XXVIII
—¡Alcalde! —pronunció Raúl sobresaltado, pero de inmediato encontró una paz que fue perturbada con anterioridad—. Qué bueno que llegó. Imagino que ya se ha enterado de lo que hizo Julio…
—Sí, ya lo sé. Hay algunas cosas que debemos aclarar con respecto a eso —lo interrumpió.
—¿Ah, sí? ¿Y qué cosas son? ¿Ya encerró al jodido niño?
—Nadie ha sido encerrado, aún no.
—¿Y a qué viene entonces? Aquí no hay nada de que hablar, y si aún no ha entendido o escuchado lo que sucedió, pues se lo explico: Julio golpeó a mi hijo casi hasta matarlo, también arrojó a la hija de Jesús al arroyo —se interrumpió un momento al ver el rostro de Félix—, y por la fuerte corriente que lleva, imagino que Andrea fue arrastrada lejos de aquí.
—Andrea está muerta, el doctor Alvídrez corroboró eso.
—¿Entonce
XXIXSe trasladó el cuerpo desvanecido de Manuel hasta la plaza Morelos, en donde José se encargó de poner una manta larga alrededor para así evitar miradas indiscretas. Solo estarían presentes cinco testigos según las órdenes del alcalde y las leyes. Estos eran: David, padre de Carlos; Jesús, padre de Andrea; José, hermano de Carlos y ayudante del comisario; el sacerdote Ismael, siendo él la parte espiritual y religiosa que una ejecución requería, y por último se encontraba el alcalde Félix, quien fue el que dictó sentencia y al mismo tiempo se aseguraría de que Manuel no tuviera pulso después de unos minutos.Se prohibió a los habitantes del pueblo salir de sus casas mientras se aplicaba la condena, a excepción de dos sujetos, a quienes se les ordenó cuidar la entrada de la comisaría donde estaba Raúl ence
XXXLa soledad era impetuosa y poco grácil. Debido a esto, podía asegurar que escuchaba una risa impertinente que llegaba desde muy lejos, pero al detenerse y no ver a nadie, pensaba en que todo eso se debía al cansancio que lo encarrilaba a la predecible locura.Luego de tanto tiempo, al fin vio el pueblo a escasos doscientos metros o menos de distancia. Para llegar hasta él debía cruzar un arroyo. Según Greg, y por lo que vio unos metros atrás, podía asegurar a que este iba lleno.Bajó de las vías del ferrocarril y se encaminó al arroyo.Al llegar al borde, las ganas de cruzarlo se vieron afectadas al ver la cantidad de agua que corría adentro. Era mucho menos de la que presenció unas horas antes, pero en aquellas jodidas condiciones le resultaría casi imposible atravesarlo.Alzó la vista
ICuando abrió los ojos después de un largo tiempo, Gregorio sentía un ligero dolor y una pequeña molestia en las piernas y el hombro derecho. Llegó a creer que todo aquello por lo que pasó no fue más que una pesadilla al fin concluida. Por lo cual esperó encontrarse en la comodidad de su hogar, o incluso sentado en una de las sillas de la comisaría. Sin embargo, todo esto se vio derrumbado al notar que aquella habitación que lo contenía no era para nada familiar. A pesar de esto, suspiró con total tranquilidad, después de todo fue real, pero al fin se encontraba recostado y descansando. No tendría que caminar más (al menos no hasta recuperarse). El dolor aún no desaparecía, pero al menos había disminuido. Ya no jodía con la misma intensidad que antes.Una vez que despertó por completo, intentó sentar
Edgar H. S. RhosdelLa Osamenta del DiabloPortada: Raúl Manríquez Gardéaraulman Ilustracionã Edgar Hernández Soteloã Editorial Aldea GlobalPrimera Edición 2019Todos los derechos reservadosLa Osamenta del DiabloColaboradores:Diseño de Portada: Raúl Enrique Manríquez GardeaEditor Literario: Aarón Castañón HolguínEditado y producido en Chihuahua, México.Por: Editorial Aldea GlobalSao Paolo 2105, Frac. Jardines del NorteChihuahua, Chih., C.P. 31130Tel: 614 410.8486, Email: editorial@aldeaglobal.mxISBN:
IILa tarde de ese sábado se cargó de un miedo desconocido pero palpable. La celebración fue sustituida por llantos y desconsuelo. El día se encaminó a su fin entre colores lúgubres que poco a poco iban devorando los cálidos rayos que el sol lanzaba para combatir el aire helado.Algunas personas se fueron a sus casas, y otros más siguieron bebiendo en la cantina de Héctor. Se quejaron, una y otra vez, de que la muerte de un mocoso no iba a arruinarles el día, por fortuna no se atrevieron a decir tales comentarios en las calles, sino bajo la protección de las paredes de la cantina. Héctor se limitaba a asentir y escuchar. Servía toda cerveza y tequila que se le solicitaba.Greg se encontraba con el padre Ismael mientras el cuerpo era inspeccionado por el doctor Alvídrez. El pequeño M
III—Ese maldito comisario tiene mierda en la cabeza en lugar de sesos, y no es mierda fresca, hijo, está más seca que una piedra, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de las personas que están en el poder? Lo hemos estado viendo en los últimos años, con los putos políticos —se quejó, tomó el vaso y dio un gran sorbo (otro más) al tequila que tenía a un lado sobre la mesa. Estaba tan caliente que carraspeó cuando este bajó por su garganta.Julio se limitó a observarlo un poco asustado, aun así asentía. Conocía a su padre, y era normal que estuviera enojado, y más aún desde que sucedió la muerte del mocoso. Pero por más enojado que pudiera estar, a él no le iría mal, pues para su fortuna estaba su mamá, Juana, quien debía responder cuando las cosas se ponían feas, y eso era bueno.«Tengo q
IVLa relación con Greg era bastante buena, sin embargo a ella no le importaba, de vez en cuando, acostarse con Raúl, y quizá lo haría con más hombres que estuvieran dispuestos dentro del pueblo (que según su propia opinión podría ser la mayoría), pero era consciente de que era un pueblo chico, y el chisme, sin duda, sería grande y se dilataría tan rápido como su vagina cuando Raúl introducía su pene. Greg y María Fernanda salieron juntos esa mañana, al igual que muchas otras, a la comisaría. Cuando eso ocurría, Rocío deseaba que Raúl apareciera en su casa lo antes posible como si de magia se tratara, pero no siempre podía ser así, lo sabía. Aunque de vez en cuando él iba por las mañanas, tocaba la puerta y llamaba a Greg (aun sabiendo que no estaba ahí) para saludarlo, según Raúl era la excusa perfecta. Esa mañana, todo par
VUnos años atrás, cuando fallecieron sus abuelos, María Fernanda experimentó el dolor y la soledad que dejaba la muerte luego de su paso. Por esta razón, Greg creyó que ya había entendido un tema tan delicado, y por eso no se sorprendió cuando su hija decidió no hacer tantas preguntas con respecto a la muerte de su amigo Carlitos. Pero aquella mañana, en la que Julio y su pandilla de mocosos imprudentes se encontraban lanzando gargajos como si de una competencia internacional se tratara, María Fernanda retomó el asunto a pesar de haber transcurrido algunas semanas ya del accidente. Este comportamiento lo inquietó, pero le pareció buena idea que su hija lo acompañara a la comisaría, de esta forma podría explicarle una vez que las palabras aparecieran en su cabeza y antes de que se esfumaran.Un