El auto negro discreto avanzó y se detuvo cerca de un barrio en los suburbios. Alonso salió rápidamente y se perdió entre las oscuras callejuelas. — Vamos a la mansión – Leroy le ordenó al chofer, porque hoy hacía de jefe. Miró a la ciudad nocturna pasar a través de los cristales oscuros del lujoso, pero discreto Bentley. Ya quería regresar al sur con la familia Edwards, ver a su propia gente, a su hermano pequeño que se había recuperado y a excepción de los medicamentos que tenía que tomar de por vida, por lo demás, era un adolescente como otro cualquiera. Su madre trabajaba en la mansión del sur para la Sra. Eva y era muy bien tratada. Todo se lo debía a los Sres. Edwards. Sobre todo, le agradecía demasiadas cosas a Henry, muchas más de las que verdaderamente tenía que haber hecho por él, y si su familia vivía mejor, era por este trabajo tan bien pagado. Las órdenes de Henry Edwards, las cumplía de manera impecable y a conciencia por agradecimiento y sincera fidelidad. El
— ¡Sí, papá soy yo, estoy en un problema, mamá me dijo…! — ¡DAME ACÁ! – se escuchó una voz áspera y ruidos en el auricular – ¿Usted es el padre del chico? Una voz ruda se escuchó desde el otro lado, sobresaltando a Albert. — Sssí, sí, soy yo… — respondió, hasta medio con dudas. — Que sepa que nos debe un dinero gordo, que pidió un préstamo para jugar y no quiere pagar ahora. Nos dijo que su familia era rica, hablamos con su madre y prometió saldar la deuda, pero el tiempo pasa, Sr. Papá y nos estamos impacientando… — ¿De… de cuanto dinero estamos hablando? – cuando le dijeron la cifra, Albert casi se cae de espaldas. Antes, esta cifra le parecía exorbitante, pero posible, ahora, era imposible de pagar y no estaba a su alcance. Si agarraba esa cantidad de billetes en sus manos, lo utilizaría para empezar una nueva vida, no para pagarle las extravagancias y los lujos al idiota de su hijo. — Dígame, a dónde envío a mi hombre a recoger el dinero y solo así le entrego a este imbéc
Robert Edwards jamás pensó, ni por un segundo, que algún día sería la víctima en vez del victimario.Con todos los dedos de las manos inutilizados y vendados, golpeado, cojeando y tratado como menos que un animal, fue trasladado hacia un sitio desconocido, sin ver nada por la venda que tapaba sus ojos llorosos.Su boca también amordazada y era la viva imagen de un hombre caído en la más humillante desgracia.— Este es el chico que tengo disponible, del que le hablé – Robert escuchó que alguien dijo y el olor penetrante del humo y alcohol inundaban su nariz.El sonido de una silla arrastrándose y luego pasos que se acercaban a él.Su cuerpo, solo vestido con una bata de baño por encima, comenzó a temblar instintivamente al sentir la presencia de alguien que lo observaba con intensidad.Dio vueltas a su alrededor, examinándolo y su olor a tabaco, que ni siquiera el perfume costoso que llevaba lo podía opacar, le daba ganas de estornudar y mareaba su cabeza adolorida.Sintió una mano que
Henry le dijo y con la misma se alejó para acompañar a su esposa, sentada en un banco próximo, dejando al abogado más tranquilo. No quería exponerla a esto tan desagradable, pero Eva insistió en venir. — ¿Estás bien mi amor? ¿Tienes hambre? Hoy te levantaste muy temprano, debes estar agotada – la haló a sus brazos y le acomodó la cabeza sobre su hombro. — Estoy bien, solo, cuando salgamos pasemos por el restaurante que vende esa comida tan deliciosa – Eva le respondió cerrando los ojos, rodeada de tanto cariño. Desde que salió embarazada, Henry estaba más empalagoso de lo normal y eso que ya era un dulce derretido con ella. El corazón de Eva se sentía cálido y radiante de alegría. — Creo que este bebé va a ser un glotón, me dejará en banca rota… — acarició la panza inexistente de Eva y comenzó a burlarse de ella. Estaban metidos en su burbuja rosa, mientras, dentro de la sala del juzgado, se decidía el destino de tres personas. Como a la hora, salió el veredicto. Stuart Donov
Patricia miró el libro de visitas en su mano y leyó el nombre de la persona, que vería a su paciente al otro día, su esposo, Albert Edwards. — Estela, pásame un momento el teléfono – le pidió a la recepcionista y marcó el número que le habían dejado para comunicarse. — Dime – una voz masculina se escuchó del otro lado al conectarse la llamada. — Mañana le puedo enviar el telegrama que me pidió – improvisó una conversación completamente falsa, pero Leroy la entendió. Lo que habían esperado, sucedería. Albert iría a visitar a Grace para intentar sacarle el paradero de las joyas. — Haz como quedamos y no falles, ese telegrama es muy importante – le respondió sin dar muchos detalles, todo ya había sido más que hablado entre ellos. — Por supuesto, no se preocupe, buena tarde— y con la misma colgó y se volvió a dirigir al ala de la cual era encargada. Entró en el cuartico de la paciente Grace Edwards, que como siempre, acunaba en sus brazos a una muñeca vieja y le hablaba a veces com
Aquí no podía golpearla como estaba acostumbrado o lo descubrirían. Solo que al girarse se perdió un detalle importante. El mencionar el nombre de Alejandra activó algo dentro de los ojos perdidos de Grace, una comprensión, un recuerdo de lucidez. Su hija, su amada hija, había sido asesinada por los planes de este sádico que al final ni se arrepentía, ni le importaba nada, solo él mismo. Mientras su hija se pudría, fría y sola bajo tierra, él seguía viviendo y respirando, no lo dejaría, no lo permitiría, ella era su madre y la vengaría. La próxima vez que Albert Edwards se giró para enfrentar a su esposa, solo vio la muerte de frente y un dolor agudo de algo afilado, clavándose en su cuello y desgarrando sus venas una y otra vez, una y otra vez. Quería empujarla, defenderse, gritar para pedir ayuda, pero la sangre salía del costado de su cuello a presión, manchando las paredes, su propio cuerpo y la cara de Grace. Encarnizada y enloquecida, sin sus medicamentos de sedación, le
Lo sostuvo con cuidado y amor en un brazo y extendió el otro para ayudar a la elegante mujer, que salió también del interior del Bentley con un ramo de flores en las manos. La familia de tres, caminó entonces unida y en armonía, hacia el interior del mausoleo de piedras blancas, donde dos inscripciones se podían leer en las paredes: «En memoria de Diana Edwards y Román Edwards» — Papá, mamá, ha sido un tiempo sin vernos – Henry Edwards se paró delante de la tumba de sus padres y comenzó a hablarles en voz baja, mientras Eva colocaba las flores frescas en los recipientes de vidrio. Todo estaba impecable, porque una persona se encargaba de limpiar este sitio de reposo de la familia Edwards. — Lamento, no haber venido… todo este tiempo – la voz de Henry se quebró un poco al estar delante de sus padres. Desde que estuvo presente en su silla de ruedas, en ese deprimente entierro, rodeado de víboras que conspiraban en su contra, en todos estos años, nunca más había vuelto. Primero,
— Pues lo lamento, pero dígale a su jefecita que la logística no se maneja así y que si no sabe hacer bien su trabajo, se puede dedicar a cocinar y planchar en la casa, de donde no deben salir ninguna de ustedes Un hombre de unos 50 años, en traje ejecutivo negro, le hablaba en muy malas formas a una secretaria frente a él. — Sr. Hill, creo que ese comentario machista está de más y claramente mi jefa le avisó de este evento hace como 15 días, dijo que todo estaba bien, ¿cómo sale a última hora con que no tenemos las reservaciones? — ¿Dónde metemos a las invitadas extranjeras? – la chica pelinegra bajita, estaba que echaba chispas. Este hombre era un imbécil que solo estaba saboteando el trabajo de la jefa por pura envidia. Mientras esta discusión iba tomando vuelo, casualmente, la dueña de la compañía caminaba por el pasillo y ante una frase se quedó escuchando al lado de la puerta semiabierta de la oficina. — ¿Ahora me va a amenazar? ¿Quién no sabe aquí que su jefecita, la ta