MALAS PRINCESAS

Como me ordenó la Reina, hablo con Emma, la dejo preguntarse quién será su cuñada hasta que obligo a mi boca a decir que seré yo. El perfume me asfixia, la cercanía de la mujer me inquieta mientras balbuceo como una muchacha enamorada y me finjo alegre, pero, aun así, Emma tarda largos minutos en tomarme en serio. Y cuando no logro convencerla de mi jovialidad, la Reina me arrebata el teléfono y me despide con una mirada cruel.

En mi habitación por la noche, enciendo mi pequeño televisor y me veo a mí misma en cada canal; yo con el sencillo vestido plata que usé en el décimo octavo cumpleaños de la Princesa, sonriéndole al Príncipe en una foto fuera de contexto, ¿por qué no ponen la mueca de fastidio que le dirigí después? Empequeñezco al ver mi nombre y datos privados aflorar para todo Pangea, incluso mis tres profesiones saltan como corchos sin ningún pudor, se supone que la última era estrictamente confidencial. Los conductores de todos los programas televisivos dicen cosas estupendas de mí, la mayoría son exageradas y muchas ni reales; hablan justo lo que la Reina y el Príncipe predijeron, sobre la excelente posición que tomaré y cómo beneficiará a las clases bajas mi unión con el próximo Rey de Pangea. 

Es gracioso cómo de la noche a la mañana me he convertido en una herramienta, un payaso que entretendrá a las masas toda la vida.

—No.

Lágrimas de rabia nublan mi visión, respiro profundamente para no derramarlas. Sí lloro ahora, no podré parar, y cuando amanezca estaré avergonzada por ser tan débil. Si llego a ver al Príncipe con los ojos hinchados, él sabrá que fue por su culpa, y eso lo complacerá.

—No seré una buena esposa—le prometo a mi foto en la televisión.

Los días pasan y pasan, convirtiéndose en un borrón a mis ojos, por suerte todos transcurren en la soledad del palacio; aunque acompañada en todo momento por la Reina, claro. Silvana Creel afina detalles de la boda conmigo a su lado, desde los invitados hasta la supuesta y penosa falta de presencia de su única hija, quien aún no está en condiciones de presentarse a eventos; según dice a los periodistas y más importantes cadenas televisivas. Y viene el día esperado, y también pasa sin que yo lo note demasiado; hago los gestos y expresiones ensayadas, y miro cada cosa sin verla realmente. El vestido para la ceremonia civil es de falda amplia de tul y gasa, diseñado en pliegues que concluyen en una larga cola y cuya parte superior es un ajustado corpiño recto decorado con encaje; todo la prenda contiene suficiente pedrería para iluminar toda Pangea, además de que es pesado y enorme, elegido al gusto de la reina Silvana Creel.

Cuando el Príncipe me besa con sus helados labios, me cuido de no dejar traslucir mi desagrado, tampoco le devuelvo el beso con el ánimo esperado de una novia, pero a nadie le importa, al fin y al cabo; todos admiran el voluminoso vestido, diseñado exclusivamente para mí. Y la corona sobre mi cabeza absorbe la poca atención que pude haber tenido, sus diamantes rojos destellan y me eclipsan de forma tan conveniente.

La celebración después de la ceremonia civil es íntima, según la misma Reina; sólo trescientos invitados de las más altas cunas y relacionados directamente a la familia real. Además de un manojo de fotógrafos profesionales contratados por Silvana Creel en persona.

—Toma, cielo. 

La empalagosa voz de la Reina me trae al presente. Algo confusa acepto la copa que me ofrece, pero no pienso beber el contenido, no confío en ella; aunque fuera agua, no tomaría nada que viniera de ella. 

—Bebe—la orden del Príncipe es dura y muy baja. 

Mi brazo entrelazado con el suyo se tensa, quiero zafarme y largarme. Pero hay varios fotógrafos cerca de nosotros, como cuervos ansiosos por sacar un poco de carne del cadáver agonizante. Sí bebo de la copa que me ha dado la Reina, básicamente estaré aceptando que ya les pertenezco, que soy una de ellos y que haré todo lo que me ordenen. ¿Y mi rebeldía donde quedaría? Tenso la mandíbula, detestando la presencia de todos esos nobles en mi “funeral”.  

Los cuervos están hambrientos, pienso de pronto, debo alimentarlos. En cuanto se me ocurre la idea, mi cuerpo se pega al de mi marido y sonriendo como loca, extiendo el brazo y le ofrezco el vino. 

—Querido, sabes que a mí no me gusta beber—miento con naturalidad, usando la misma fastidiosa voz de su madre como burla. Gian mira la copa con sorpresa a los ojos de todas las cámaras e invitados—. ¿Por qué no bebes tú? Es tu cosecha favorita, ¿verdad? 

Me observa con recelo y al instante estrecha sus lindos ojos verdes, se ha dado cuenta. Pero dado nuestro público, no le queda otra que aceptar y beber el contenido, al terminar su bebida sonríe encantadoramente a todos y deposita un beso en mi coronilla. La Reina se aleja sonriendo falsamente, y con discreción su hijo me aprieta el brazo con fuerza. 

Ya está, lo he retado. Forzarlo a beber una copa de vino y con ello exponer su problema con el alcohol es una pequeñez, lo sé, pero para mí ya supone un delicioso triunfo. 

Y luego de una farsa de boda, viene lo peor.

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