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En la soledad de mi habitación del sanatorio, puedo escuchar mis propios llantos y lamentos de dolor luego de mi primera sesión de lavado de cerebro. El cruel verdugo de mi desgracia ejecuta mi sentencia en algún aparato de tortura de la Inquisición. Tenían razón, duele y mucho, supera por demás el infierno de los interrogatorios. Eh, ¿hay alguien ahí?, pregunto débil y tumefacta a la voz. “Pareces muñeca quemada, torturada por algún niño cruel”, responde con voz chillona. Su fanfarronería me confirma que todavía sigue con vida, pero yo, muriendo y clamando interiormente, trato de recordar lo sucedido aquella noche.

Luego del apagón aquella noche en el bar, me disculpé con Judy por mi comportamiento paranoico. Araminta y Adriel me buscaban desesperados y al verme con él se tornaron muy serios. Poco antes de irme lo vi

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