XXV
Hablaba con su tío Octavio, hermano de su mamá, cuando escuchó los gritos infantiles de auxilio, los cuales llegaron con fuerza y estremecieron, con toda seguridad, a más de uno.
Su tío y él se acercaron hasta la esquina de las calles Independencia y Agustín para ver quién proliferaba aquellos angustiosos alaridos. Al llegar, descubrió que era Ricardo y Juan, quienes de inmediato recibieron ayuda. El padre de Ricardo, Jesús Pérez González, se acercó a ellos, y los niños le dijeron algo que Raúl no logró escuchar pero que lo alarmó al igual que a su tío. Este miedo creció aún más cuando salieron corriendo como si algo les hubiera picado el culo.
—¿Qué sucede? —gritó Raúl, pero nadie se molestó en contestarle. Octavio y él decidieron correr tras ellos, pues alguien parecía necesitar ayuda.
Corri
XXVIEstaba en su casa, comiendo una quesadilla y un buen trozo de carne de res acompañado con un café bien cargado, cuando escuchó que llamaban a la puerta con un golpeteó energíco e incesante. Sin más que hacer, se levantó de mal humor para ver el porqué de tales imprudencias.—¡Alcalde Félix! —se escuchó un grito.—¡Ya voy, ya voy! —respondió enojado.Se acercó a la puerta con lentitud. Le molestaba bastante cuando le hablaban de aquella forma, y más cuando se encontraba comiendo. Él no era el perro de nadie, y tampoco era cualquier persona a la cual se podían dirigir con gritos prepotentes y sin sentido.—Un asesinato… otro, señor —soltó aquel sujeto cuando Félix abrió. Era Ignacio, un hombretón gordo, de bigote abultado, moreno y feo como la porquería misma. Tenía un hijo que iba camin
XXVIIEl sol jugueteaba entre las nubes. Salía y se ocultaba con timidez, salía y se ocultaba. En el aire existía tanta tensión, como cosas extrañas, que al respirar asfixiaba.Julio llegó a la casa y se sentó frente a la estufa de leña. Era testigo de cómo las llamas consumían la madera de mezquite con lentitud. Del fondo del cuarto le llegaban los gritos de dolor que lanzaba su madre después de cada golpe que le propinaba Pedro. Eran golpes fuertes que producían ruidos secos. Los nudillos de su padre se impactaban contra la piel desnuda. Pero no solo Juana sufría, pues Pedro proliferaba gritos de rabia una y otra vez.—Esos bastardos hijos de puta querían enseñarle a Julio, ¿entiendes? —gritó, y enseguida asestó un golpe—. ¡Bola de idiotas! —berreó, y se escuchó un golpe más.A Julio poco le importaban
XXVIII—¡Alcalde! —pronunció Raúl sobresaltado, pero de inmediato encontró una paz que fue perturbada con anterioridad—. Qué bueno que llegó. Imagino que ya se ha enterado de lo que hizo Julio…—Sí, ya lo sé. Hay algunas cosas que debemos aclarar con respecto a eso —lo interrumpió.—¿Ah, sí? ¿Y qué cosas son? ¿Ya encerró al jodido niño?—Nadie ha sido encerrado, aún no.—¿Y a qué viene entonces? Aquí no hay nada de que hablar, y si aún no ha entendido o escuchado lo que sucedió, pues se lo explico: Julio golpeó a mi hijo casi hasta matarlo, también arrojó a la hija de Jesús al arroyo —se interrumpió un momento al ver el rostro de Félix—, y por la fuerte corriente que lleva, imagino que Andrea fue arrastrada lejos de aquí.—Andrea está muerta, el doctor Alvídrez corroboró eso.—¿Entonce
XXIXSe trasladó el cuerpo desvanecido de Manuel hasta la plaza Morelos, en donde José se encargó de poner una manta larga alrededor para así evitar miradas indiscretas. Solo estarían presentes cinco testigos según las órdenes del alcalde y las leyes. Estos eran: David, padre de Carlos; Jesús, padre de Andrea; José, hermano de Carlos y ayudante del comisario; el sacerdote Ismael, siendo él la parte espiritual y religiosa que una ejecución requería, y por último se encontraba el alcalde Félix, quien fue el que dictó sentencia y al mismo tiempo se aseguraría de que Manuel no tuviera pulso después de unos minutos.Se prohibió a los habitantes del pueblo salir de sus casas mientras se aplicaba la condena, a excepción de dos sujetos, a quienes se les ordenó cuidar la entrada de la comisaría donde estaba Raúl ence
XXXLa soledad era impetuosa y poco grácil. Debido a esto, podía asegurar que escuchaba una risa impertinente que llegaba desde muy lejos, pero al detenerse y no ver a nadie, pensaba en que todo eso se debía al cansancio que lo encarrilaba a la predecible locura.Luego de tanto tiempo, al fin vio el pueblo a escasos doscientos metros o menos de distancia. Para llegar hasta él debía cruzar un arroyo. Según Greg, y por lo que vio unos metros atrás, podía asegurar a que este iba lleno.Bajó de las vías del ferrocarril y se encaminó al arroyo.Al llegar al borde, las ganas de cruzarlo se vieron afectadas al ver la cantidad de agua que corría adentro. Era mucho menos de la que presenció unas horas antes, pero en aquellas jodidas condiciones le resultaría casi imposible atravesarlo.Alzó la vista
ICuando abrió los ojos después de un largo tiempo, Gregorio sentía un ligero dolor y una pequeña molestia en las piernas y el hombro derecho. Llegó a creer que todo aquello por lo que pasó no fue más que una pesadilla al fin concluida. Por lo cual esperó encontrarse en la comodidad de su hogar, o incluso sentado en una de las sillas de la comisaría. Sin embargo, todo esto se vio derrumbado al notar que aquella habitación que lo contenía no era para nada familiar. A pesar de esto, suspiró con total tranquilidad, después de todo fue real, pero al fin se encontraba recostado y descansando. No tendría que caminar más (al menos no hasta recuperarse). El dolor aún no desaparecía, pero al menos había disminuido. Ya no jodía con la misma intensidad que antes.Una vez que despertó por completo, intentó sentar
Edgar H. S. RhosdelLa Osamenta del DiabloPortada: Raúl Manríquez Gardéaraulman Ilustracionã Edgar Hernández Soteloã Editorial Aldea GlobalPrimera Edición 2019Todos los derechos reservadosLa Osamenta del DiabloColaboradores:Diseño de Portada: Raúl Enrique Manríquez GardeaEditor Literario: Aarón Castañón HolguínEditado y producido en Chihuahua, México.Por: Editorial Aldea GlobalSao Paolo 2105, Frac. Jardines del NorteChihuahua, Chih., C.P. 31130Tel: 614 410.8486, Email: editorial@aldeaglobal.mxISBN:
IILa tarde de ese sábado se cargó de un miedo desconocido pero palpable. La celebración fue sustituida por llantos y desconsuelo. El día se encaminó a su fin entre colores lúgubres que poco a poco iban devorando los cálidos rayos que el sol lanzaba para combatir el aire helado.Algunas personas se fueron a sus casas, y otros más siguieron bebiendo en la cantina de Héctor. Se quejaron, una y otra vez, de que la muerte de un mocoso no iba a arruinarles el día, por fortuna no se atrevieron a decir tales comentarios en las calles, sino bajo la protección de las paredes de la cantina. Héctor se limitaba a asentir y escuchar. Servía toda cerveza y tequila que se le solicitaba.Greg se encontraba con el padre Ismael mientras el cuerpo era inspeccionado por el doctor Alvídrez. El pequeño M