CAPÍTULO 3

Aria

Cuando salgo de esa oficina no soy capaz de mantenerme en mi área de trabajo, sino que tengo que ir al baño a tranquilizarme, pero me es imposible. Las lágrimas salen sin cesar por mis ojos y no puedo hacer nada para que dejen de salir.

¿Debería decir que me siento mal e irme? ¿Debo renunciar? La idea de eso último es tan dolorosa como el hecho de que Alec, mi Alec, vaya a casarse. No obstante, no veo otra salida para no sufrir más. No voy a poder tolerar ver como él me hace a un lado por su verdadero amor.

Mi celular comienza a sonar cuando llevo más de quince minutos dentro del baño. Es mi jefe, y seguramente me está llamando porque se encuentra furioso de no verme en mi zona de trabajo.

Hago acopio de toda mi fortaleza y me limpio el rostro como puedo. Ya no luzco tan impecable como esta mañana, pero no estoy hecha un desastre, así que salgo. El señor Elwood está en medio de la estancia, sin expresión alguna en el rostro, aunque conozco ese brillo en sus ojos y sé que está muy molesto.

—¿En dónde estaba? —me pregunta

—Tuve que ir al baño.

—Sígame a la oficina —dice volteándose, dándole igual el que mis ojos estén hinchados por llorar.

—Sí, señor.

Mientras lo veo caminar hacia la oficina, lo fulmino con la mirada. No soporto que no tome en cuenta mis sentimientos, que nunca se haya parado a preguntarse ni una sola vez si siento algo por él. Alec Elwood solo tiene consideración hacia sí mismo y para Natasha, para nadie más. Es eso con lo que tengo que aprender a vivir, pero no deja de doler, no deja de darme rabia. Aun así, lo sigo sumisamente hasta la oficina, esperando que me diga lo que no quiero escuchar, pero que sé que es lo mejor.

Mi jefe se dirige hacia su asiento y se acomoda en él. Su vista está en mi rostro, el cual intento mantener impasible pese a que siento que las piernas me tiemblan.

—Dígame, señor Elwood, ¿qué…?

—Debemos suspender sus visitas al departamento —dice sin más, como si se tratara de algo sin importancia—. Ella se instalará allí.

Asiento despacio, aunque los ojos me traicionan y mi vista se va al suelo para ocultar mis lágrimas. Esto está doliendo de una manera insoportable.

—Los dos sabíamos que llegaría la hora de que me casara —continúa—. Ha llegado la hora, debo formalizar con ella.

—¿Debe o quiere? —me atrevo a preguntar.

—Da lo mismo. Míreme cuando le hablo, Mills.

Luego de pasar saliva, volteo a verlo.

—Entiendo —respondo con voz débil—. Entiendo que esto terminó y que no debo entrometerme más en su vida. Con su permiso, señor.

—No le he dicho que se vaya.

—Pero para mí sería más cómodo irme. Necesito traer la agenda —respondo con una inusitada valentía.

No sé de dónde estoy sacando coraje para responder de esta forma, pero me alegra. No quiero parecer débil, no quiero hacerle saber que me importa tanto como me importa.

Me doy la media vuelta y camino hacia la puerta, pero antes de que pueda abrirla, tengo al señor Wood detrás de mí, respirándome en la nuca y presionando su cuerpo contra el mío para aprisionarme.

—Sigues siendo mía, Aria —me susurra. Aquella intensidad con la que dice esas palabras me provoca un estremecimiento—. El que me case no cambia las cosas entre nosotros.

—Pero…

—No hay peros. Durante un tiempo dejaremos de vernos, pero no te voy a liberar. Las cosas van a volver a ser iguales.

—¿Por qué, señor? Yo no quiero seguir siendo su amante si se casa. Yo…

—¿Acaso deseas que hunda a tu hermano en la miseria?

—No se atrevería —digo entre dientes—. No, no puede…

—Claro que puedo —reitera—. Y también la tuya. No puedes involucrarte con nadie más.

Su cuerpo me presiona más y me doy cuenta de que está excitado. Yo me encuentro asustada, pero no le soy indiferente. Mi cuerpo comienza a reaccionar ante sus besos en mi cuello y su respiración agitada. Nunca hemos vuelto a involucrarnos en la oficina, con excepción de aquel primer beso en donde se inició todo.

A pesar de todo eso, pienso en el bebé que llevo en mi vientre. Ahora menos que nunca se puede enterar de que lo llevo, ya que eso arruinará sus planes de matrimonio.

—Puede irse —me dice él de pronto, alejándose de mí—. Traiga la agenda dentro de diez minutos, Mills.

—De acuerdo, señor.

Salgo de aquella oficina sintiéndome terrible y con muchas náuseas. No obstante, respiro profundo y tato de seguir con mi trabajo. Debo aprovechar que el señor Elwood me ha pedido un tiempo.

En ese tiempo debo arreglármelas para desaparecer de su vida y dar a luz a mi hijo.

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