— Ya estamos llegando al hospital, pero hablemos, no te vuelvas a desmayar… mírame Eva, háblame… Henry le apartaba con amor el pelo sudado que se arremolinaba en su frente, preguntándole cualquier tontería para mantenerla consciente, que si bebió algo, qué hicieron mientras esperaban… Las sirenas de los autos de la policía le pasaban por al lado camino a la mansión, pero ya no le importaba nada, solo la mujer en sus brazos, la tabla que lo mantenía a flote y en calma, en su mar turbulento y perturbado. ***** Helen se apretaba las manos que le sudaban demasiado, estaba nerviosa, sentada en el cuarto privado del hospital, esperando los resultados de las pruebas hechas a Eva. Con la mala base de salud de su hermana, cualquier cosa era posible. Una vez más, el remordimiento de estar viviendo una vida buena mientras Eva pasaba hambre y necesidades, asaltaba sus pensamientos. — Buenas noches – el doctor de repente entró al cuarto y Helen se paró de golpe del cómodo sofá al lado de l
— Aquí está el pago, como acordamos, hubiese sido mejor para mí la transferencia, pero, como usted lo prefería en cash, revíselo por favor Agarró con confianza, un maletín cuadrado de cuero, que estaba a su lado en el suelo y lo colocó sobre la mesa. Cuando las dos hebillas del cierre se abrieron con un clic, fajos de billetes verdes aparecieron delante de los ojos de Stuart, que asentía satisfecho. — Si no le importa, creo que entenderá que debo cuidarme la espalda – le dijo el magnate de repente, llamando a un hombre a su lado, un experto que revisaría la numeración y el dinero, para ver si no había falsificaciones. — Me parece muy bien, hombre precavido, vale por dos. Como seguro demora, aprovecho y voy al baño… Hizo por levantarse, pero todos se pusieron tensos. — Yo preferiría que no se fuese con el contrato, hasta que todos estemos satisfechos con el negocio – Stuart le sonrió como un viejo zorro astuto. — Y yo tuve que venir corriendo porque usted estaba apurado, para c
El auto negro discreto avanzó y se detuvo cerca de un barrio en los suburbios. Alonso salió rápidamente y se perdió entre las oscuras callejuelas. — Vamos a la mansión – Leroy le ordenó al chofer, porque hoy hacía de jefe. Miró a la ciudad nocturna pasar a través de los cristales oscuros del lujoso, pero discreto Bentley. Ya quería regresar al sur con la familia Edwards, ver a su propia gente, a su hermano pequeño que se había recuperado y a excepción de los medicamentos que tenía que tomar de por vida, por lo demás, era un adolescente como otro cualquiera. Su madre trabajaba en la mansión del sur para la Sra. Eva y era muy bien tratada. Todo se lo debía a los Sres. Edwards. Sobre todo, le agradecía demasiadas cosas a Henry, muchas más de las que verdaderamente tenía que haber hecho por él, y si su familia vivía mejor, era por este trabajo tan bien pagado. Las órdenes de Henry Edwards, las cumplía de manera impecable y a conciencia por agradecimiento y sincera fidelidad. El
— ¡Sí, papá soy yo, estoy en un problema, mamá me dijo…! — ¡DAME ACÁ! – se escuchó una voz áspera y ruidos en el auricular – ¿Usted es el padre del chico? Una voz ruda se escuchó desde el otro lado, sobresaltando a Albert. — Sssí, sí, soy yo… — respondió, hasta medio con dudas. — Que sepa que nos debe un dinero gordo, que pidió un préstamo para jugar y no quiere pagar ahora. Nos dijo que su familia era rica, hablamos con su madre y prometió saldar la deuda, pero el tiempo pasa, Sr. Papá y nos estamos impacientando… — ¿De… de cuanto dinero estamos hablando? – cuando le dijeron la cifra, Albert casi se cae de espaldas. Antes, esta cifra le parecía exorbitante, pero posible, ahora, era imposible de pagar y no estaba a su alcance. Si agarraba esa cantidad de billetes en sus manos, lo utilizaría para empezar una nueva vida, no para pagarle las extravagancias y los lujos al idiota de su hijo. — Dígame, a dónde envío a mi hombre a recoger el dinero y solo así le entrego a este imbéc
Robert Edwards jamás pensó, ni por un segundo, que algún día sería la víctima en vez del victimario.Con todos los dedos de las manos inutilizados y vendados, golpeado, cojeando y tratado como menos que un animal, fue trasladado hacia un sitio desconocido, sin ver nada por la venda que tapaba sus ojos llorosos.Su boca también amordazada y era la viva imagen de un hombre caído en la más humillante desgracia.— Este es el chico que tengo disponible, del que le hablé – Robert escuchó que alguien dijo y el olor penetrante del humo y alcohol inundaban su nariz.El sonido de una silla arrastrándose y luego pasos que se acercaban a él.Su cuerpo, solo vestido con una bata de baño por encima, comenzó a temblar instintivamente al sentir la presencia de alguien que lo observaba con intensidad.Dio vueltas a su alrededor, examinándolo y su olor a tabaco, que ni siquiera el perfume costoso que llevaba lo podía opacar, le daba ganas de estornudar y mareaba su cabeza adolorida.Sintió una mano que
Henry le dijo y con la misma se alejó para acompañar a su esposa, sentada en un banco próximo, dejando al abogado más tranquilo. No quería exponerla a esto tan desagradable, pero Eva insistió en venir. — ¿Estás bien mi amor? ¿Tienes hambre? Hoy te levantaste muy temprano, debes estar agotada – la haló a sus brazos y le acomodó la cabeza sobre su hombro. — Estoy bien, solo, cuando salgamos pasemos por el restaurante que vende esa comida tan deliciosa – Eva le respondió cerrando los ojos, rodeada de tanto cariño. Desde que salió embarazada, Henry estaba más empalagoso de lo normal y eso que ya era un dulce derretido con ella. El corazón de Eva se sentía cálido y radiante de alegría. — Creo que este bebé va a ser un glotón, me dejará en banca rota… — acarició la panza inexistente de Eva y comenzó a burlarse de ella. Estaban metidos en su burbuja rosa, mientras, dentro de la sala del juzgado, se decidía el destino de tres personas. Como a la hora, salió el veredicto. Stuart Donov
Patricia miró el libro de visitas en su mano y leyó el nombre de la persona, que vería a su paciente al otro día, su esposo, Albert Edwards. — Estela, pásame un momento el teléfono – le pidió a la recepcionista y marcó el número que le habían dejado para comunicarse. — Dime – una voz masculina se escuchó del otro lado al conectarse la llamada. — Mañana le puedo enviar el telegrama que me pidió – improvisó una conversación completamente falsa, pero Leroy la entendió. Lo que habían esperado, sucedería. Albert iría a visitar a Grace para intentar sacarle el paradero de las joyas. — Haz como quedamos y no falles, ese telegrama es muy importante – le respondió sin dar muchos detalles, todo ya había sido más que hablado entre ellos. — Por supuesto, no se preocupe, buena tarde— y con la misma colgó y se volvió a dirigir al ala de la cual era encargada. Entró en el cuartico de la paciente Grace Edwards, que como siempre, acunaba en sus brazos a una muñeca vieja y le hablaba a veces com
Aquí no podía golpearla como estaba acostumbrado o lo descubrirían. Solo que al girarse se perdió un detalle importante. El mencionar el nombre de Alejandra activó algo dentro de los ojos perdidos de Grace, una comprensión, un recuerdo de lucidez. Su hija, su amada hija, había sido asesinada por los planes de este sádico que al final ni se arrepentía, ni le importaba nada, solo él mismo. Mientras su hija se pudría, fría y sola bajo tierra, él seguía viviendo y respirando, no lo dejaría, no lo permitiría, ella era su madre y la vengaría. La próxima vez que Albert Edwards se giró para enfrentar a su esposa, solo vio la muerte de frente y un dolor agudo de algo afilado, clavándose en su cuello y desgarrando sus venas una y otra vez, una y otra vez. Quería empujarla, defenderse, gritar para pedir ayuda, pero la sangre salía del costado de su cuello a presión, manchando las paredes, su propio cuerpo y la cara de Grace. Encarnizada y enloquecida, sin sus medicamentos de sedación, le