3

Los días que siguieron a nuestra boda pasaron con una calma inquietante. Victor no me prestaba mucha atención, y a mí, sorprendentemente, eso me irritaba aún más de lo que esperaba. El duque de Blackwell se sumió en sus negocios, y yo me vi atrapada en una rutina vacía, en una casa que no sentía como hogar, con un hombre que parecía más una sombra que un esposo. Era una cárcel dorada. Él era la celda, y yo la prisionera que, por más que luchara, no podía escapar.

La primera noche que pasé a su lado, la que debería haber sido nuestra noche de bodas, no fue ni cerca de lo que había imaginado. Me acosté en una cama enorme, esperando que al menos la proximidad de su cuerpo me causara algo, pero no hubo contacto. Nada. Ni un roce, ni un susurro. Solo su respiración constante y tranquila, como si no estuviéramos compartiendo el mismo espacio, como si fuéramos dos extraños bajo el mismo techo.

Pero lo peor de todo era el silencio. El silencio que se hacía más pesado con cada día que pasaba. No podía soportarlo. Necesitaba pelear, hacerle frente, sacudir el polvo de la opresión que se acumulaba sobre mis hombros. Victor no decía nada, ni siquiera cuando cruzábamos miradas, ni siquiera cuando me encontraba frente a él. El desdén con el que me trataba, esa indiferencia que emanaba de su ser, me estaba matando.

Pero hoy sería diferente. Hoy no me quedaría callada. Hoy lo desafiaría, como siempre había hecho.

El almuerzo fue casi un acto de guerra. La mesa estaba servida, y cuando Victor se sentó, su presencia ocupó el espacio como si fuera dueño de todo lo que lo rodeaba. Ni siquiera miró el plato frente a él; su mirada estaba fija en los papeles de su negocio, su mundo, ajeno al que compartíamos.

—¿Así que tu vida consiste en trabajar y ordenar todo a tu alrededor? —pregunté, incapaz de seguir aguantando su silencio.

Mi voz resonó en el aire, fría, desafiante. Victor levantó los ojos lentamente, como si no le importara lo más mínimo lo que dijera, pero en el fondo me estaba observando con esa mirada de hielo que tanto me desbordaba.

—¿Y qué se supone que debería hacer yo, Alexandra? —respondió con la misma calma inquebrantable. Su tono, impasible, me molestó profundamente.

—No sé, quizás, tratar de ser un marido. O al menos, intentar parecer que te importa. —Mi sarcasmo no pasó desapercibido, y eso me llenó de una satisfacción macabra. Ya no era la esposa obediente que él esperaba que fuera. No lo sería. No tan fácilmente.

Victor dejó los papeles a un lado, por fin prestando atención a lo que decía. Su mirada se endureció ligeramente, pero siguió sin perder esa postura de control absoluto.

—¿Es eso lo que esperas de mí? —preguntó, su tono un tanto divertido, como si estuviera disfrutando el espectáculo que yo misma le ofrecía sin darme cuenta.

Lo odiaba por esa superioridad, por ese desprecio disimulado. Pero algo en mí, algo muy profundo, también lo deseaba. ¿Qué era lo que me hacía querer desafiarlo tanto? ¿Era por mi orgullo herido o había algo más que me empujaba a enfrentarme a él?

—No, no espero nada de ti —respondí con dureza, buscando en mis palabras una manera de cortarlo. Pero, al mismo tiempo, algo en mi pecho se revolvía al decirlo. No podía ser que me estuviera conformando con tan poco, no podía ser que me estuviera engañando a mí misma.

La cena, más tarde esa noche, fue el terreno perfecto para continuar la batalla. Victor estaba allí, sentado frente a mí, con su porte altivo y esa actitud de líder innato. Yo me encontraba con las manos inquietas en el regazo, deseando estar en cualquier otro lugar, deseando no sentirme tan atrapada.

—¿Estás esperando algo de mí? —dije, tratando de romper el hielo con otra pregunta cortante. Esta vez, mi tono fue más bajo, como si estuviera dispuesta a ir un paso más allá.

Victor dejó la copa de vino sobre la mesa con un gesto lento, calculado. Su mirada, tan fija en la mía, me hizo sentir que mis palabras eran solo ecos insignificantes en su mundo.

—No, Alexandra. No espero nada de ti. Ya sé lo que puedo esperar. Ya lo he visto.

Las palabras de Victor cayeron sobre mí como un peso muerto. Mis entrañas se revolvieron. La manera en que me miraba, como si fuera una mujer que no valía nada más que lo que él había decidido ver en mí, me enfureció. La sensación de ser tratada como un objeto no me gustaba, y lo odiaba más por no esconderlo, por no intentar siquiera parecer que me respetaba. La rabia creció en mí como una llamarada, y su indiferencia solo alimentaba mi deseo de desterrarlo de mi vida.

—¿Qué es lo que ves en mí, Victor? ¿Una esposa sumisa? ¿Una muñeca a tu disposición? —desafié, levantando la voz un poco más, buscando una reacción, pero él no se movió.

El silencio que siguió fue tenso. Su expresión era la misma de siempre: imperturbable, distante, como si todo lo que decía fuera tan insignificante que ni siquiera mereciera su atención.

—No. No eres una muñeca. Eres mi esposa —dijo, y la frialdad en sus palabras me hizo desear gritarle, patear la mesa, destruir todo a su alrededor. Pero no lo hice. Me quedé allí, esperando, mirando cómo él se tomaba su tiempo para añadir—: Y eso, Alexandra, es lo único que realmente importa.

Me levanté de la mesa, mi silla chocó contra el suelo, rompiendo el silencio tenso que se había instalado entre nosotros.

—Te equivocas si piensas que esto va a ser fácil, Victor. No soy una mujer que se somete a nada. Ni a ti, ni a tu mundo.

Le lancé una última mirada llena de desafío, pero en el fondo de mis ojos, podía ver algo que no quería reconocer: la atracción que aún sentía por él, la mezcla entre odio y deseo que me mantenía cautiva. Y eso me aterraba.

Victor no se movió, pero su mirada seguía fija en mí, tan tranquila, tan segura. Era como si, al final, todo estuviera bajo control. Y yo lo odiaba por eso.

Iba a darme la vuelta para dejarlo allí con su maldita copa de vino cuando sonó el timbre de la mansión.

Una, dos veces. Insistente. Urgente.

Victor frunció el ceño y, por primera vez en todo el día, se puso de pie.

—No esperaba visitas —murmuró, mientras avanzaba hacia la puerta.

Yo me quedé donde estaba, con el corazón acelerado sin razón aparente. Algo en ese timbre me puso los pelos de punta.

Entonces escuché su voz.

Una voz que no debería haber estado allí. Una voz del pasado. Una que me arrancó el aliento y me congeló en el sitio.

—Hola, Alexandra. Tiempo sin vernos.

Me giré lentamente. Y ahí estaba él.

Leonard.

Mi ex prometido. El hombre que creía fuera de mi vida… y que ahora sonreía desde el umbral de mi nueva prisión.

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