y no era el momento de interrumpirlo. No era muy estricto con su hija, de modo que si lo hacía no recibiría ningún regaño o castigo, pero eso no era motivo justificable para impedir que avanzara con lo que él “debía” terminar.
Cuando Greg terminó con el papeleo, y se dedicaba a echar un último vistazo a fin de no haber dejado algún error, quizá ya pasaban de las diez de la mañana.
De cuando en cuando, bajaba las hojas para ver a María, y ella respondía con una sonrisa forzada, quizás la incómoda silla de madera comenzaba a lastimarle el trasero. De inmediato, Greg elevaba las hojas: fingía seguir con su trabajo. No encontró la explicación que buscaba para poder hablar del tema pendiente con su hija. Las palabras aún no hacían acto de presencia.
Esperó que se le hubiera olvidado, pues no mencionó nada al respecto desde que llegaron. Aun así miró una y otra vez las hojas, como si en ellas estuviera escrita la explicación que buscaba, pero sabía más que nadie que no estaba ahí, así que leerlas era tan estúpido como abrir una sombrilla dentro de la comisaría.
—¿Por qué le sucedió aquello a Carlitos, papá? —cuestionó al fin, fue como si la pequeña estuviera al tanto de sus cavilaciones.
En ese instante, la pregunta se volvió aun más difícil de contestar en comparación a lo que preguntó por la mañana, lo cual hizo antes de que el sol se elevara por el este. En aquel momento miró tanto a Rocío como a Greg, quienes aún estaban acostados en la cama. La pregunta fue dirigida a Gregorio, pero por aquella mirada compartida, bien podía esperar la respuesta por parte de cualquiera.
Y cuando Rocío limpiaba el desastre del café y la taza, Greg creyó encontrar aquellas palabras que su hija esperaba oír. No le interesaba escuchar tecnicismos que no entendería, quería que su padre le explicara de acuerdo a su edad, pero no solo por tener siete años significaba que podía tragarse cualquier cosa.
Rebuscó e intentó reacomodar una y otra vez las palabras que diría. Era impresionante ver cómo un niño podía intimidar con solo una pregunta… pero esta no era cualquier pregunta. De pronto, Greg se sintió acorralado en un sucio callejón lleno de mierda y con una docena de fusiles que apuntaban a su integridad.
Ella esperó impaciente. El tiempo no pasaba en vano. Su mirada, ya desesperada, se clavó en los ojos de Greg, quien por vergüenza no la mantuvo fija en los ojos de la pequeña. Estos parecían contener un mundo desconocido e insondable.
Cuando encontró la explicación, aun así debió repasarla una y otra vez antes de abrir la boca. Si bien Gregorio podía darle una explicación sencilla sin la necesidad de entrar en los detalles más minuciosos. Al final de todo sería una respuesta. Sin embargo, esta la podía escuchar de cualquier persona, y Greg no era cualquier persona, era su padre, y como tal debía dar lo mejor de sí. De igual manera, una buena respuesta podría dar fin a ese tema, y más adelante no volvería a intimidarlo al exigir una nueva explicación. Lo mejor era atar los cabos desde ese momento, y vaya que eran difíciles de unir.
—La muerte no es el fin de la vida, hija —comenzó—. Es una segunda oportunidad que nuestro Señor Padre ofrece. Carlos murió al igual que tu abuelito Prisciliano, ¿recuerdas? Pero ellos se encuentran en el reino de Dios, jugando y descansado. Ayudándole a Él así como sirvieron aquí en la tierra, a nuestro lado. —Por la mirada que tenía María, se podría decir que entendía y creía lo que Greg le decía.
—Pero mi abuelito era muy grande, ¿por qué Carlitos murió tan pequeño? Era un niño… igual que yo.
—Eso es debido a que Dios necesitó de Carlitos antes de lo que pudo necesitar a tu abuelo. A todos nos llamará, y todos tendremos que acudir a su llamado.
—Entonces, ¿Dios fue quien mató a Carlitos? ¿Por esa razón es que Manuel y Francisco dicen que un hombre se acercó esa tarde y le arrojó la piedra en la cabeza?
—Dios no mata a las personas, hija. Son accidentes que cometemos nosotros mismos, o incluso actos despiadados e inhumanos de hombres o mujeres. Muchas veces estos accidentes son inevitables, y de alguna manera u otra sirven para poder acudir cuando Dios lo diga. —Comenzaba a ser más difícil, por lo que debía llevar la conversación a un punto menos enredoso. Era como si el cuerpo de un animal putrefacto estuviera encerrado en una pequeña habitación. Debía sacarlo de ahí antes de que las moscas dejaran sus larvas y convirtieran el lugar en un sitio enfermo y malsano.
Para fortuna de Gregorio, alguien llamó a la puerta de la comisaría. Unos cuantos fuertes golpes lo libraron de aquella conversación. De aquel cuerpo en descomposición.
—Alcalde, ¿en qué puedo ayudarlo? —preguntó con amabilidad. La presencia de María era razón suficiente para no despertar los instintos más bajos contra ese imbécil.
—Requiero de un favor, comisario.
—Dígame.
—Se me ha solicitado ir a la ciudad de Chihuahua con el fin de firmar unas hojas que se enviarán hasta la ciudad de México, estas irán dirigidas al presidente de la república, Álvaro Obregón. En ellas se solicita apoyo para los campesinos del pueblo, tanto para la agricultura como para el ganado. Aprobarán la solicitud en unos meses, solo es cuestión de firmar para que quede listo y se pueda hacer el envío. Puede ir en mi lugar y poner: «Por ausencia de», y firmar sin problema alguno. Ellos lo entenderán, ya les había informado que no podría realizar este viaje.
—No puedo, la comisaría se quedaría sola. José ya no me está ayudando.
—Lo sé, ¿y? Requiero este favor, comisario. No tengo pensado ir ya que a mí me detienen demasiado. Si va en mi lugar le darán salida más rápido. Entenderán que la comisaría no puede permanecer sola por mucho tiempo.
—¿Quién estará aquí en mi ausencia? —preguntó Greg.
—No se preocupe por pequeñeces —berreó sorprendido.
—Si llega a poner al chico como mi relevo, créame que no iré.
—¿Me está amenazando, comisario? —Se acercó hasta él, y sus labios casi rozaron con los de Gregorio—. Le recuerdo que aún queda el caso del asesinato del niño sin resolver. Los malditos mocosos no han recibido su castigo.
—No se encontró evidencia antes, mucho menos la habrá ahora.
—Búsquela entonces, o haga lo que sea necesario, pero haga algo.
—Con exactitud, ¿qué es lo que debo hacer? La pena de muerte no aplica en infantes. Y le voy a pedir que no haga esto frente a la niña.
—Si quería evitar pedos con su hija, entonces los hubiera encerrado un tiempo como mínimo. Pero dudo que lo haga. La relación con Raúl parece ser demasiado conveniente para los niños, ¿no?
—No los encerraría ni aunque fueran sus hijos.
—¿Con que esas tenemos? ¿Desde cuándo siente envidia de mí, comisario?
—¿De qué mierda está hablando? —No era necesario gritar, caso contrario sucedía con el alcalde, que parecía estar interesado en intimidarlo por medio de su voz.
—Manuel y Francisco no mataron a Carlitos, fue aquel señor… —soltó su hija, pero Greg la interrumpió de manera brusca. Pudo distinguir que los ojos de la niña se humedecieron con levedad.
—¡Cállate, Fernanda! ¡Cállate, por favor!
—Así que después de todo es verdad, ¿no es así? Dígame una cosa, comisario, ¿usted lo sabía desde el principio? —preguntó Félix con una risa sardónica en el rostro.
—No sé de qué está hablando.
—Oh, por favor, Gregorio, deje de estar jugando a los secretitos aquí. Raúl me comentó que sus hijos afirmaron que un extraño sujeto de sombrero fue el que mató a Carlos. No le creí ya que pensé que lo único que buscaba era la inocencia de sus hijos más que nada, pero ¿usted lo cree? —preguntó, y quizá la mejor respuesta que podía dar era la verdad. Tal vez así quitaría las acusaciones en contra de los niños.
De pronto, pensó que justo dentro de la comisaría se encontraba el cadáver del animal, el cual aromatizaba el ambiente con un olor nauseabundo.
—Lo creo en cierta parte, al igual que también creo que Carlitos pudo morir a causa de un accidente… una caída —respondió con astucia—. Pero lo que no creo es que esos dos niños hayan tenido algo que ver con la muerte de Carlitos.
—Querrá decir homicidio.
—No lo llamaría homicidio si una parte de lo que creo se basa en un accidente.
—Se contradice demasiado con sus palabras, comisario. ¿No tenía pensado decirme acerca de la existencia de este extraño? —preguntó, clavando el clavo justo de donde no quería que fuese retirado.
—No lo hice ya que no vi a nadie ese día más que a los dos niños y el cuerpo de Carlitos.
—Me está diciendo que tiene dos teorías; una la basa en un accidente y la segunda es en la que aparece un extraño que comete el homicidio, sin embargo duda de la existencia de este hombre. No lo entiendo. ¿Cree que soy idiota? Si no fue un accidente, y el hombre no existe, ¿qué pasó, pues?
—Usted ya lo ha dicho, solo son teorías. Por supuesto que me inclino a atribuir la muerte del niño a causa de un accidente, aunque no descarto la posibilidad de que este sujeto haya bajado del tren, y bajo los influjos del alcohol hizo lo que hizo. Pero ese día no lo vi, y tampoco algún otro en el que lo he buscado.
—De modo que ha estado llevando una investigación a mis espaldas —replicó.
Fernanda observaba asustada a los dos hombres.
—Solo he salido a patrullar, a hacer mi trabajo —añadió.
Siempre había odiado al alcalde, pero en ese momento no solo quería acabar con esa jodida discusión, sino que más bien deseaba golpearlo tan fuerte que cayera desplomado sobre el suelo. Y es que durante años habían ocurrido cientos de cosas en el pueblo, desde riñas de ebrios, altercados por tierras, o perros que pudieron comer algunas cuantas gallinas o matado una que otra chiva, hasta pequeños hurtos y deudas. Y en ningún momento ese idiota se interesó en meter las pinches narices, pero ahora parecía bastante interesado en joderlo más que otra cosa.
—Olvídelo, no me importa ya. Puede ir a la ciudad de Chihuahua a partir de ahora. Héctor saldrá por la tarde a comprar mercancía. Le recomiendo que aproveche, a ese cabrón no le gusta viajar solo —concluyó, y con una gran sonrisa se largó del lugar. A Gregorio no le gustó para nada, pues esa risa taimada podía significar cualquier cosa, aunque esperaba descubrirlo una vez que llegara de la ciudad.
—¿Estás enojado? —preguntó María luego de que se largó el alcalde.
—Oh, no, hija, claro que no. Es solo que la presencia de ese tonto me ha molestado un poco —respondió con su peculiar sonrisa.
—Pero es el alcalde, papá —dijo asombrada.
—No importa, hija, es humano y comete errores al igual que cualquier otra persona.
—Tú no cometes errores, papá —añadió con inocencia, y devolviéndole una sonrisa que a cualquier persona habría conmovido.
—Claro que sí. ¿Te grité no es así?
—Pero fue porque lo que dije estuvo mal.
—Sí, pero fue peor no decirle al alcalde la verdad. Y ese es mi segundo error —dijo, guiñándole el ojo al mismo tiempo. Ella le respondió con otra risita, la cual no solo lo ayudó a olvidar sus preocupaciones iniciales, sino que incluso lo transportó a otro mundo, y eso le gustó dadas las circunstancias en las que se encontraba.
—¿Irás a la ciudad? —preguntó con tristeza luego de un rato. Aquellas lágrimas, que humedecieron sus ojos, ya se habían difuminado.
—Ya lo has oído, tengo que ir.
—¿Por qué tienes que ir tú y no él? —Era apenas una chiquilla de siete años, pero sabía que la tarea no le correspondía del todo a su padre.
—El alcalde fue a la ciudad hace algunas semanas. El camino es cansado, hija, por eso me lo ha pedido a mí.
—¿Puedo ir? —preguntó con un entusiasmo casi desconocido.
—Héctor no tiene mucho espacio en la carreta, además ¿quién cuidará a tu madre y la ayudará en la casa?
No le gustó mucho la respuesta obtenida a su pregunta, pero tenía que aceptarlo, conformarse con lo que su realidad y edad le ofrecían.
Quizá duraron una hora más en la comisaría cuando Gregorio decidió cerrarla para ir con Héctor y preguntarle a qué hora tenía pensado salir a la ciudad. Tal y como lo dijo el alcalde, él se ofreció a llevarlo casi de inmediato. Normalmente salía por las mañanas, pero ese día Héctor tenía planeado partir en la tarde ya que, según él, se quedaría en la ciudad a esperar una mercancía nueva, lo cual era bastante bueno, así Gregorio podría regresar al día siguiente y no dejar el pueblo solo por mucho tiempo. El alcalde podía ser una persona irritante si se lo proponía, y vaya que se esforzaba por serlo en esos momentos.
Se despidió de Rocío, quien solo le dio un abrazo acompañado de un simple beso. Parecía estar preocupada por algo, pero si así lo era, no tenía tiempo para poner las cartas sobre la mesa. Asumió que quizás estaba un poco molesta ya que Greg saldría a la ciudad, por lo que pensó en arreglar las cosas una vez que regresara de Chihuahua.
De igual forma, María Fernanda se vio contagiada por esta indiferencia, mostró esa desilusión que Greg hubiera esperado por parte de ambas. Por fortuna, en ella era más fácil arreglarlo. La tristeza desapareció casi por completo en el momento que Greg le aseguró que regresaría a más tardar el día siguiente por la noche, y que si se portaba bien podría traerle algunos dulces. Ella sonrió y sus ojos brillaron jubilosos.
Partieron del pueblo pasadas las dos de la tarde. Fernanda fue encima de la carreta hasta que llegaron a la entrada de este. Le rogó, en más de dos ocasiones, que si podía acompañarlo, y la respuesta, para su mala fortuna, se mantuvo firme. Al final se bajó resignada y con lágrimas en los ojos, aunque no pudo evitar lanzarle una sonrisa al mismo tiempo que agitaba su mano con ternura y le gritaba adiós. Gregorio se despidió con tristeza, no obstante, cierta preocupación ocupó su lugar. Era algo familiar, pero no por eso entendía por qué estaba ahí. Fue esa misma preocupación que sintió poco antes de que Carlos muriera. Lacerante y abrumadora. Como si hubiera colapsado, y de pronto volvía una vez más a levantarse de las ruinas. Aunque la atribuyó a cualquier otra cosa, como al inesperado viaje, por ejemplo, el cual no podía cancelar solo por un mal presentimiento.
¿Pero sería en realidad solo un mal presentimiento?
VIJulio estaba fumándose un cigarrillo cuando a lo lejos distinguió la carreta de aquel perro de Héctor que salía del pueblo. Con él iba, nada más y nada menos, que ese otro perro que odiaba aún más que a cualquier otra persona dentro de Iturbide: el comisario. Ese pedazo de mierda marica y sin sesos.La pequeña se bajó en la entrada del pueblo y agitó el brazo en señal de despedida. Según su padre, esa familia estaba echada a perder desde los cimientos, Gregorio era una mierda incompetente de persona, la esposa era una zorra que necesitaba algunas lecciones para que fuera una mujer casi tan servible como su madre, y aquella niña, María Fernanda, seguía el mismo camino que ambos padres ya habían transitado. Julio, por su parte, tenía su propia opinión con respecto a la niña: a muy temprana edad ya era un desperdicio de mujer, y eso se pod
VIICorrió tan rápido como sus pequeñas piernas se lo permitieron. No le importó pisar los charcos y ensuciarse los zapatos. No le importó que su madre lo regañara a raíz de esto. No le importó nada, solo sabía que le dolía toda la cara, le ardía más que nada, y sentía un dolor agudo y punzante en la nariz, el cual, con cada paso que daba, parecía crecer más y más al igual que el flujo de sangre que escurría de sus ventanas nasales. Sintió la necesidad de rascarse, sin embargo, no lo hizo, era consciente de que si llegaba a hacerlo le dolería aún más.Si una arrastrada sobre la tierra fue suficiente para hacerlo llorar, no lograba imaginar el dolor que debió sentir su amigo Carlitos cuando aquel señor dejó caer, en repetidas ocasiones, la roca sobre su cabeza, ¿o era similar? Quizás el dolor deja de sent
VIII—Tuve que salir justo este pinche día. ¡Que me lleve toda la rechingada! —se quejó Héctor como si sus maldiciones fueran a ayudar para que la lluvia disminuyera.—Que nos lleve a los dos entonces —respondió Gregorio, tendiéndole la mano, a lo cual Héctor le respondió el gesto.—Lloviendo en marzo, ¿puedes creerlo? Nunca lo imaginé, y por dejar las cosas al final, como todo un jodido mexicano, me está llevando la verga pero bien cabrón, mi comisario —añadió. Greg no supo qué decir, así que se limitó a asentir con la cabeza.Héctor era una persona que parloteaba mucho cuando se le daba la oportunidad. Quizá ya estaba tan cansado de escuchar las mismas historias, una y otra vez, de aquellos jodidos borrachos dentro de la cantina, que apenas encontraba la oportunidad y dejaba que su boca se desb
IXLa oscuridad devoró todo a su paso. Los cielos se adornaron por nubarrones que en cualquier momento podían dejar caer, de nuevo, un balde de agua sobre el pueblo al igual que en la tarde. Y debido a este maldito y jodido clima, era poco probable que los coyotes se acercaran. Pero importándole una mierda esta posibilidad, preparó el rifle y se sentó bajo el abrigo que la noche ofrecía. Sin ninguna lámpara de petróleo, solo el fulgor amarillento del cigarrillo podía delatarlo, por fortuna, los coyotes no eran tan listos. Y cuando se acercaran les reventaría la cabeza de un plomazo. Casi podía saborearse ese morboso momento, pues esos putos coyotes pedían a aullidos sordos ser desollados vivos.Julio salió a los pocos minutos para hacerle compañía. No se veía enojado, así que empezó a creer que su hij
XA la mañana siguiente, su hijo Manuel se levantó con un llanto agudo. Este llanto le dolía bastante a Raúl, quien era consciente de que el dolor a causa de la fractura era insoportable para su hijo, así que a muy temprana hora lo llevó de nuevo con el doctor Alvídrez, tal y como él lo indicó, para que le aplicara por tercera ocasión la morfina. Una vez en casa, su hijo comió un poco para después caer rendido sobre la cama ante los efectos del medicamento.Fue un día demasiado tranquilo. Cuando no era temporada de siembra, solo había que dedicarle tiempo al ganado. Y mientras su mejor amigo, Gregorio, se preparaba para ir al Palacio de Gobierno y firmar aquellos papeles en los que se solicitaba apoyo, la mañana de Raúl transcurrió sin eventualidades. Por lo que pensó que esto era bueno. Ya había teni
XITenía que aguantar. No podía darse por vencida, ni siquiera en ese momento ni más adelante. La vida golpeaba con fuerza, pero no lo suficiente como para matarla. En su niñez lo había soportado y, sobre todo, afirmado al igual que en parte de su adolescencia. Nunca pensó en rendirse, ¿por qué lo haría esa noche, cuando apenas llevaba catorce años de casada? Claro que no, aún no se rendiría, lo haría por ella y su familia, lo haría por el recuerdo de su madre, quien aguantó hasta ofrecer lo mejor a su esposo. Y si a ella todavía le faltaba demasiado para lograrlo, entonces no existía tiempo para pensar en rendirse y tirar todo lo logrado a la basura.Los golpes dolían, pero no la matarían, de eso estaba segura. ¿Y qué hay de tu hija? Bueno, pues ella no lo resistió: era débil y a causa de es
XIINo hubo coyotes y tampoco hubo una mierda a la cual dispararle. Lo único que llegó a llamar su atención fueron los malditos gritos que su madre lanzó, una y otra vez, cuando su padre le dio unas cuantas lecciones. Debido a esta incompetencia por parte de Juana, Julio se fue a la cama sin cenar. Eso le ocasionó que despertara con un fuerte dolor de estómago y un hambre abismal. Así que en el momento en el que abrió los ojos esa mañana, deseó que su inepta madre tuviera la mesa llena de comida. Para su fortuna (y la de su madre), la comida estaba servida justo como la imaginó.Julio comió, malhumorado por no haber terminado su día anterior de la mejor manera, aunque debía admitir que la mañana y parte de la tarde llegaron a un clímax envidiable para cualquier persona, pero la noche fue como recibir una pat
XIIICuando salieron de la Ciudad de Chihuahua, eran, con exactitud, las seis de la tarde con trece minutos del día viernes cuatro de marzo. Esto lo supo Gregorio ya que Héctor le mostró un reloj plateado de cuerda y bolsillo, el cual arrancó destellos a los débiles rayos del sol que aún eran lanzados hacia el mundo. Era un reloj bastante hermoso, según la propia opinión de Greg, tenía ornamentos de estilo inglés así como delgadas líneas que creaban pequeños y desconocidos animales, de los cuales solo distinguió dos, o mejor dicho, uno. Un hibrido; cuerpo de serpiente con cabeza de humano. Al verlo, despegó la vista de inmediato y entregó el reloj a Héctor, quien aseguraba que lo había comprado a un muy bajo precio a un jodido borracho en la calle de los Pintos, y aunque afirmaba que no le gustaba mucho ese estilo oscuro y gótico que tenía, no pudo dejar pasar