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El día de la boda se acerca, y mi cuerpo, aunque aparentemente tranquilo, parece estar en constante guerra consigo mismo. Las horas pasan lentamente, cada minuto que me acerca a ese altar me deja con la sensación de estar caminando hacia un futuro del que no puedo escapar. Mis pensamientos corren más rápido que mis pies, pero ninguno me ofrece consuelo. En mi mente, el futuro está sellado, y mi único refugio es la furia que siento. Pero esa furia no puede cambiar lo que está por suceder.

Hoy, por primera vez, tengo que enfrentarlo cara a cara.

Victor Blackwell, el duque que se ha convertido en el centro de mi destino, está a punto de convertirse en mi esposo. El hombre con el que mi vida, tal y como la conozco, se desmoronará. No puedo negar que, al pensar en él, siento un estremecimiento en mi interior. No es miedo lo que siento, sino una mezcla incómoda de ira y… algo más. Algo mucho más perturbador.

Cuando entro en la sala donde se lleva a cabo la última de nuestras reuniones previas a la boda, me encuentro con él. Estaba de pie cerca de la ventana, observando el paisaje, como si estuviera completamente ajeno a la vida que se desmoronaba alrededor de él. La luz del sol se reflejaba en su cabello oscuro, que estaba cuidadosamente peinado hacia atrás, y en su traje perfectamente entallado, que lo hacía parecer aún más imponente. Mi corazón dio un vuelco, no por la admiración que todos parecen tener por él, sino por la forma en que su presencia llenaba la habitación, aplastándome con su silencio.

El aire entre nosotros se cargó de tensión. Un segundo de duda me invadió antes de que mis ojos se encontraran con los suyos. Me detuve en seco, mis pasos haciendo eco en la habitación vacía.

Él no se movió, no mostró ni el más mínimo signo de sorpresa ante mi llegada. Simplemente giró lentamente hacia mí, sus ojos clavándose en los míos con una intensidad que hizo que mi piel se erizara.

—Alexandra —dijo mi nombre con una calma tan profunda que me pareció casi burlona, como si ya me conociera mejor que yo misma.

Esas dos sílabas, salidas de su boca, parecían contener un mundo entero. Como si su presencia sola pudiera desmantelar todo lo que había sido mi vida hasta ahora. No era un hombre que hacía promesas vacías, ni un hombre que se tomaba las cosas a la ligera. No. Él era alguien que vivía con un propósito, alguien que no necesitaba palabras para imponer su voluntad.

—Victor —respondí, alzando la barbilla con desdén. Mi voz sonó más firme de lo que me sentía en ese momento.

Mis ojos lo recorrieron de arriba abajo, no como una mujer que lo deseaba, sino como una que lo desafiaba. Con su postura recta y su mirada que me escaneaba, se veía como un hombre que estaba acostumbrado a ser el centro de todo. Sin embargo, no me iba a someter. Jamás.

Él no reaccionó de inmediato, pero pude ver cómo sus labios se curvaban en una ligera sonrisa, como si disfrutara de la tensión que se generaba entre nosotros.

—He oído mucho sobre ti, Alexandra —dijo finalmente, su tono neutro pero cargado de algo que no pude identificar.

—No dudo que hayas oído todo lo que quieres escuchar —respondí, sin poder evitar el tono sarcástico que brotó de mis labios. De alguna manera, me molestaba la forma en que hablaba de mí como si fuera una pieza más en su ajedrez.

—En lo que a mí respecta, las opiniones ajenas no son más que ruido —replicó él, acercándose un paso hacia mí, su sombra rodeándome de inmediato. Pude sentir el peso de su mirada sobre mi rostro, y por un momento, quise retroceder. Pero no lo hice.

El calor en la habitación aumentó, no por el sol que se filtraba por la ventana, sino por la energía cargada entre nosotros. Había algo sobre él que me desbordaba, algo que me descolocaba. Ese control que parecía tener sobre sí mismo me inquietaba, y de alguna forma, también me atraía.

—No te preocupes, Alexandra —continuó, su voz grave resonando en el aire con una calma desconcertante—. Sé que este matrimonio no es lo que quieres. Pero créeme, te aseguro que es lo que necesitas.

Mis manos se apretaron contra mi falda con rabia contenida, y aunque traté de mantener la compostura, mi estómago se tensó con furia. No tenía derecho a decirme lo que necesitaba. Nadie lo tenía.

—¿Qué sabes tú de lo que yo necesito? —respondí, desafiando su mirada, mi voz hiriente.

Por un momento, pensé que sus ojos se oscurecerían con desdén, que él me castigaría con una mirada fría, como si mi osadía fuera algo intolerable. Pero no lo hizo. En lugar de eso, sus labios se curvaron ligeramente, en una expresión que no pude descifrar.

—Sé lo que todas las mujeres necesitan —dijo en voz baja, como si estuviéramos compartiendo un secreto—. Seguridad. Un lugar al que aferrarse. Alguien que se encargue de lo que ellas no pueden. Eso es lo que te ofrezco, Alexandra.

La forma en que lo dijo me hizo sentir un nudo en el estómago. ¿Eso era todo? ¿Seguridad? ¿Un lugar al que aferrarse? Sus palabras me calaron hondo, pero no porque quisiera creerlas, sino porque, en alguna parte de mí, las reconocía como la verdad.

—Lo que tú ofreces no es lo que quiero —respondí, con una firmeza que no sentía. Mis palabras flotaron en el aire como una promesa de resistencia, pero dentro de mí, había una grieta. Esa grieta la había creado él, con su presencia aplastante, con su frialdad desconcertante.

Victor se inclinó ligeramente hacia mí, su rostro apenas a unos centímetros del mío. El aire entre nosotros se volvió espeso, cargado de algo que no era solo tensión, sino algo mucho más profundo, más peligroso.

—Sé cómo manejarte —dijo, su voz un susurro que me atravesó. Y por alguna razón, esas palabras me quemaron por dentro, como si cada sílaba fuera una advertencia de lo que vendría.

Mis ojos se abrieron un poco más, y no pude evitar que mi respiración se acelerara. Estaba furiosa. Furiosa porque, en algún rincón de mi mente, me encontraba dándole la razón. Pero no lo admitiría. Jamás.

—No creas que será tan fácil —respondí, con los dientes apretados. No iba a dejar que él me redujera a una simple pieza en su juego. No permitiría que este hombre me rompiera.

Lo observé por un momento largo, mi mirada ardiendo de desafío. La distancia entre nosotros era mínima, y por un instante, pude sentir la electricidad entre nuestros cuerpos. El duelo de voluntades estaba apenas comenzando, pero ya podía sentir que la batalla sería feroz.

Victor no dijo nada más, pero en su mirada había una promesa silenciosa, como si ambos supiéramos que este enfrentamiento no acabaría pronto. La guerra de voluntades había comenzado, y no iba a ceder.

Sin embargo, una pequeña parte de mí, la que trataba de ignorar, ya sabía que esta batalla podría no ser tan simple como pensaba.

Entonces, justo cuando creía que la tensión entre nosotros no podía aumentar más, él se inclinó hacia mi oído y murmuró:

—Nos vemos en el altar, princesa.

Y sin esperar mi respuesta, se giró y salió de la habitación, dejándome helada, atrapada en el eco de esas palabras.

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