Capítulo 3. Promesa

LIAM

—Maldito pueblo de porquería. —Pienso mientras recorro las calles del lugar.

Nada nunca sucede en este pequeño infierno al que llamamos hogar; las calles llenas de gente conocida que aparentemente se conforma con su vida mediocre, me da nauseas. Pobres infelices que piensan que el mundo se limita a esto.

Por lo menos puedo decir que mi posición en la manada será privilegiada y, es que ser Gamma del Alfa conlleva una gran responsabilidad. Eso cuando a mi padre le dé la gana soltar el cargo; el nuevo Alfa ya lleva un año siéndolo y yo ya debería estar bajo su servicio.

Patrullo la avenida céntrica del pueblo y todo transcurre sin gran novedad, las tiendas comerciales comienzan a cerrar sus puertas y los empleados regresan a casa agotados como de costumbre.

Jamás entenderé cómo alguien puede conformarse con pasar toda una vida encerrado en una oficina, o cualquier negocio. La sola idea me asfixia.

Lo mío siempre ha sido la libertad de moverme de un lugar a otro, de vagar por la naturaleza y dejar salir mi lado salvaje. Por eso mi trabajo es perfecto, me da poder y libertad por igual.

Me acerco hacia la plaza y un barullo de claxons llama mi atención; sonrío para mis adentros cuando me doy cuenta de lo que pasa.

Reconozco la vieja chatarra de la chica y me acerco de inmediato. No puedo creer que, teniendo un taller de reparaciones, no sea capaz de portar algo más… decente, por lo menos algo que no la deje tirada en cada esquina.

Estaciono mi camioneta y bajo de ella con la arrogancia que me caracteriza, noto la intención en la chica de querer huir, mas es demasiado tarde, me acerco a ella sin darle la oportunidad de hacerlo.

—Vaya, vaya, vaya... ¿A quién tenemos aquí? —reprimo la sonrisa que quieren formar mis labios y digo—: ¿Obstaculizando el paso... Ovejita?

—Sólo ayúdame a orillar el auto por favor, Liam —pide en un susurro, mirando sus zapatos.

—Oficial Castillo para ti... Pamela —la corrijo. Por supuesto que conozco su nombre, pero es más divertido fingir que no es así.

La veo retorcer sus dedos y su entrecejo se frunce con lo que podría ser molestia, estoy seguro de que lo es. Siempre pone ese gesto cuando la llamo por un nombre que no es el suyo, una reacción completamente normal para cualquier persona, sin embargo, no es cualquier persona; es ella.

No sé bien en qué momento comencé a hacer esto, pero molestar a la chica frente a mí, se ha vuelto una de las mejores cosas de mi rutina. Nada como ver esas suaves mejillas sonrojarse avergonzadas y saber que he sido yo el motivo. Recuerdo hace años cuando pensé que podríamos...

—Me llamo Daniela —farfulla con algo parecido a un reproche, pero que suena más bien como un lamento.

—Sí, como sea. Debería arrestarte por ensuciar las calles con tu chatarra, dañas el medio ambiente con esa porquería —me inclino a revisar su motor para aparentar que hago mi trabajo, pero lo cierto es que no sé mucho de mecánica.

—Ponlo en neutral y dirige el volante hacia la acera —ordeno—. ¿Puedes hacerlo, o es muy difícil?

—Sí puedo —murmura con esa dulce vocecita que tiene, una voz tan dulce como empalagosa.

La veo orillarse y aparcar el auto junto a la acera. Sale de la chatarra con una pila de materiales que imagino utiliza en su trabajo y, se queda de pie un poco desorientada, mirando hacia el camino que la espera.

La idea de llevarla hasta su casa cruza mi mente como un rayo y, con la misma velocidad la descarto, el solo pensar en compartir el mismo espacio con su pequeña e insípida figura me hace estremecer. Sacudo mis manos para disimular el escalofrío que me ataca y subo a mi camioneta.

—¡Hey!, Valeria... Asegúrate de recoger tu basura en cuanto puedas, no quiero que se quejen los vecinos por la contaminación visual —espeto con desagrado por la extraña sensación de hace un momento—. Te llevaría, pero... Tengo mejores cosas que hacer.

Arranco mi motor y avanzo dejándola visiblemente consternada. El remordimiento me carcome unas calles más adelante y regreso, pero ya no se encuentra en el mismo lugar, así que decido hacer la buena obra del día y remolcar su vehículo, si se le puede llamar así, hasta su casa.

No tengo idea de por dónde se fue y no creo que sea tan rápida para haber llegado ya. Avanzo por las calles que conozco bastante bien, pero no la encuentro por ningún lado, me apresuro a llegar a su casa y la veo caminar lentamente dos cuadras más arriba. No se da cuenta de mí hasta que se detiene frente al pequeño jardín de rosas en la entrada que, supongo, ella plantó.

—Los vecinos se quejaron, y tuve que traerlo —miento y sé que lo sabe.

Es tímida, más no tonta, a pesar de todas las veces que le he dicho lo contrario.

—Gracias —atina a decir, con voz temblorosa, imagino que por el cansancio.

Me voy, ignorando el mal sabor de boca que me produce cada vez que me mira con sus enormes ojos grises llenos de decepción. Siempre olvido lo bonita que es, si tan solo tuviera más carácter, otra cosa sería. Si algo me molesta en la vida es la mediocridad y, eso a ella le sobra.

Continúo con mis rondines hasta el anochecer y voy directo a casa donde la "familia perfecta" me espera para la cena que convocó mi padre, con motivo de no sé qué y no me importa.

Lo que daría por poder saltarme estas tonterías que me tienen harto y llegar a mi propia casa a descansar. Desde hace años que las apariencias son las protagonistas en mi vida, tal vez siempre fue así y hasta ahora que tengo consciencia pude notarlo.

Me estaciono lentamente, tratando de retrasar lo más posible mi entrada al circo, donde los payasos de mis padres son la atracción principal.

Entro desganado y voy directo a la cocina, saco una botella de agua del refrigerador y la bebo. Mi madre llega a mi lado y me abraza con cariño. Sé que es sincero y lo correspondo, sin embargo, el rechazo hacia su persona me es inevitable y me alejo disimuladamente, aunque su mirada de dolor me deja ver que lo ha notado.

—Cariño, ¿Cómo te ha ido en el trabajo? ¿Tienes hambre?  —pregunta dulcemente, justo con esa tierna voz que antes me reconfortaba y ahora me molesta. Me recuerda a...

—Estoy bien —digo secamente—. ¿Ya llegó mi padre?

—No debe tardar —responde tímidamente.

El susodicho llega en ese momento, como si lo hubiésemos invocado.

—Liam —pronuncia como saludo—. ¿Alguna novedad?

—Ninguna —respondo.

—Bien. ¿Esta lista la cena? —se dirige a mi madre.

—Sí mi amor —contesta y se acerca a darle un beso que me revuelve el estómago. ¿Cómo puede estar tan tranquila?—. Vamos a la mesa.

Llama a la empleada que se acerca con nuestros platos y nos disponemos a cenar.

—¿Se puede saber el motivo de esta cena tan especial? —inquiero con falso entusiasmo.

—¿Acaso no podemos invitar a nuestro hijo a cenar? —increpa mi padre con molestia—. Quería informarte que te entregaré el cargo. Desde mañana estarás al servicio del Alfa.

«Al fin»

—Gracias, padre —espeto con formalidad—. ¿El Alfa está enterado?

—Ya le informé, así que te espera mañana. ¿Estás listo para la responsabilidad? —me lanza un desafío con la mirada y de inmediato me aterra nuestro parecido. Es como mirarme en un espejo que refleja mi futuro… y, no sé si me gusta lo que veo.

Nuestra apariencia es similar, desde el cabello castaño, la altura y complexión, hasta el color ámbar de nuestros ojos. Pero lo verdaderamente parecido entre nosotros es el carácter. Me desagrada pensar en que quizás algún día pueda seguir sus pasos y, replicar sus errores, es algo que estoy dispuesto a evitar a toda costa.

—¿Les agradó la cena? —indaga mamá para romper el silencio que siempre se forma en momentos como este—. Yo la preparé, bueno, con ayuda de Sonia.

—Sí, madre —digo—. Está muy bien.

—Ya te he dicho que no tienes necesidad de hacer nada —la reprende mi padre—. Para eso está la servidumbre.

—Lo sé, amor. Lo siento, es solo que a veces me enfado —se disculpa mi madre, haciéndome hervir la sangre.

«¿Por qué tiene que ser tan débil?»

—Deberías de ser más sociable, como las mujeres de nuestro círculo —pronuncia papá con fastidio—. No entiendo cómo no puedes ser más como ellas.

La tristeza de mi madre es palpable y la razón va mucho más allá de su falta de sociabilidad, el ser comparada con todas las mujeres con las que mi padre le ha faltado al respeto, eso es lo que verdaderamente la daña.

—Bueno, yo me despido —me levanto de la mesa, pues ya no puedo soportar está situación—. Gracias por el aviso y gracias por la cena, estuvo deliciosa —digo a mis padres respectivamente—. Buena charla, como siempre.

—¡Liam! —llama mi padre, mientras yo camino hacia la puerta de entrada—. ¡Vuelve aquí, Liam! —sigue gritando cuando doy un portazo—. ¿Ves lo que provocas? —Es lo último que escucho antes de subir a mi auto y conducir a casa.

—Jamás me permitiré ser cómo mi padre —me prometo a mí mismo, mientras arranco el motor y salgo derrapando del lugar.

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