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La Enfermera del CEO
La Enfermera del CEO
Por: Aurora Love
UN TRABAJO NECESARIO

Madison

El viaje se me hace eterno de camino a Hyden Park, la zona residencial donde se supone que tengo mi entrevista de trabajo. Hace muchos años que había dejado de dedicarme a ser enfermera personal para tomar uno que otro turno disponible en el hospital de la ciudad de Blanco, mi hogar natal. Un pequeño pueblo, tranquilo y cálido. Sin embargo, ya no puedo quedarme ahí, lo que gano no me alcanza para cubrir los gastos médicos de mi padre que ya está muy viejo, y tampoco para mantener a mi pequeño hijo de seis años. Es por eso que me estoy viendo obligada a migrar a Austin, la capital de Texas, con la esperanza de encontrar algo que al menos me alcance para vivir bien.

Vi el anuncio en una página web y apliqué sin pensármelo dos veces.

Después de ver como quedó la cosecha de mi padre, creo que era necesario.

Le digo al taxi que se detenga justo en la gran casa del final del suburbio. No tengo suficiente dinero para tener un auto propio, y el que mi padre tenía ya no funciona. Con la mano temblorosa, saco lo poco que me queda de dinero de reserva y le pago al hombre, que se va sin mirar atrás.

La mansión del señor Fairchild sin duda es enorme y elegante. No tengo idea de hectáreas o metros cuadrados, pero estoy segura de que esa propiedad ocupa mucho más de lo que necesita.

Trago en seco, las manos me sudan y siento que el corazón se me quiere salir del pecho. No estoy preparada para las entrevistas, la verdad es que soy un asco en ellas. Nunca me salen bien.

Por alguna razón salgo diciendo alguna tontería que termina por evitar que consiga el puesto que necesito.

Allá en mi pueblo solo lo había logrado gracias a una amiga que me había conseguido el contacto.

Si tan solo pudieran darme la oportunidad que estoy buscando, les demostraría que soy buena en lo que hago.

La descripción del trabajo no especificaba demasiado, solo que debía cuidar al señor Fairchild durante el día. Al parecer el hombre había sufrido un accidente y ahora está paralítico.

Toco la puerta con duda, aun así, mis nudillos suenan demasiado fuerte contra la madera.

Una mujer vestida de mucama me recibe con una sonrisa.

—Buenos días, vengo por la entrevista de trabajo para cuidar al señor Fairchild.

—Buenos días, ¡oh! Usted debe ser la enfermera.

—Así es —asiento.

La mujer me da una mirada de condescendencia que me quita toda esperanza. ¿Será que el hombre es un viejo cascarrabias? Demasiado quisquilloso como para dejarse atender por alguien tan joven.

He conocido a muchos de esos en el hospital en Blanco. No es un reto para mí.

—Buena suerte —murmura cuando cree que no la he escuchado.

No disimulo mi sorpresa al entrar en la casa. El lugar es tan grande que creo que caben como cinco granjas de mi padre en ella. Unos grandes ventanales dejan pasar toda la luz solar, y de paso dan una vista increíble al gran jardín de la casa.

—Pase por aquí, la señora vendrá en un momento.

Entro al estudio con las dos manos entrelazadas delante de mí. Siento que hasta el aire que se respira en este lugar es más costoso. No tenía idea de que esta gente fuese tan millonaria. En realidad, no sé nada de mi paciente. En la descripción del trabajo no dejaba nada relevante, y tampoco me molesté en averiguarlo, lo único que me motivó a venir a ciegas fue esa jugosa cantidad mensual que ofrecen pagar, unos cinco mil dólares semanales, veinte mil al mes, es bastante para solo tener que cuidarlo.

Mientras espero, me pongo a curiosear sin tocar nada. Hay muchos libros en este lugar, pero todos parecen del tipo empresarial, o atlas del mundo. En el escritorio hay unos cuantos papeles bien organizados, y al lado de este, un globo terráqueo de esos que giran.

Detrás, una ventana bastante grande es la que da la iluminación.

Cuando escucho los pasos de los tacones de la mujer, me apresuro a volver a mi posición inicial. No quiero que lo primero que piense de mí es que me meto en lo que no me importa.

—Hola, buenos días, tú debes ser Madison Jones, ¿verdad?

—Así es, señora Fairchild.

—¡Oh!, no, por favor, dime Jennifer.

—Como desee, Jennifer —respondo con una sonrisa nerviosa. Hace amago para que tome asiento, ella va hasta la cabecera del escritorio.

—¿Tiene usted experiencia cuidando a personas discapacitadas? —empieza a preguntar. No pensé que fuese a ser tan directa desde ya.

—Ah, sí, sí. En el hospital he trabajado con todo tipo de pacientes.

—Sí bueno, pero esto no será como el hospital. Verá, mi marido es un hombre muy exigente.

La miro a ella, tan elegante, tiene un porte que da aire a realeza. Va muy bien vestida, y no parece que sea mucho mayor que yo. Me pregunto si se habrá casado con ese viejito por su dinero. Lo más seguro es que sí, pero no estoy aquí para juzgar eso.

—No se preocupe por eso, he trabajado con todo tipo de pacientes —vuelvo a repetir—, estoy acostumbrada a tener algunos quisquillosos —digo echándome a reír.

Solo cuando veo que ella no se ríe me doy cuenta que he dicho una de mis tonterías. Me callo enseguida y la miro sería.

—Bueno, ciertamente mi esposo debe ser uno de esos, aunque usted no lo conozca. Verá, él está paralizado desde la cintura hasta la punta del pie, tiene paraplejia. Su lesión va desde la L1 hasta la L5, imagino que está familiarizada con el tema.

—Por supuesto.

—Su doctor de cabecera le recomendó terapia de rehabilitación, también está entre sus funciones cuidar las infecciones, él tiene un catéter, pero no se preocupe, para cambiarlo está el enfermero de la noche. Usted solo debe vaciar la bolsa y poner una nueva si es que la necesita. Ayudarlo a moverse para que no le salgan yagas y esas cosas.

—¿El doctor le dijo si podría recuperar la movilidad de las piernas?

—No es seguro, no dio un buen pronóstico, pero eso es indiferente, mi esposo —hace una pausa y suspira profundo—, él no desea seguir ningún tratamiento complicado, se ha resignado. Verá, no solo quiero a una enfermera para que le haga los cuidados, también quiero que le haga compañía, ya sabe, que lo anime un poco.

—Si usted me contrata, le prometo que así lo haré.

—Tengo una última pregunta para ti, ¿Tienes pareja? ¿Eres casada o algo así? En tu currículo decía que eres soltera, es sumamente importante que sea así.

De pronto siento que un bajón hace que me ponga pálida del susto y los nervios. Por supuesto que en mi currículo dice que estoy soltera, no lo he actualizado para esta entrevista. Además, no andas poniendo “comprometida”, porque eso no es un estado civil legal.

La verdad es que no estoy del todo soltera. Hace dos años conocí a un hombre maravilloso, no puedo asegurarlo, pero creo que podría ser el indicado para mí. Al menos a mi hijo le agrada, y es un buen muchacho. Su único inconveniente; si es que podría decirse; es que no está casi nunca a mi lado, pues mi prometido es militar de la fuerza armada de los Estados Unidos, y ahora mismo está de misión en Irak.

Saber que se encuentra tan lejos de mí, en un sitio tan peligroso, me pone los pelos de punta. Tengo miedo de que un día me llamen para decir que ha muerto en combate.

Me quedo mirando a la mujer un par de segundos, mientras proceso qué contestar a esa pregunta. Sé que, si le digo la verdad, no me dará el trabajo y no puedo arriesgarme a perder esta gran oportunidad, la paga es muy buena. Mi prometido no volverá sino hasta dentro de un año, creo que en ese tiempo podré reunir dinero suficiente para reconstruir la granja y la cosecha arruinada por las plagas. Podré volver a mi hogar, sin nada del estrés de la gran ciudad, ni cuidar viejecitos molestos.

—No, estoy soltera, pero… —hago una pausa cuando se me ocurre decir eso. ¿Por qué he dicho “pero”? ¿En qué estoy pensando?

—¿Pero?

—No tiene que preocuparse por nada, yo… soy lesbiana —miento.

¿Por qué demonios he dicho eso? Mi yo interno desea matarme en este momento. La señora enarca una ceja y me mira con suspicacia, como si se lo estuviera replanteando.

—Bueno, yo creo que eres perfecta para el trabajo, tienes buena experiencia a pesar de tu edad, y estás disponible.

—¿Entonces, me contrata?

—Todavía tienes que pasar una última prueba, mi esposo tiene que aceptarte.

Abro los ojos hasta el límite. Si es uno de esos pacientes de ochenta años, odioso y caprichoso como un niño pequeño, entonces ya puedo ir despidiéndome de este trabajo. Ella se da cuenta de mi cara de desánimo y añade:

—Créeme, deseo que acepte de una buena vez. Eres como la veinteava enfermera que entrevisto en toda la semana.

«No me está dando ánimos, señora», pienso.

»Ah, por cierto, no debes preguntarle nunca sobre su accidente, no le gusta hablar de eso. Y está terminantemente prohibido cualquier contacto, tema de conversación o incluso fotos de perros. Si tienes uno, asegúrate de que nunca lo sepa.

¿Perros? ¿Odia a los perros? ¡Vaya! Este hombre sí que es una joya, entre más sé de él, creo que menos me gusta lo que tendré que hacer. Tolerarlo solo por el dinero es algo que me va a costar mucho esfuerzo.

Se pone de pie y me conduce hasta la zona de su casa donde están las habitaciones. Se nota que han acondicionado la casa para adaptarse a la silla de ruedas del hombre. Pasamos por un pasillo hasta un área de descanso muy acogedora. Al fondo de ese lugar hay una puerta de madera corrediza.

Me hace una seña con la mano para que espere ahí y toca la puerta.

—Alec, ¿puedes venir por favor?

—Quien sea, no me interesa —contesta desde dentro.

—Alec, por favor, debes ver a la enfermera —le pide la mujer. La veo resoplar y girar los ojos, no parece ser un hombre fácil. La compadezco si tiene que aguantarse su mal genio.

—Ya te dije que no, no voy a aceptar a ninguna que me impongas —replica.

La esposa se pone una mano en la cabeza y vuelve a suspirar.

—Espera aquí, abriré desde el otro lado —indica.

Sale dando fuertes pisadas en el suelo, claramente está molesta. Desde el otro lado no se escucha nada más. Este hombre parece mucho más insoportable de lo que pensé. ¿De verdad se ha encerrado en su habitación? No lo creo, es muy peligroso. Debe estar fingiendo.

Una idea estúpida se me pasa por la cabeza: intentar abrir la puerta. Tal vez se haya ido al otro lado, ahora que sabe que su mujer va a abrir la otra entrada.

Deslizo con suavidad la puerta corrediza y para mi sorpresa, se abre sin poner ninguna resistencia. El hombre que se supone que debo cuidar está de espaldas a mí.

Lleva su cabello amarrado en un moño en la cabeza. Su cabello es entre rubio y castaño; algo raro para ser alguien mayor.

Cuando escucha que abro la puerta, se gira con la silla de ruedas y entonces quedo en shock. Porque el señor Alec Fairchild es de todo, menos un viejecito cascarrabias.

—¿Quién es usted? ¡Lárguese! —me grita.

Quizá sí es un cascarrabias después de todo.

—Soy Madison Jones, y yo seré su enfermera —respondo sin quitarle los ojos de encima.

Él me mira con el ceño fruncido, sus ojos verdes están escondidos bajo esas tupidas cejas que tiene. Una gran barba le cubre la mitad del rostro, pero ni siquiera eso le quita lo atractivo. Es un hombre increíblemente guapo.

—Pierde su tiempo, no la aceptaré.

—Señor Fairchild, deme una oportunidad, si para el final del día sigo sin agradarle, entonces podrá despedirme y no pondré ninguna objeción.

Justo en ese momento la esposa consigue abrir la puerta del otro lado. Se nota que esa la pusieron ahí después del accidente.

—Alec, la aceptarás o te juro que… —Él levanta una mano para interrumpirla.

—Está bien, acepto —contesta, pero estoy segura de que eso me lo ha dicho a mí. 

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