CAPÍTULO 0005

Sombras en la Noche

El aire nocturno de Londres era gélido y denso. Víktor caminaba con paso firme por las calles desiertas, cada sombra un posible enemigo, cada sonido un recordatorio de que la caza no había terminado.

Su costado ardía con cada movimiento, pero ignoró el dolor. No tenía tiempo para debilidades. Se detuvo en un callejón oscuro, apoyándose contra la pared para recuperar el aliento.

Sacó su teléfono y marcó un número.

—Habla Víktor —dijo en ruso, su voz áspera—. Necesito una extracción inmediata.

El silencio al otro lado de la línea duró unos segundos antes de que una voz grave respondiera:

—Las cosas se complicaron, ¿verdad?

Víktor apretó la mandíbula.

—Nada que no pueda manejar. Solo hazlo rápido.

Cortó la llamada y guardó el teléfono en su chaqueta. Sus ojos se deslizaron por el callejón, siempre alerta. La mafia italiana no dejaría este ataque sin respuesta. Y dentro de su propia organización, los traidores se multiplicaban como ratas.

No podía confiar en nadie.

El sonido de un motor acercándose le hizo tensarse. Un vehículo negro se detuvo al final del callejón y un hombre de rostro severo salió del asiento del conductor.

—Víktor —saludó con un leve asentimiento—. ¿Estás bien?

—¿Pareces preocupado? —ironizó él, aunque su tono seguía siendo letal.

El hombre no respondió, solo abrió la puerta trasera del auto. Víktor subió sin más palabras. Cuando el auto arrancó, miró por la ventana la ciudad que dejaba atrás.

Y pensó en Elena.

No debía haberla involucrado. No debía haber dejado que su mirada curiosa y su insolente sarcasmo lo desarmaran aunque fuera por un segundo.

Porque en su mundo, las conexiones eran debilidades. Y las debilidades eran mortales.

Se recostó contra el asiento y cerró los ojos.

Tenía una guerra que ganar. No había espacio para distracciones.

El vehículo avanzaba por las calles desiertas de Londres, deslizándose en la penumbra como una bestia al acecho. Víktor observaba por la ventana con el rostro impasible, pero su mente trabajaba con precisión quirúrgica.

—¿Hubo novedades? —preguntó sin apartar la mirada del paisaje urbano.

El conductor, un hombre fornido con el rostro marcado por cicatrices, asintió levemente.

—Los italianos se están moviendo. Hay reuniones en el puerto y sospechamos que están cerrando un trato con alguien de adentro.

Víktor entrecerró los ojos. La traición no era una sorpresa, pero sí una molestia. Si alguien dentro de su organización estaba vendiendo información a los italianos, tendría que encargarse de ello de inmediato.

—Quiero nombres. Para mañana.

—Entendido.

El auto se detuvo frente a un edificio de aspecto discreto, pero bien resguardado. Víktor bajó sin prisa, ajustándose el abrigo. Dos hombres armados abrieron la puerta principal y lo escoltaron hacia el interior.

La sala estaba iluminada tenuemente. En el centro, sobre una mesa de caoba, descansaban varios documentos y un vaso de vodka a medio llenar. Un hombre de cabello canoso lo esperaba con expresión tensa.

—Víktor —saludó el hombre con cautela—. Me dijeron que estabas herido.

Víktor ignoró la preocupación implícita en sus palabras. Se quitó el abrigo y lo lanzó sobre una silla antes de servirse una copa de vodka.

—Estoy vivo. Eso es lo único que importa. Ahora dime, Mikhail, ¿qué has averiguado?

El otro hombre suspiró, pasando una mano por su cabello.

—Hay demasiados movimientos extraños. Alguien dentro de nuestras filas está pasando información, y los italianos lo saben. Si seguimos así, no tardarán en dar el golpe final.

Víktor tomó un sorbo de su bebida y dejó el vaso sobre la mesa con un leve golpe.

—Entonces tendremos que adelantarnos —dijo con frialdad—. Quiero a todos los sospechosos bajo vigilancia. No habrá segundas oportunidades.

Mikhail asintió, pero había una sombra de duda en su expresión.

—Antes de eso, necesitas que te revisen.

Víktor iba a rechazar la idea cuando la puerta se abrió y un hombre entró en la habitación. Era alto, de cabello oscuro y vestía un traje impecable, pero su maletín médico delataba su verdadera profesión.

—Sigues igual de terco, Víktor —murmuró el doctor, cerrando la puerta tras de sí.

—No estoy muriendo, Vladislav —respondió con desdén.

—No por ahora —replicó el médico con calma mientras sacaba vendas y una aguja—. Quítate la camisa.

Víktor obedeció sin protestar. El doctor revisó la herida con atención, sus manos firmes pero eficientes.

—¿Quién te atendió? —preguntó tras un momento, examinando los puntos con ojo crítico.

Víktor solo lo miró, su expresión inescrutable.

Vladislav alzó una ceja, pero no insistió.

—Quien lo haya hecho sabía lo que hacía. Un buen trabajo, limpio, sin signos de infección. No es fácil lograrlo en condiciones improvisadas.

El ruso permaneció en silencio mientras el médico terminaba de cambiarle las vendas.

—¿Algo más? —preguntó Víktor con impaciencia.

—Sí. No fuerces demasiado la herida si no quieres terminar en una tumba antes de tiempo.

Víktor soltó una risa seca y se puso la camisa de nuevo.

—Si llega ese día, Vlad, espero que seas tú quien firme mi certificado de defunción.

El doctor negó con la cabeza y guardó sus cosas.

—Conociéndote, Víktor, dudo que me des ese placer tan pronto.

Sin más, Vladislav tomó su maletín y salió de la habitación, dejando tras de sí un silencio denso.

Mikhail miró a Víktor con interés.

—¿Quién te ayudó?

El ruso tomó el vaso de vodka y bebió un sorbo antes de responder.

—Nadie importante.

Pero en su mente, la imagen de Elena seguía ahí, más persistente de lo que le gustaría admitir.

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