Capítulo 4
—¿Qué clase de madre eres? ¿Mateito termina en el hospital por alergia al mango y ni siquiera te molestas en verlo?

—¿Y por qué no le dijiste a Camila que Mateito es alérgico? ¿Cómo iba a saberlo ella?

—¿Sabías que ayer Camila estaba tan preocupada que se echó a llorar? ¿Y tú, así es como actúas como hermana?

Sus reproches, tan directos, hicieron que toda la ira que había reprimido en mi interior explotara de golpe.

—¿Acaso Mateito no sabe que él mismo que es alérgico al mango? Si insiste en comerlo, ¿qué esperas que haga yo? Además, Mateito también es tu hijo. ¿No era tu responsabilidad decirle a Camila que es alérgico?

—Y para colmo de males, estamos a punto de divorciarnos. Tú fuiste quien dijo que ya no tenía que preocuparme más por tu hijo. Andrés, ¿no te acuerdas?

A Andrés se le veía con más malgenio.

—Eres imposible de tratar.

—Pues enhorabuena, por fin te libraste de tu esta imposible.

......

El proceso fue rápido.

Cuando terminamos los trámites, Andrés salió de las oficinas del registro civil, subió a su carro y se marchó sin titubear.

Yo apretaba con fuerza los papeles del divorcio en la mano, sintiendo después de todo un gran alivio.

De joven, Andrés me había engañado, prometiendo darme un hogar feliz. Ahora, todo el cariño que sentí alguna vez por él se había desvanecido. Solo quedaba la alegría de ser finalmente libre.

Durante todos estos años como la señora de los Herrera, mi vida se había reducido a cuidar de Andrés y de Mateito.

Cuando Mateito era pequeño, tenía defensas bajas y enfermaba con facilidad.

No confiaba en dejarlo al cuidado de la niñera, así que siempre lo llevaba yo misma al hospital. Pasaba días y noches a su lado en la habitación del hospital, cuidándolo sin descanso.

Andrés, por su parte, era muy selectivo con la comida; solo quería comer lo que yo cocinaba. Así que después de cuidar a Mateito, volvía a casa para preparar la cena para Andrés. Y asi pasaron los años, sin darme cuenta.

Ahora que soy libre, lo primero que hice fue comprar un billete de avión derechito a la ciudad Río Alegre. Nada más llegar, compré una pequeña casa.

Mi madre era originaria de Rio Alegre, pero por mi bien se quedó en Puerto Mar, un lugar próspero pero difícil para nosotras.

Ella siempre había esperado que yo encontrara a mi madre biológica, porque sabía que ese era mi verdadero hogar.

Ahora que regresaba a Rio Alegre, solo espero que mamá despierte para que podamos regresar juntas a su tierra natal. Después de mudarme, mi vida se volvió sencilla y pues más tranquila.

Una vecina del barrio necesitaba una maestra para su jardín de infancia, y así me convertí en una pequeña profesora.

Después del trabajo, me dedico a cultivar flores y plantas. Una gata de la vecindad tuvo crías, y me regalaron una.

La llamé Coco. Ahora, Coco y yo hemos formado una nueva familia.

Consulté en el hospital más prestigioso de la ciudad, donde hay médicos expertos en la enfermedad de mamá. Decidí gestionar su traslado para traerla aquí. Antes de partir hacia Puerto Mar para recoger a mamá, dejé comida y agua suficiente para Coco.

Sin embargo, la vida siempre parece tener sus ironías.

Apenas aterricé en el aeropuerto, me encontré con una cara demasiado familiar. Andrés estaba más delgado y lucía algo demacrado. Su expresión cambió por un instante.

—Verónica, ¿a dónde vas?

—¿Y eso qué te importa? —le respondí con frialdad.

¿Desde cuándo tengo que dar explicaciones sobre mis movimientos?

—¿Vas al hospital? Te llevo.

Me di cuenta de que parecía haber venido solo para recibirme.

—¿Cómo sabías que regresaba hoy?

Él no respondió.

Pero yo ya lo había entendido. Claro, para alguien como Andrés, seguir mis pasos no era tarea difícil.

—Verónica, estuve muy enfadado la última vez que hablamos —dijo, sobándose las sienes—. Durante este tiempo he estado reflexionando. Después de tantos años de matrimonio, no es fácil olvidar los sentimientos. Me está costando acostumbrarme a que no estés en casa. Por eso, aunque estemos divorciados, podríamos ser quizás tan solo amigos, ¿no?

Su comentario me hizo soltar una carcajada.

—Idiota.

Era la primera vez en mi vida que insultaba a alguien, y se sintió increíblemente liberador. Sin querer escuchar más, levanté la mano y paré un taxi.

—Al hospital central, por favor —le dije al conductor.

—¡Verónica! —gritó Andrés detrás de mí.

—Conductor, vámonos rápido. Parece que un loco me está siguiendo.

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