4

Cassie

Algo me despierta. No sé si fue un sonido, un movimiento o simplemente esa maldita intuición que nunca me falla, pero abro los ojos de golpe, con el corazón latiéndome demasiado rápido para estar tranquila.

La habitación está en silencio, pero no en paz. Hay algo cargado en el aire, como electricidad contenida. Un suspiro invisible que me eriza la piel. Me incorporo lentamente en la cama, apartando las sábanas con cuidado, como si tuviera miedo de despertar a los demonios que he estado esquivando durante días.

La luna se cuela por la ventana con descaro. Redonda, brillante, blanca como una herida abierta en el cielo. Me observa, testigo muda de todas las promesas rotas que alguna vez nos hicimos bajo su luz.

Y claro, ahí está. Ese recuerdo.

Damon, de pie frente a mí, con la camisa abierta, el pecho marcado por cicatrices que me sabía de memoria y los ojos tan oscuros que me absorbían. Su aliento mezclado con el mío, la manera en que sus dedos acariciaban mi espalda desnuda mientras juraba que jamás me dejaría.

Mentiroso.

Cobarde.

Hijo de la luna maldita.

Me paso una mano por el rostro, fastidiada con mi propia debilidad. ¿Cuántas veces más vas a recordarlo, Cassie? ¿Cuántas madrugadas vas a dejar que te visite ese fantasma?

Me levanto. Necesito aire. Necesito salir de esta casa que me asfixia, de esta cama que no huele a él, de este compromiso que debería parecerme un futuro… y solo sabe a cárcel.

Lucian duerme en la habitación del otro lado. Impecable. Perfecto. Controlado.

Tan distinto a Damon que hasta me da miedo.

Bajo por las escaleras sin hacer ruido. No prendo luces. No las necesito. La luna ilumina mi camino como si me conociera, como si supiera que estoy a punto de ir a buscarlo. O al menos, lo que queda de él en mí.

El bosque me envuelve con su familiar oscuridad apenas cruzo el umbral. Las ramas crujen bajo mis pies descalzos. El frío me abraza como un viejo amante que no sabe soltar. Y yo tampoco sé si quiero que lo haga.

Camino sin pensarlo. Sé a dónde voy. Mis pasos me llevan al claro. Nuestro claro.

Donde solíamos encontrarnos cuando el mundo era demasiado, cuando la manada no nos dejaba respirar, cuando solo éramos él y yo… y esa ridícula esperanza de que el destino estaría de nuestro lado.

Qué estúpida fui.

Cuando llego, todo está igual. El roble sigue ahí, majestuoso y quieto. El césped está húmedo por el rocío. Y el aire… el aire tiene ese aroma a peligro y deseo que solo él sabía llevar.

Me siento en el suelo. Respiro hondo.

—¿Qué estoy haciendo? —murmuro, para nadie.

Pero sé la respuesta. Estoy huyendo. Otra vez. Porque estar con Lucian me da seguridad, pero no me enciende. No me rompe. No me hace temblar.

Y eso… eso me aterra más que cualquier otra cosa.

¿Estoy haciendo lo correcto?

Me lo pregunto mientras clavo las uñas en la tierra. Mientras recuerdo la forma en que Damon me besó la última vez. No fue un adiós. Fue un castigo.

El beso más cruel de mi vida.

—Esto no es suficiente —me dijo.

—¿Yo no soy suficiente?

—Tú eres demasiado. Por eso me voy. Porque si me quedo… no voy a dejar que seas libre. Y tú mereces elegir.

Y luego se fue. Como si las palabras fueran excusas y no cuchillas.

Como si romperme fuera una forma de amarme.

Qué idiota.

Me pongo de pie. Estoy a punto de gritar su nombre, aunque me prometa no hacerlo. Aunque me lo haya prohibido.

Pero entonces… el aire cambia.

Es apenas un segundo.

Un susurro.

Un escalofrío.

Y lo siento.

Damon.

No lo veo. No hay ruido. No hay pasos.

Pero lo siento. Mi cuerpo lo siente. El lazo que juré cortar aún tiembla dentro de mí, como una cuerda tensa a punto de romperse.

No me atrevo a moverme.

Solo cierro los ojos. Y ahí está.

Su aliento. Su energía. Su rabia contenida.

La luna brilla más fuerte de repente. Mi piel arde.

No puedo verlo, pero sé que está cerca. Y eso me destruye.

—¿Por qué? —susurro al viento—. ¿Por qué ahora?

No espero respuesta. Pero la obtengo.

Mi nombre. Bajo. Grave.

—Cassie…

No sé si fue real o si mi mente me está jugando una broma cruel, pero esa voz me atraviesa.

Me doblo. Caigo de rodillas. Las lágrimas me ganan antes de que pueda detenerlas.

No lloro por él. Lloro por mí. Por la parte de mí que aún lo ama sin remedio.

Por el amor que aún me envenena.

La luna se cubre de nubes. Como si también necesitara un descanso. Como si me ofreciera un momento de oscuridad para recomponerme.

Y lo agradezco.

Me quedo así un rato. En silencio. Sola. O no del todo.

Cuando por fin me levanto, tengo barro en las rodillas y el alma hecha un nudo.

Y aún así, respiro más profundo que en semanas.

Regreso a la casa sin mirar atrás. Sin atreverme a comprobar si está ahí. Si me sigue.

Lucian me espera en la puerta, como si hubiera sabido que me iría. Como si ya me conociera lo suficiente para saber que no puedo dormir cuando estoy vacía.

—¿Dónde estabas? —pregunta. Su voz es suave, pero su mirada no.

Lo miro. Es hermoso. Es fuerte. Es todo lo que debería querer.

Pero no es él.

—Necesitaba aire —respondo.

—¿Y lo encontraste?

Asiento. No digo más.

Y él tampoco. Pero sus ojos… sus ojos me interrogan con más intensidad que cualquier palabra.

Subimos en silencio. No toca mi mano. No me obliga. No presiona.

Y esa calma suya me desespera.

Cuando me encierro en mi habitación, me miro en el espejo.

Pareces la misma. Pero no lo eres.

Y lo sé. Porque si Damon ha vuelto nada volverá a ser como antes.

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