Capítulo VIII

                                  VIII

—Tuve que salir justo este pinche día. ¡Que me lleve toda la rechingada! —se quejó Héctor como si sus maldiciones fueran a ayudar para que la lluvia disminuyera.

—Que nos lleve a los dos entonces —respondió Gregorio, tendiéndole la mano, a lo cual Héctor le respondió el gesto.

—Lloviendo en marzo, ¿puedes creerlo? Nunca lo imaginé, y por dejar las cosas al final, como todo un jodido mexicano, me está llevando la verga pero bien cabrón, mi comisario —añadió. Greg no supo qué decir, así que se limitó a asentir con la cabeza.

Héctor era una persona que parloteaba mucho cuando se le daba la oportunidad. Quizá ya estaba tan cansado de escuchar las mismas historias, una y otra vez, de aquellos jodidos borrachos dentro de la cantina, que apenas encontraba la oportunidad y dejaba que su boca se desbordara para hablar y hablar sin importar lo innecesario que fuera. Gastar saliva parecía no importarle aunque estuviera en un desierto sin agua, a cuarenta grados y con el sol encima, asándolo al igual que a una papa.

—Lo bueno es que siempre que salgo en la tarde vengo preparado —soltó, y sacó una botella de tequila—. ¿O me vas a guardar en una celda, comisario? —Su pregunta estuvo cargada de burla más que de seriedad, en la balanza de la percepción era bastante obvio distinguirlo.

—Claro que no, pásame la botella antes de que muera de aburrimiento. Si nos va a cargar la chingada, que nos cargue ebrios —respondió Greg, quien no era una persona bebedora, y tampoco se le antojó tomar un gran sorbo de aquel tequila solo por tenerlo al frente y encontrar la oportunidad, claro que no, aunque por los últimos acontecimientos que habían fracturado su tranquilidad, le pareció una buena idea con el fin de olvidarlos, o al menos hacerlos a un lado gracias a la embriaguez que ofrecería el licor… y a Héctor por supuesto.

Al momento de pasar el lacerante tequila por la garganta, Greg experimentó, una vez más, aquel sentimiento extraño que abordó su mente antes de que encontrara el cuerpo de Carlitos cerca de las vías. Esta rara sensación se mantuvo ausente durante los días pasados, por lo que su tranquilidad no fue perturbada, pero justo en ese momento volvió a cubrirlo al igual que un manto en llamas. Taladró y destruyó su calma. Por fortuna, este fue efímero. Y fue bueno. Reconfortante.

El culo de Gregorio saltaba y golpeaba contra el asiento de la carreta. A los caballos les daba igual por dónde caminaban, pues el camino estaba en pésimo estado por todos lados. Pero importaba poco, pues este se volvería menos agresivo luego de unos tragos más, y Greg era consciente de esto, así que se llevó la botella, por segunda ocasión, hacia los labios.

Sin importarle la jodida lluvia, sacó un cigarrillo. Una vez encendido, usó el sombrero para evitar que se apagara. Dio varias caladas antes de que el agua lo humedeciera por completo.

Le gustaba salir del pueblo, aunque evidentemente lo disfrutaría más si se le hubiera avisado con bastante anticipación. Y si tuvieras que ir por tu cuenta y nadie te hubiera obligado a hacerlo. ¡En efecto! No le gustaba que el altanero del alcalde lo sacara del pueblo solo porque se le hinchaban los putos huevos.

—¿Por qué saliste tan tarde? —cuestionó. Para entonces ya se encontraba un poco mareado.

—El cabrón que me vende la mercancía está muy ocupado. Tiene a varios mocosos trabajando para él, pero no confía en ellos cuando son paquetes grandes. Al desocuparse irá a la bodega, para entonces ya estaremos allí. Él se encargará de empaquetar la mercancía y realizar el inventario. Prefiere pasar toda la noche con el ojo pelón antes que confiar en aquellos inservibles mocosos —respondió de mala gana.

—Ya veo, ¿así que tienes a varios surtidores?

—Tenía dos, pero uno de aquellos idiotas comenzó a elevar demasiado el precio de las cosas. Hace poco menos de un año, en 1920, leí el título de un artículo en el periódico, y decía en el encabezado: «¿Cómo se puede vivir en México sin dinero?». ¿Y sabes qué pienso? —preguntó, e hizo una pausa antes de seguir—. Que nadie puede vivir sin dinero, y si alguien lo logra, es mendigando, humillándose. Oh, claro que no, mi comisario, si aquellos idiotas piensan hacerse ricos, no será a costa mía. Por eso los mandé a joder —resopló orgulloso.

La lluvia aún seguía, aunque en realidad era una ligera brisa que no parecía hacer daño a nadie a pesar de las nubes negras que decoraban el cielo, el cual parecía estar muerto sobre ellos.

Greg carraspeó, y después de eso encendió un segundo cigarro. Se sentía poco mareado, pero no importaba, ya que si lo quería, bien podía ponerse hasta el culo de ebrio, pues él debía presentarse en el Palacio de Gobierno hasta el día siguiente, que sería el viernes cuatro de marzo, por lo que tenía parte de la tarde y la noche libres para hacer lo que quisiera. Incluso, una vez que llegaran a la ciudad, podría ir a recluirse a una cantina hasta la media noche. Pero ese no era Greg.

—Lo único bueno de esta maldita lluvia es que no está el sol jodiéndonos. Solo espero que no llueva más fuerte —opinó, y lanzó una sonrisa a Greg.

El sendero apenas mejoró conforme avanzaron. Y mientras Manuel corría a su casa con la nariz expulsando chorros de sangre y dejando gotas en el suelo del tamaño de una moneda de diez centavos, a ellos aún les faltaba al menos dos horas para llegar a la ciudad.

Dejando de lado el deplorable estado del camino, existía algo que lo intrigaba, y Greg sabía la razón de esta preocupación, la cual era como una enfermedad que se iba pero regresaba a joder justo cuando creía encontrar cierta paz.

De manera inconsciente, le llegaba una grotesca y morbosa imagen en la cual aparecía el cuerpo desnudo de Manuel, quien se encontraba muerto dentro de uno de los arroyos. Por el estado acartonado y enmohecido que tenía la piel, se podía deducir que llevaba algunas semanas ahí tirado. Además sus huesos estaban desnudos en gran parte de sus brazos y piernas. La carne fue arrancada por los coyotes. Esos malditos perros que Pedro le había dicho en tantas ocasiones que debía desterrar del pueblo y sus alrededores.

Atribuyó estos pensamientos al alcohol, los cuales no le gustaron en lo absoluto. Devoraban una parte de Greg cada vez que lo alcanzaban.

Antes de alejarse de esos terribles y desagradables pensamientos, pudo ver cómo el cadáver le sonreía. Los músculos de la cara se tensaron y desnudaron sus dientes manchados de tierra. Cerró los ojos, y agitó la cabeza con ligereza para volver a la realidad, a esa a la que el mundo tangible ofrecía, y en la cual comenzaba a sentirse incómodo, y, de alguna forma, observado.

Recordó aquella sombra (sujeto) que se formó del otro lado de los vagones. ¿Lo había saludado? ¿O solo fue una maldita broma que su mente cansada le estaba jugando en aquel momento? Quizá, pero estuviera encarcelada dentro de su cabeza o no, este sujeto (sombra) le pareció real, tan real que incluso pensó en devolverle el saludo.

La lluvia golpeó con suavidad hasta desvanecerse.

Comenzó a quebrantarse el día, y la oscuridad se desfragmentaba en toda su totalidad.

Las estrellas empezaron a asomarse con timidez, ajenas a los problemas que Greg albergaba. Ajenas a todos los problemas que se manifestaban alrededor del mundo, pero podría ser que esos puntos luminosos tuvieran sus propias preocupaciones. Vaya sandeces las que piensas.

Greg se estremeció. La oscuridad llegó acompañada de un frío suave, pero que a su vez calaba. Por fortuna, la lluvia se detuvo unos kilómetros atrás, incluso Greg pudo percibir cómo cruzaban y dejaban a sus espaldas ese manto de nubes que parecían conformarse solo con estar al sur del estado.

Una vez que entraron a la ciudad, experimentó una ligera pero agradable liberación de un envoltorio que parecía aprisionarlo. Incluso su respiración se hizo más permeable, algo que después de muchos días olvidó cómo se sentía. Desde que inició esta dificultad, la atribuyó a su hábito de fumador, pero ese momento indicaba todo lo contrario, por lo que se animó a encender otro cigarrillo.

Llegaron a la bodega de aquel sujeto con el cual Héctor comenzaría a hacer tratos a partir de esa noche. Esta se encontraba en la calle de Moneda, a cuatro o cinco calles del Palacio de Gobierno, y este a su vez se encontraba entre las calles Real y de las Ánimas. Pero no importaba que el palacio estuviera frente a sus narices, ya que debía esperar hasta el día siguiente, que es cuando firmaría aquellos jodidos documentos.

Héctor detuvo el carruaje frente a la bodega, y ahí permanecieron por algunos minutos, aguardando con desespero bajo el abrigo de la fría noche.

Gregorio se vio en la necesidad de bajarse para estirar sus músculos. Le ardía tanto el culo que parecía haber viajado sobre brasas. De pronto, se le antojó un buen café para mitigar un poco el frío y conseguir que sus músculos se relajaran por completo.

La noche en la ciudad era fresca, y los cielos no mostraban nubes por ningún lado. Por más mínimas que fueran, las nubes no adornaban aquel papel negruzco que se extendía sobre la ciudad. Las estrellas podían contemplarse en toda su imponencia en cada uno de los rincones oscuros que la noche arrastró consigo.

La gente iba y venía, y algunos ebrios salían de las cantinas, tambaleándose como el vaivén de una hoja que se desprende del árbol en una tarde cegada por los rayos otoñales.

Tuvo un breve instinto de ir y llamarles la atención, pero cayó en cuenta, casi de inmediato, que en ese lugar no tenía poder. Así que se limitó a observar a los míseros borrachines mientras permanecía recargado contra la rueda de madera de la carreta.

—Ese pendejo no tardará en llegar, no te estreses, mi comisario —soltó Héctor aún sentado. Parecía tener glúteos de hierro. Luego de unos minutos se bajó y se acercó hasta él para ofrecerle un cigarrillo—. Acompáñame a fumar, aquí ya no podemos seguir tomando como puercos. —En realidad, el único que bebió como un verdadero cerdo fue Héctor. Pero a pesar de eso, no parecía andar del todo ebrio. Tenía un envidiable aguante para la bebida. 

Una de las puertas se abrió y salió un joven, quizá tenía unos veinte años. Llevaba una camisa café con pantalones negros un poco rasgados en la parte de las rodillas. Su bigote parecía hierba mal cortada por la dentadura de un anciano.

—¿A quién buscan? —preguntó con arrogancia.

—Tengo negocios con Víctor —respondió Héctor, dejando escapar un hilillo de humo. Al inicio fue denso, luego se desvaneció al tiempo que se separaba de su cabeza.

—Oh, claro. Sí nos comentó —contestó, y se metió sin decir más.

—Vaya trato, ¿no? —repuso Héctor dirigiéndose hacia Greg. Este no dijo nada. De hecho no había nada que decir. Existían ocasiones en las que a uno le tocaba esperar. Estaban del lado más jodido.

Pensó en que sin duda sería una larga, fría y aburrida noche. Y, en efecto, así fue, al menos hasta que unas horas más tarde sucedió lo inesperado.

Cuando ya pasaban de las diez o quizá once de la noche, se atrevió a llegar Víctor, el dueño de la bodega, demasiado ebrio. Héctor no replicó nada, y a Greg no le correspondía enojarse. Era Héctor quien comenzaba a hacer tratos con aquel sujeto, así que era evidente evitar cualquier roce en esos momentos, y es que ¿a quién podría convenirle empezar mal? Con toda certeza, a nadie.

—Buenas noches, Víctor —saludó Héctor con cordialidad, tendiéndole al mismo tiempo la mano. Incluso Greg se mostró sorprendido al ser testigo de lo bien que su amigo manejaba la situación. Hubo momentos, antes de que llegara Víctor, en los cuales Gregorio se apostaba a sí mismo que Héctor reventaría en cualquier instante. Ese le pareció el momento idóneo, sin embargo, no fue así.

—¿Quién chingados eres tú? —cuestionó Víctor, tambaleándose de un lado a otro. Se veía bastante enojado, a saber por qué. Parecía una torre alta que caería después de un terremoto. Ni siquiera se molestó en mirar aquella mano que con amabilidad lo saludaba.

—Soy Héctor García Pérez, del pueblo Iturbide. Vine hace algunas semanas, y acordamos que me venderías algo de mercancía para llevar al pueblo… —fue interrumpido, Víctor no parecía para nada interesado en la mierda que escuchaba.

—No, no te recuerdo. ¿Por qué chingados vienes a esta puta hora?

—Dijiste que me recibirías después de las ocho de la noche, una vez que te desocuparas —respondió de la mejor manera que pudo. A ojos del comisario, parecía otra persona. Pero si la noche no estuviera en su contra, y si se plantaba la vista en el cuello o la frente de Héctor, se podrían distinguir enormes y gruesas venas que se inflamaban bajo la piel.

—Pues ya ves, aún estoy ocupado. Te atenderé mañana —dijo, y después se acercó hasta la puerta de la bodega—. ¡Oye, chico, ya puedes largarte, solo cierra la puerta, ya no es hora para que esté abierta! —ordenó, y antes de irse salió aquel mismo muchacho que unas horas antes los recibió. Cerró la puerta con candado y se fue en dirección contraria a Víctor.

Al final quedaron solos de nuevo en la calle oscura. Ambos pudieron ver cómo Víctor se alejaba a paso torpe, parecía que iba a caer en cualquier momento sobre el suelo. Cuando apenas y pudieron distinguirlo, se metió a una cantina.

—¡Maldito hijo de puta! —berreó Héctor, y dio un golpe al asiento de la carreta—. Ese jodido perro, ¿quién demonios se ha creído? —Escupió enfurecido, y encendió un cigarro. Le dio una fumada y luego pasó su mano sobre la frente, como si se enjugara el sudor en una tarde de julio, bajo los estivales rayos del sol. Solo que esa noche no hubo sudor y mucho menos calor.

—Tendremos que esperar. ¿Dónde dormiremos? —se atrevió a preguntar Gregorio.

—No tengo pensado ir a ninguna parte. Pueden robarse la carreta o los caballos —replicó enojado, mirando a ambos lados de la calle para asegurarse de que no hubiera nadie, luego le dio un largo trago al tequila al igual que Pedro esa misma noche.

—¿Qué harás entonces?

—Me quedaré aquí a esperar a que amanezca. Ya habíamos hablado con respecto a esto, ese imbécil me dejó bien en claro que debía llegar de preferencia en la noche, que era cuando cargaríamos la carreta. De esa forma, a la mañana siguiente es cuando estaría lista, le pagaría y yo podría largarme. Pero ahora se atreve a venir y decirme que ni siquiera me conoce. Jodido cabrón de mierda —se quejó sin alzar la voz.

—Lo más probable es que solo esté fingiendo. Anda ebrio, y quiere seguir bebiendo, es por eso que hizo aquel comentario. —No fueron palabras muy reconfortantes después de todo, pero aun así Greg lo intentó. Lo mejor que podía hacer era intentar que Héctor se controlara, aunque en realidad dudó que fuera a funcionar.

—¿Acaso piensa que soy idiota? Lo que ha dicho ese imbécil ha sido una verdadera putada —continuó. Luego, valiéndole una mierda, sacó la botella y comenzó a beber.

No pareció escuchar una sola palabra del comisario. Comenzó a caminar de un lado a otro por la calle. Iba y venía al tiempo que escupía de izquierda a derecha.

¿Qué otra cosa podía hacer Greg? No tenía pensado largarse y dejarlo solo esa noche cuando Héctor se ofreció a llevarlo hasta la ciudad. Así es, no se le ocurrió nada más que quedarse a enfrentar el frío, fumar y beber junto con Hector.

Al tiempo que Héctor salía de ese enojo sin sentido, Greg pensó en varias cosas, la inicial, y la cual no le agradó mucho, era que debía pasar toda la noche ahí, escuchando maldecir una y otra vez a Héctor mientras el frío le congelaba los huevos. Pensar en situaciones que él con toda certeza sabía que pasarían no le agradaba en lo más mínimo, así que lo que más le apetecía era permitirle a su mente que divagara en cosas que quizá podrían ocurrir en caso de que él así lo quisiera, y una de ellas era el tener otro hijo. Eso sí que mantendría ocupados sus pensamientos no solo esa noche, sino incluso durante el camino de regreso al pueblo.

Sonrió, y dejó que un escalofrío recorriera su espalda junto con sus brazos. No solo era una sensación de alegría la que lo invadía en ese instante, sino de orgullo y satisfacción. Conocía a Rocío tan bien como las infinitas líneas que trazaban la palma de su mano. Él la amaba, y ella también lo amaba a él. Ambos eran felices, y María Fernanda los complementaba, pero un segundo hijo sería cruzar la línea que delimitaba la felicidad para adentrarse a una zona aún más reconfortable. Estaba seguro de que una vez que le dijera a su esposa, ella accedería de inmediato. ¿Por qué? Por la sencilla razón de respeto y amor que Rocío le guardaba.

A pesar de que no la tenía cerca, imaginó su rostro en aquel cielo estrellado, y sonrió de nuevo.

Héctor seguía lanzando palabras coléricas a la nada, quizá lo más probable es que ni siquiera se diese cuenta de que el comisario seguía con él.

La noche iba quizás en su punto intermedio, avanzaba, sí, pero a un ritmo lento y desesperante. Ya había perdido la cuenta de los cigarros que fumó. Para entonces, Héctor dormía sentado con la cabeza gacha, la barbilla casi le rozaba el pecho. Terminó más ebrio que enojado según lo que pudo notar Greg unos treinta minutos antes, a diferencia de él que apenas y bebió tres o cuatro tragos de tequila dentro de la ciudad.

El sueño pesó más que el frío, y cayó vencido ante su fuerza. Para entonces las calles ya estaban solas por completo. Todos los borrachos se encontraban durmiendo en sus casas, tirados en alguna esquina o cogiendo con alguna prostituta. Por lo que el silencio fue agradable, y este se alió con el sueño para introducirlo de manera suave a un mundo intangible.

Dentro de su cabeza existían bastantes asuntos que le preocupaban, y fue necesario dormir para poder darse cuenta. Soñó infinidad de ellos, de los cuales la mayoría no recordó al despertar al día siguiente, pero hubo otros sueños que estuvieron tan frescos como la nueva mañana. Y es que aún lo atormentaba la muerte del niño. Era inevitable no preocuparse. Incluso salir del pueblo, después de lo sucedido apenas unas pocas semanas atrás, lo mantenía realmente incómodo. ¿Y si aquella persona era real y no solo el producto de la imaginación de dos niños? Y no te olvides de ti, mi camarada, tú también lo viste ¿o no? ¿Qué pasaría si volvía? Si sus objetivos eran los niños, entonces su hija podría entrar en esa maldita posibilidad.

A causa de estos pensamientos es que tuvo un espantoso sueño, en el que no sabía cómo había llegado ahí, ni siquiera por qué sucedieron los hechos, pero se encontraba de pie a la orilla de un arroyo desconocido. Pensó que con toda seguridad de trataba de uno de aquellos dos arroyos que sorteaban el pueblo, pero a pesar de creerlo, no estaba ni cerca del lugar. Contemplaba a su hija muerta dentro del arroyo en medio de un día caluroso. La miraba mientras cargaba a su nuevo hijo, de pocos meses de edad, en su regazo. Después de esto, despertó de sobresalto, y miró en todas direcciones. Olvidó dónde se encontraba, pero al instante lo recordó. Tenía los ojos un poco llorosos. El silencio en las calles era sepulcral e inhumano, y este mismo fue el que lo ancló a la realidad.

El día ya estaba asomándose por el este. En cuestión de minutos, las calles, casas y las personas serían coloreadas paulatina y delicadamente por las sutiles luces del sol.

A pesar de que durmió muy poco, y en una mala posición, no se sentía cansado, sin embargo, existía algo dentro de sí que lo perturbaba, y estaba seguro de que no era aquel mismo tema que arrancó su tranquilidad, no, era algo diferente.

Cuando el sol salió por completo, Héctor despertó como si un gallo le hubiera cantado en la oreja. Antes de bajarse de la carreta tomó un largo trago de agua, la cual creó un chasquido al pasar por aquella seca garganta.

Greg caminaba con un cigarro en los labios. Quizás a Héctor lo atenderían rápido, pero Gregorio tendría que esperar a que abrieran el Palacio de Gobierno para poder firmar las hojas.

—¿Dormiste bien, mi comisario? —preguntó Héctor, luego escupió un pequeño gargajo. Se notaba la resaca en aquel rostro demacrado y soñoliento.

Podía decirle la verdad, aunque ¿de qué serviría que él supiera aquellos sueños que tuvo esa noche? Sueños en los cuales su hija Fernanda yacía muerta, su esposa Rocío estaba ausente, y su pequeño, deseado y aún inexistente hijo, permanecía entre sus brazos… pero, en realidad nunca vio aquel pequeño rostro que se pegaba a su pecho. ¿Seguro? Sí, solo que ahí no había rostro alguno, y en su lugar existía una sombra que parecía absorberlo en silencio. Quizá fue este mismo agujero oscuro el que devoró su sueño y lo obligó a despertar. Lo engulló para alejarlo del universo de los sueños y escupirlo en el universo de la realidad.

La incomodidad volvía a mostrarse, y en esta ocasión no parecía querer acompañarlo solo por unas cuantas horas, sino que podría estar jodiéndolo todo el día y parte de la noche.

—He tenido mejores noches —le respondió con la cabeza abajo. Conservaba en silencio algunos temas por los cuales preocuparse, y lo peor es que apenas pasaban, quizá, de las seis de la mañana.

—Bueno, pues te recomiendo que vayas a comer algo. Mientras esperaré al pendejo de Víctor. Le daré una buena sorpresa por tan buenos tratos —sugirió, y sonrió al final.

La recomendación de Héctor no era descabellada en absoluto. Greg tenía tanta hambre que podía comerse una docena de tacos y la misma cantidad de pan.

—Está bien, te traeré algo más tarde —respondió, y se alejó de la carreta.

Al irse, visualizó de nuevo la sonrisa de Héctor. No le agradó cuando la reconstruyó, y mucho menos en el momento que la vio unos minutos atrás. Caminó con cierto grado de intranquilidad sobre su espalda. Ignoraba que esa sonrisa traería consigo malas decisiones que lo afectarían directa e indirectamente.

Más tarde pensaría que la vida era una ecuación perfecta, o al menos debería serlo si es que no se tomaran malas decisiones.

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