Rebeca se encargó de que esa tarde Mario no lograra estar ni un segundo más a solas con Luisa y, aunque cumplió su promesa de no decir nada a la joven niñera, sobre lo que había pasado en la madrugada, logró que la pareja de novios se despidiera sin que Mario lograra confesarse ante Luisa.«Porque ella se va a enterar, Mario, eso sí te lo puedo asegurar, pero no será por tu boca que lo sepa, sino por la de la anormal de su hermana, que se encargará de sembrar la duda y, cuando ya la mosquita muerta esté emponzoñada con la intriga, entonces sí lo sabrá y por un medio muy distinto al de las palabras», pensó Rebeca mientras agitaba su mano para despedirse de Luisa y los hijos de los Amaya, subidos en el auto de la señora Amaya, que había pasado para recogerlos. «Qué hermoso
De regreso en la ciudad y a su vida ordinaria, Luisa pasó las siguientes semanas sintiéndose subida en una hermosa nube rosa que la paseaba. Su vida no podía ser más feliz. Estaba ganando muy buen dinero, más que suficiente para ahorrar con la mirada puesta en hacer una carrera en pedagogía; tenía un trabajo que disfrutaba, con unos jefes que la adoraban y unos niños que la consideraban su segunda mamá, su mejor amiga y hermana mayor; Mario la llamaba todos los días, o le escribía, y de vez en cuando un mensajera se presentaba en la puerta de la mansión de los Amaya con un arreglo de flores, una caja de chocolates, una cesta de quesos y vino o una invitación al cine, el teatro o un parque de diversiones; Viviana se había adaptado a su colegio muy bien y ya hablaba de algunos amigos. Todo parecía maravilloso, incluso Rebeca parecía haber desa
La mansión de Mario estaba a unas calles de la de la familia Amaya. Los celadores de la propiedad reconocieron a Luisa y la dejaron entrar después de que les dedicara una sonrisa amable, con la que ocultaba no solo el dolor que oprimía su corazón, sino también sus intenciones. Dos minutos después de haber atravesado la puerta de la propiedad, Luisa timbró en la entrada de la casa.—Señorita Luisa, buenas tardes, ¿en qué le puedo colaborar? —preguntó Alfredo con la chapa dorada todavía en la mano.—He venido por Viviana, por mi hermana. He venido a recogerla —dijo Luisa que, después de pensarlo solo unos segundos, y mientras caminaba en dirección a la mansión, había considerado que le debía ser suficiente con querer
Solo vio una fotografía, solo fue capaz de ver una y le bastó para sentir llamas en los ojos, un fuego que ahora le escocía en el alma y que jamás, jamás, lograría sacarse de la memoria. Luisa corrió sin dirección ni rumbo, como si con eso pudiera aminorar el dolor que ahora le despellejaba cada milímetro del corazón.«¡Es un maldito, es un maldito! ¡Por qué, Mario, por qué, por qué me hiciste esto!», se repetía la joven niñera a medida que sus piernas se exigían más y más, su respiración se entrecortaba y el dolor en sus pulmones por el esfuerzo se hacía más placentero que el sentía correr por sus venas, ahora envenenadas por la pócima del desamor, la traición y el desengaño.
Luisa pudo dormir esa noche gracias a un somnífero que la señora Amaya le pasó, porque de otra forma no lo habría conseguido. Sin embargo, sus sueños fueron turbios y pesados. En ellos, Luisa veía a Mario cargando un bebé en sus brazos, feliz y orgulloso, y cuando la joven le pedía que se lo dejara ver, el bebé tenía la cara de Rebeca. Impactada, Luisa intentaba correr, pero sus piernas no se movían y Mario y Rebeca (el bebé había desaparecido) se burlaban de ella, por lo ridícula que se veía intentando huir de ellos. A continuación, Mario y Rebeca comenzaban a desvestirse, mientras Luisa les suplicaba que se detuvieran, pero ellos parecían no escucharla y, ya desnudos, posaban para tomarse la fotografía que tanto había herido a la joven, que entonces pudo despertarse.Eran p
El mensaje de Luisa lo había dejado más que frío. Estaba congelado y tuvo que repasar, una y otra vez, lo que iba a contestar, pero no porque no supiera qué decir sino debido a que sus pensamientos no estaban coordinados e incluso, por un instante, vio que los dedos le temblaban sobre la pantalla del celular. No podía creer que Rebeca estuviera embarazada y que hubiera tenido el coraje para decírselo a Luisa. «Aunque no creo que le haya mencionado nada sobre las posibilidades de que yo sea el padre de esa criatura, o ya Luisa me estaría matando», pensó Mario instantes antes de recibir la fotografía de su novia. «No. Rebeca no debió haber mencionado nada, fiel a la promesa que me hizo, pero si resulta ser cierto que está embarazada, entonces… no tardaré en decir que yo soy el padre. ¿Qué haré entonces? Debo hablar con ella de inmediato, bueno, esta misma noche, al llegar a casa y ahora sí tendrá, a las buenas o a las malas, que recibir lo que le ofrezca para conservar el secreto». Al
Al entrar al hospital y preguntar por Mario, Rebeca se enteró de que, pese a que él ya estaba estable y en una habitación, seguía inconsciente y el médico solo aseguró que podía despertar en cualquier momento, o en un máximo de dos días. Aparte de algunas contusiones, tenía una fractura en el brazo izquierdo, pero nada más.—Tuvo mucha suerte —dijo el médico—, porque por el estado en el que quedó el vehículo, cualquier hubiera dado por hecho que el conductor sufriría heridas más graves, o incluso que habría muerto.Después de registrarse como su novia y asegurar que no conocía a ningún pariente de Mario, Rebeca pudo visitarlo. Acostado y conectado a los instrumentos que tomaban sus signos vitales, junto con su brazo izquierdo ya enyesado, Mario se veía indefenso. A su costado, sobre la mesa de noche, estaban su celular y su billetera. Pese al accidente, al teléfono solo se le había roto la pantalla, pero seguía funcionando e incluso tenía batería. Rebeca lo tomó y se sorprendió al ver
Desconcertado, pero con la memoria fresca en el momento en que quiso esquivar el camión que había invadido su carril, Mario primero sintió una punzada de dolor en el brazo fracturado, pero en nada semejante a la desconsolación que lo embargó cuando se supo solo, en medio de la oscuridad de la habitación de un hospital. «Seguro todavía no se ha enterado de lo que me pasó», pensó Mario luego de hacerse una explicación del motivo por el que no había nadie con él en ese momento. «Aunque también me lo merezco, por todo lo que está pasando y lo que le hice a Luisa. Ella no se lo merece, pero necesito explicarle, hablar con ella y para eso…».La preocupación y la angustia volvieron a rebozar el corazón y la mente de Mario, que entonces buscó, pese a la oscuridad, su celular. Solo vio su billetera, en la mesa de noche. Suspiró. «Soy demasiado optimista. El teléfono debió quedar destrozado después del accidente».Pasaron unos minutos más antes de que la enfermera volviera, en su ronda noctur