EPÍLOGO

...Porque el final es el destino único de cada historia…

Un sonido ronco y espectral se escapó del pecho de Lex y se extendió entre sus dientes con deleite infinito, poseído por el orgullo lúgubre y excitante del padre cuyo cachorro ha atrapado su primera pieza. Se acomodó sobre las patas traseras para presenciar el espectáculo y entre la perfecta línea de sus bigotes esbozó algo parecido a una sonrisa, la felina cola cortando el aire con vivo placer.

Observó.

Los ojos de la mujer frente a él eran un abismo azul, obscuro, anochecido, que iba ganando en matices de color en la misma medida en que perdía su capacidad de controlar su naturaleza… algunos habrían dicho: “de salvar su alma”. Ella respondió a su rugido sordo con un risueño parpadeo de aquellos ojos y se estremeció con lentitud, alargando el magnífico momento de terror.

Los dos habían estado esperándolo durante demasiado tiempo.

Tumbado en el suelo entre sus piernas, inmovilizado por una de sus manos diminutas, un hombre exhalaba palabras de súplica, de miseria, de horror ilimitado. Hubiera podido ser otro; uno de esos indigentes que pululaban como hambrientas moscas en los fétidos arrabales de cualquier ciudad, de cualquier país, habría servido perfectamente a su propósito. Pero el destino en su infinita sabiduría la había llevado de vuelta a casa, para terminar aquella novela de horror donde una vez había comenzado el cuento de hadas.

 El hombre balbuceó unas cuantas palabras entre las que “piedad” “amor” o “Dios” no cobraron ningún significado. Ella no lo escuchaba, se limitaba a degustar la desesperación en su rostro, la agonía latente… Y percibiendo aquel miedo, por fin, la aceptación de su propia naturaleza le había llegado como una poderosa estocada. 

Todos sus músculos se tensaron en el momento de éxtasis supremo que precede a la caza, y Lex supo que su conciencia se encontraba ahora en un nivel muy diferente.

Ella era hija de la más absoluta oscuridad. Ella pertenecía a las Razas de la Noche. Ella era una guerrera… maldita y más poderosa de lo que nadie soñó ser. Cazadora, portadora  de  todo  el  mal  del mundo, y en aquel segundo irrepetible la miraba con respetuosa soberbia, porque ella era la muerte.

Sus cabellos, como una premonición del infernal amanecer que asomaba, destellaron cuando bajó despacio la cabeza y mostró los caninos, regodeándose mientras se extendían letales desde sus encías. El hombre enmudeció bajo la visión de su propia muerte, y por razones que al fin comprendía no vaciló esta vez.

Con la vehemencia de la cobra que ataca sus labios se aferraron a la garganta del condenado, desgarrándola hasta que la sangre caliente y espesa en que latía la vida se diluyó, perdida para siempre sobre la gruesa alfombra.

No la bebió, llegado aquel punto solo quiso matar.

—Adiós… padre —susurró. 

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