Capítulo IV

                                       IV

La relación con Greg era bastante buena, sin embargo a ella no le importaba, de vez en cuando, acostarse con Raúl, y quizá lo haría con más hombres que estuvieran dispuestos dentro del pueblo (que según su propia opinión podría ser la mayoría), pero era consciente de que era un pueblo chico, y el chisme, sin duda, sería grande y se dilataría tan rápido como su vagina cuando Raúl introducía su pene.

Greg y María Fernanda salieron juntos esa mañana, al igual que muchas otras, a la comisaría. Cuando eso ocurría, Rocío deseaba que Raúl apareciera en su casa lo antes posible como si de magia se tratara, pero no siempre podía ser así, lo sabía. Aunque de vez en cuando él iba por las mañanas, tocaba la puerta y llamaba a Greg (aun sabiendo que no estaba ahí) para saludarlo, según Raúl era la excusa perfecta.

Esa mañana, todo pareció salir tal y como ella deseó: Raúl llegó gritando a su mejor amigo, naturalmente este no contestó, pero Rocío abrió la puerta con una sonrisa discreta. Le ofreció un café al mismo tiempo que lo invitaba a pasar. Raúl accedió de buena gana pese a que su rostro albergaba cierta preocupación, la cual no tardó en contagiarla, y debido a esto la excitación que en ella existía disminuyó apenas un poco.

Con premura, y de un solo sorbo, se tomó el café. No estaba caliente, al menos no mucho. Rocío sabía cómo le gustaba el café a su amante, y ella disfrutaba atenderlo bien… al menos cuando se encontraban solos en casa.

Con una mirada austera condenó a sus labios a permanecer cerrados. Este comportamiento la extrañó por completo, ya que si Raúl se esforzaba por mantener la seriedad, podía significar que no hubiera sexo, y con esto no podría vivir, al menos no por ese día.

—¿Qué tienes? —le preguntó, y sin esperar una respuesta se acercó hasta él y lo rodeó con los brazos. Casi al instante bajó sus manos hacia su entrepierna—. ¿Estás tan caliente como yo? —añadió para endulzar aún más el momento. Sintió cómo aquella bestia despertaba y comenzaba a erguirse bajo las aprisionantes telas del pantalón.

—Creo que ya no deberíamos vernos —respondió él, y densas nubes dejaron caer sobre ella un diluvio de agua fría, aunque sus pezones no se dilataron.

Raúl se sentó en una de las sillas de la mesa.

La exitación que albergaba en esos momentos era placentera, o al menos lo fue hasta que se levantó aquel telón que separaba las fantasias de la realidad.

—¿A qué te refieres? —La pregunta le pareció estúpida, mas aun así la formuló, y es que buscaba una explicación a la absurda decisión que se le metió, quizás a la fuerza, en la cabeza.

—Después de lo sucedido con Francisco y Manuel, y sobre todo con Manuel, he decidido no buscar más problemas de los ya habidos —contestó, y se llevó la taza a la boca. Fingió tomar ya que esta se encontraba vacía. ¡Con una mierda que Rocío sabía que esa puta taza estaba más vacia que una casa después de un incendio!

—¿Así nomás? ¿Me dices que ya se acabó solo por que tú lo has decidido? —Golpeó la mesa con suavidad usando ambas manos. No pretendía subir el tono para echar todo a perder, al menos no más de lo que ya estaba. Todavía podría sacar algo si se mantenía relajada. Sí, estaba enojada, pues le gustaba Raúl, y le gustaba aún más sentirlo adentro, era obvio que estuviera molesta, ¿o no? Tenía todo el derecho de estarlo.

—Para que una relación, o lo que sea que tenemos, funcione, a ambos debe interesarle. Lo siento, Rocío, pero a mí esto ya no me interesa.

—Bájate los pantalones y dime una vez más que no te interesa. —Los ojos enfurecidos de Rocío se clavaron en los de él. Estaba enojada, pero no gritaría.

—Lo siento, tengo a mi esposa…

—Y hace tres putas semanas también la tenías. Solo estás pasando por un mal momento, lo entiendo… —Raúl le devolvió el gesto al interrumpirla.

—Dudo que lo entiendas, y tampoco quiero compartir este momento tan difícil contigo.

—¿Pero acaso no es eso lo que estás haciendo? —Su pregunta fue astuta, y la hizo a pesar de saber que no recibiría respuesta. Quedaría vacía como su propia vida si es que permitía que Raúl se largara de tal forma. Por culpa de sentimientos ajenos a ella, él podía naufragar en esas aguas desapasionadas para jamás ser rescatado.

Seguía sentado en la silla y con ambos brazos sobre la mesa. Lanzó un suspiro aún más preocupante para Rocío.

—Ya ha terminado, espero entiendas mi decisión —dijo, y se puso de pie. De inmediato, Rocío se acercó y le plantó un beso húmedo. Quizás era lo único húmedo que ella podría ofrecerle en ese momento. Su vagina estaba tan seca como la de una anciana muerta. Raúl no se lo respondió, y se quitó casi de inmediato para después encaminarse a la salida.

La puerta estaba cerrada, y al abrirla sintió el aire fresco de la mañana. A lo lejos, cerca de los cerros, comenzaban a formarse nubes negras. Rocío las contempló con recelo. Era extraño ver nubes de tormenta en esos días de marzo, pero allá estaban, eran testigos de la tempestad que ahí abajo se desarrollaba.

—Solo estás jugando, ¿verdad? —preguntó ella. No supo qué decir o hacer para evitar que siguiera alejándose, pero con esa pregunta logró mantenerlo cerca un momento más, aunque no sintiera su cálido cuerpo fundirse contra el suyo.

—¿Jugando? Eso es lo que menos me interesa, tratar este asunto de manera infantil, Rocío —respondió, y Rocío sintió como si una flecha se clavara en su corazón al escuchar las frías palabras. Después de todo, parecía ser real.

Pasados apenas unos segundos, la rabia se concentró de manera sorprendente dentro de su delgado, profanado e indeseable cuerpo. Pensó en gritarle, soltar y escupir todo el veneno que Raúl inyectó en esa cruel visita, pero se contuvo.

—Házmelo una última vez, solo una vez más —dijo. Su voz sonó más a una amenaza que a un deseo carnal. No le interesó perder la poca dignidad que podría quedar aún intacta.

—Lo siento —respondió Raúl, y dio media vuelta para abandonar ese lugar que fue testigo de tantas infidelidades. Y aunque Rocío y Raúl sabrían lo que ocurrió en realidad, Greg lo seguiría invitando a pasar, e ignoraría que su mujer abrió las piernas tantas veces como pudo, y Raúl no pudo rechazar la invitación a ese templo edificado con lubricidad e indecencia, al menos no hasta ese día.

—¡Jódete! ¡Vete a la mierda, Raúl! ¡Volverás arrastrándote como el perro que eres! —le gritó, pero procuró no hacerlo tan alto, pues lo último que quería era que los estúpidos vecinos se dieran cuenta de lo que sucedía.

Se maldijo una vez que escupió tales palabras, ya que era consciente de que si se mostraba enojada sepultaría las únicas esperanzas que podrían quedar, y como cualquier semilla, estas tenían la oportunidad de brotar de nuevo.

Raúl no se molestó en mirar atrás.

La ira no se extinguió con esos gritos llenos de aspereza, pero al menos disminuyó la presión antes de que explotara como una enorme caldera mal vigilada.

Mientras Raúl se largaba, Rocío recordó cómo es que empezó todo. No la manera en la que lo conoció, sino más bien aquella vez en la que de pronto sintió cierta atracción hacia él, y cómo su propia vagina se humedecía al mismo tiempo en que este le dirigía imprudentes y lascivas miradas. Eran imprudentes porque ambos estaban casados y sabían lo que buscaban. Sus genitales palpitaban al igual que un corazón acelerado.

Fue en una pequeña reunión, de hecho una muy especial para ella y Gregorio más que para el pueblo. Rocío tenía unos seis meses de embarazo, por lo que María Fernanda estaba a pocos meses de ocupar un lugar sobre el mundo. Su pequeño cuerpo se formaba dentro del vientre de Rocío. Estaba siendo horneado para que la vida lo consumiera con lentitud.

Ese domingo todo fue normal, al menos durante la mañana (hora en la que se hicieron los preparativos en la plaza del pueblo y después se mató un cerdo) y parte de la tarde. Hubo licor en grandes cantidades, y Rocío, que no era una buena bebedora, apenas y tomó tres vasos. Ya había escuchado, en varias ocasiones, que beber podría afectar al crecimiento del niño, incluso existían posibilidades de que naciera como un idiota, pero no como esas personas que tienen pensamientos estúpidos y ya, sino que nacían sin cerebro, y a causa de esto uno debían limpiarles la mierda por el resto de su deplorable vida. Y aunque no había visto a ningún niño con tales padecimientos, no significaba que no creyera en ello.

Se conformó con esos tragos, y pasados treinta minutos entre risas, caricias por parte de Greg y felicitaciones de los vecinos, se sintió mareada, no lo suficiente como para hablar estupideces (si tuviera estupideces que decir) y reír a carcajadas, o vomitar a su alrededor, pero fue consciente de que estaba un poco ebria, y eso le agradó.

De un momento a otro sintió una mirada indiscreta, no solo por parte de Raúl, sino de varios de los amigos de su esposo. No supo interpretar aquellas miradas de otra forma, de modo que les dio un solo significado: querían acostarse con ella a pesar de estar embarazada. Sintió una excitación desconocida pero familiar, claro que en repetidas ocasiones Gregorio la excitaba y ponía tan caliente como un pollo dentro de una olla en agua hirviendo, eso era bastante familiar y ordinario, pero nunca se excitó tanto al ser testigo de cómo efímeras miradas se plantaban en su cuerpo y la desvestían. Era una experiencia desconocida, y le gustó aún más este tipo de excitación que la obtenida por parte de su esposo.

De todas las miradas que recibió esa tarde, solo una pareció llamar más su atención, y esa fue la de Raúl. En todo lo que restó de la tarde no volvieron a cruzar sus ojos, pero solo con una de sus miradas bastó para encender la mecha de esa dinamita que contenía su libido oprimida.

No quiso seguir conservando la duda, y después de algunos días decidió tomar la iniciativa y preguntarle, ya que con el transcurso del tiempo sintió que el deseo se volvía más evidente y ardiente, y Greg no era la persona con la que quería apagar ese fuego. Luego de confirmarlo, logró llevarse a Raúl a su cama un día en el que Greg salió a la ciudad de Chihuahua.

Aquel día llevaba un vestido largo que dejaba al descubierto sus tobillos, pero cuando la puerta se cerró a espaldas de Raúl, Rocío subió tanto el vestido azul que los muslos quedaron desnudos bajo la luz del ardiente sol que entraba por una de las ventanas. La primera impresión de Raúl fue de asombro y negación cuando ella le pidió que metiera su miembro. Sin embargo, la mente del hombre era débil, tan frágil como un vaso de cristal frente a un muro de concreto, y bastaron un par de minutos más para que accediera. A pesar de su debilidad, también influenció la iniciativa de Rocío al meter su mano en los pantaloncillos para sacar su miembro y luego sujetarlo con firmeza e introducirlo al interior de su boca. Raúl emitió un leve gemido, luego prefirió mantener el silencio, pues quizás la culpa le daba de martillazos en la cabeza.

Existía algo dentro de Rocío que la excitaba aún más que el mejor amigo de su querido y amado esposo. Algo que se relacionaba con el hecho de cargar un bebé en su vientre. Como la vez que sintió necesidad de tomar mucho café durante el cuarto mes de embarazo, y asco por este en parte del quinto. Era algo similar, y era consciente de ello. Al final de todo, no era su culpa, ¿o sí? El embarazo parecía transformarla en uno de esos monstruos que al ver la luz de la luna inicia una extraña mutación en sus cuerpos, o a aquellos que necesitaban sangre al caer la noche para así asegurar su subsistencia. Todo eso no era más que literatura, pero lo suyo era real. Así que en parte se podría decir que era culpa del embarazo, por lo que decidió atribuir sus antojos y extraños deseos a su preñez para así no sentir culpabilidad.

Pasaron días, meses y años dentro de un círculo de infidelidades. Fue hermoso todo ese tiempo, pero en ese instante, en el que el contorno de este se hizo pedazos en pequeños fragmentos de dolor y desilusión, se dio cuenta de lo vacía que quedaría su vida.

Raúl se largó, y no se molestó en mirar atrás una última vez. Se fue como el maldito cobarde e infiel hombre que había sido durante esos últimos siete años.

No se le ocurrió llamarlo o ir tras él como una mocosa estúpida. A su edad era capaz de entender cuando algo había llegado a su fin. Pero no es el fin, al menos no para él. Volverá y entenderá que conmigo no puede andar con esas jugarretas. Para mí ha sido el final definitivo, pequeño idiota, y te arrepentirás por tus estúpidas decisiones. Oh, vaya que sí te arrepentirás, pendejo.

Creyó que su autoestima volvía a la normalidad, pero no fue así. La golpearon con demasiada fuerza, y por breves instantes sintió que era gorda al igual que un puerco, y fea como un perro sarnoso. El rechazo que duró unos cuantos minutos parecía ser peor que los siete años de infidelidad y éxtasis descontrolado.

El transcurso de la mañana terminó en una oleada de tristeza dentro de su cabeza, eso sin mencionar las nubes negras que se alzaban por el oeste como tropas cabalgando hacia la batalla en algún mundo ajeno al suyo. Tomados de las manos de las nubes, venían los relámpagos. El cielo aún estaba dormido, pero debido a la velocidad de las nubes que comenzaban a bañar todo el oeste con sombras grises, se podría decir que no tardaría en despertar por completo.

La llama de la pasión e infidelidad que existió dentro del corazón de Rocío ya se había quemado. Los motivos que la mantenían viva, murieron.

Se sentó en la cocina. Sujetó la taza de café, que en esos momentos ya estaba frío, y antes de darle un trago se detuvo, al final la arrojó contra la pared. Fue tan estúpido e imprudente aquello que hizo, pues nadie limpiaría ese desastre más que ella, pero la rabia que creyó dominar se salió de control, y de alguna u otra forma tenía que liberarla, de lo contrario terminaría rebanándose la piel y las venas de las muñecas. Si eso sucedía, ella no sería la que limpiara la sangre… su sangre. Tendría que ser Greg y tal vez su hija. ¿Pero qué tonterías estaba pensando?, ¿por qué debía ser su hija quien limpiara todos sus errores convertidos en sangre oscura y coagulada? Quizá lo mejor sería colgarse a una viga o un árbol. Podría ser menos doloroso, y, sin duda, no habría nada que limpiar. Pero no lo hizo, y solo se dedicó a recoger su desastre, con ese ya tenía más que suficiente.

Quería morir, pero no aceptaba el dolor que podría acompañar este deseo. Era más aceptable vivir con las preocupaciones que ella misma atrajo. Existiría dolor, de eso no tenía duda, pero este era mucho más tolerable que el dolor que ofrecería la muerte.

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