El Bar del Oro era un antro del bajo mundo donde los libertinos de la universidad se dirigían a satisfacer sus más bajos instintos asociados al rock, alcohol, drogas o sexo ocasional. No obstante, tomé el riesgo. Quizá Araminta tenga razón. Al menos entregué el trabajo sobre Poe y ubiqué en la biblioteca el único ejemplar del Setenario. Estará disponible para mí a partir de mañana, pensé en un intento por convencerme de que hacía lo correcto, dándome el valor para enfrentarme a aquel lugar. ¡Todo está bajo control!, me dije en tono victorioso mientras me ponía unos pantalones negros ajustados y me pintaba los labios muy rojos, con la esperanza de pescar algo aquella noche. “¿You talkin' to me?” Le pregunté a mi reflejo en el espejo y sonreí divertida, detallando la buena pinta de Carena, la libertina.
La canción Never let me down again de Depeche Mode, retumbaba en el suelo y las paredes de aquel antro. ¡Demonios! Aturdida, me abría paso entre los borrachos y curiosos que atravesados en todo el recinto, nos miraban por encima del hombro. Aquella cueva indecente de paredes negras y tenues luces estaba a reventar. Podían observarse pequeñas mesas rodeadas por sofás de color rojo donde permanecían engreídos, los primeros en llegar al bar o los privilegiados por la administración. Más allá, en las paredes mancilladas, se podían observar parejas pecadoras entregadas al vicio de la carne. En la pista de baile, las parejas sudorosas se fundían y abrazaban poseídos por las drogas o el alcohol. Araminta y yo caminamos en una extraña mezcla de astucia y timidez, atraídas por un claro de luz que iluminaba la barra y decidimos quedarnos allí.
—¿Qué vas a tomar, Carena? —preguntó casi gritando para imponerse al ruido.
—Lo que tú pidas estará bien para mí —contesté en voz alta y miré en torno para asimilar aquella escena de espanto. De pronto, mi mirada se detuvo para verificar una estupenda visión. Era mi hombre ideal. Vestía una chaqueta negra con bufanda colorida y jeans, el cabello suelto y un gorro. Hablaba y fumaba con los “raros” en uno de los sofás rojos. Una sensación de creciente nerviosismo me apuñaló el estómago ante aquella agradable e inesperada sorpresa.
—¡Me encanta esa canción! —exclamaba Araminta en tanto me entregaba el trago y bailaba para entrar en ambiente. Por mi parte, no podía hacer lo mismo. No entendía por qué extraña razón la presencia de aquel ángel profano me ponía tan nerviosa. Relájate, pensé—. Bien, aquí lo tienes —indicó señalando con una cómica reverencia el contenido del salón.
—¿Qué cosa?
—La fábrica de Willy Wonka —contestó con una especie de fascinación teatral—. Una maravilla psicodélica llena de hombres de chocolate, mujeres de caramelo y otras invenciones ingeniosas como las personas que no entran en ninguna de las categorías anteriormente descritas. ¡Todos comestibles! —Reí con espontaneidad, ruborizada por sus ocurrencias—. Tienes también a los trabajadores de fábrica, los Oompa-Loompas del bar —dijo señalando a un tipo calvo y sudoroso con chaleco de cuero que servía los tragos— quienes cantarán canciones para ti cada vez que te portes mal. Elije a quien o a quienes te vas a comer.
—Por favor, Araminta —repliqué escandalizada.
—Hablo en serio, has estado quejándote todo este tiempo de que “no tienes a nadie a quien amar” —chilló con el tono agudo y trémulo de una vieja que se queja por todo—. Debes empezar ya, Carena. Mientras esperas a ese príncipe azul, busca la felicidad en las cosas más pequeñas, como el clítoris por ejemplo. —Y estalló en una odiosa carcajada.
—¡Déjalo ya, Araminta! —exclamé llevándome las manos a los oídos.
—¡Ahí viene Adriel!
Por primera vez en mucho tiempo, agradecí su piadosa llegada, aunque enseguida me fue imposible ocultar mi incomodidad.
Alguna vez tuve una relación fugaz con él. Muy alto y delgado, de tez pálida, corto cabello negro y ojos oscuros. Buen hombre en general, pero no el ideal para mí. Me volví para mirarlo y ahí venía, derrochando intelectualidad y una sonrisa encantadora. Quizá aquella sonrisa fue la que me alentó a salir con él. Un joven atractivo —y arrogante— presidente de la Organización de Estudiantes para las Ciencias o algo así. Lo conocí cuando hacía una encuesta sobre el efecto del año 2000 en las computadoras. En realidad, yo solo podía sentir el efecto que su sonrisa estaba ejerciendo sobre mí. Siempre contaba anécdotas más o menos interesantes acerca de sus actividades científicas y me llevaba a todas ellas, y aunque me mataban de aburrimiento, yo podía soportarlas todas por las excitantes sesiones de sexo que manteníamos en los lugares más insospechados. Llevábamos seis meses saliendo cuando me di cuenta que aquellas sesiones eran lo único que nos unía. Además, se habían vuelto rutinarias y la arrogancia de Adriel iba creciendo gradualmente con ellas. Así que la decisión fue mía, me harté de su arrogancia y del sexo vacío.
—¿Cómo están muchachas? —inquirió con su estúpida sonrisa—. Carena, ¿cómo estás? —preguntó en tono seductor, recorriéndome con la mirada.
—Excelentemente —contesté cortante, animada por el alcohol.
—Y bien, ¿qué hacen por el inframundo?
—Carena socializa —respondió Araminta jocosamente. Le lancé una risita sarcástica mientras la liquidaba con mi mirada.
—Vaya. ¡Es verdaderamente un milagro! —Sonrió con sorpresa—. ¡Entonces, brindemos porque Carena, decidió salir de su caparazón esta noche!
Me encogí de hombros. Estaba allí para divertirme y eso hice. Avanzaba la noche y Adriel continuaba trayendo tragos y más tragos. Entre el ruido, la gente y las bromas, no podía evitar mirar de reojo hacia el sofá rojo donde se encontraba mi hombre ideal. Era como si mis ojos estuvieran imantados hacia ese lugar. Sin embargo, la visión no resultaba nada alentadora: Un par de vampiras intentaban clavarle los colmillos al cuello. ¡Vaya!, me dije. He bebido demasiado. En tanto, bebía la quinta o sexta copa y la música retumbaba en el lugar: “Pero soy un desgraciado, soy un bicho raro. ¿Qué demonios hago aquí?” cantaba Radiohead, reforzando mi patética soledad y haciéndome sentir como un bicho raro frente a la presencia de un hombre que ignoraba por completo mi existencia.
Me daba vueltas la cabeza cuando decidí ir al baño. Me abría camino entre la gente, tambaleándome, cuando de pronto, resbalé en el pasillo donde se encontraba el baño y alguien sujetó rápidamente mi mano para evitar que cayera por completo. En ese preciso instante, se apagaron las luces y se enmudeció de súbito el estruendo del lugar. Me quedé inmóvil, con un zumbido ensordecedor en los oídos, sin saber que había sucedido. Tuve quizá cinco segundos para que mi mente captara la escalofriante totalidad de la oscuridad y preguntarme qué demonios estaba pasando. Estaba asustada. Yo solía sentir una angustia irracional cada vez que me encontraba en lugares oscuros. Intenté desesperadamente fijar mi mirada en algún punto, pero fue inútil, la oscuridad era total.
Alguien me sujetaba con fuerza y no me soltaba, no emitía palabra alguna. El corazón empezó a latirme furioso en el pecho cuando afuera o más allá, alguien lanzó una especie de ligero silbido, un grito burlón y de reclamo a la vez por sabotear la música. Repentinamente, algún lugar de mi mente asustada codificó aquella mano como amenazante y mi miedo se intensificó. Sentí una especie de terror apoderarse de mi cuerpo y empecé manotear y vociferar, segura de que iba a morir, pero de inmediato, entró en funcionamiento la planta eléctrica del local. Me quedé donde estaba, jadeando fuertemente, encandilada por los destellos de luz y busqué con la mirada desesperada el rostro de la persona que me sujetaba y lo vi. Era Judy, el cabecilla de los “raros”. Aún no olvido la expresión de su rostro mientras soltaba lentamente mi mano. Estaba perplejo, temblaba. Sus ojos me miraron con una rara intensidad y casi arrastrando las palabras, me dijo: “Eres tú”. Una extraña y tenebrosa sensación me recorrió al escuchar esas palabras. Había ocurrido algo extraordinario entre nosotros, aunque ninguno de los dos tenía la menor idea de lo que estaba pensando o sintiendo el otro.
Ese fue el inicio de todo.
En la soledad de mi habitación del sanatorio, puedo escuchar mis propios llantos y lamentos de dolor luego de mi primera sesión de lavado de cerebro. El cruel verdugo de mi desgracia ejecuta mi sentencia en algún aparato de tortura de la Inquisición. Tenían razón, duele y mucho, supera por demás el infierno de los interrogatorios. Eh, ¿hay alguien ahí?, pregunto débil y tumefacta a la voz. “Pareces muñeca quemada, torturada por algún niño cruel”, responde con voz chillona. Su fanfarronería me confirma que todavía sigue con vida, pero yo, muriendo y clamando interiormente, trato de recordar lo sucedido aquella noche.Luego del apagón aquella noche en el bar, me disculpé con Judy por mi comportamiento paranoico. Araminta y Adriel me buscaban desesperados y al verme con él se tornaron muy serios. Poco antes de irme lo vi
Estar cerca de ese hombre era una experiencia abrumadora. A partir de ese momento, empecé a verlo con más frecuencia y me lo encontraba en todos lados: cuando llegaba a la universidad alrededor de las siete de la mañana, mientras desayunaba en el cafetín después de mi primera clase o en la parada del transporte, a las cinco de la tarde, sin falta. Ahora recuerdo que en aquel tiempo fui objeto de una constante persecución, aunque en esos días lo ignoraba. Todo inició una fría tarde de invierno cuando llegué a la parada del transporte en la universidad. Aquel día mi capacidad mental estaba al borde. Había estado sometida a demasiada presión por la elaboración del ensayo, incluso obtuve la prórroga para entregarlo el lunes próximo. Por más que le dedicara las tardes en la biblioteca, mis esfuerzos por terminarlo habían sido infructuosos y eso me frustraba. D
Su voz seductora replica en mi cabeza: John. Voces en mi cabeza. Voces en una habitación. Voces en la habitación de la tortura.—Nos volvemos a ver, Carena.Y otra vez, el angustioso olor de las cámaras mortuorias. El aroma funerario de las flores inexistentes que cubren mi cuerpo más muerto que vivo. El humo pestilente de sus cigarrillos que se desparrama en la habitación de la tortura y se infiltra en mis pulmones. Escucho su voz cavernosa, pero la luz intensa sobre mi rostro me impide distinguirlo. Estoy inmovilizada de nuevo en la camilla y no tengo la certeza de cómo llegué aquí, ni por cuánto tiempo he estado soñando o recordando. El eco de sus pasos se acerca hacia mí, entrecierro los ojos. ¿Es el hijo de puta de Barker? Pienso. Acerca el rostro para que pueda verlo y esboza una sonrisa sarcástica.—Has sido elegida&hellip
“Me llamo John”, el nombre de la perdición, sí. No tardé mucho tiempo en involucrarme en un futuro catastrófico. Mis recuerdos vuelven a la biblioteca en aquella tarde de invierno...—Disculpa “John” —dije titubeante—. He estado consultando ese libro durante toda la semana, debo entregar un ensayo el lunes. Quizá tú puedas...—¿Lo necesitas? —interrumpió impaciente. Subí mi mano hasta la barbilla y asentí con la cabeza—. Yo también lo necesito —agregó ignorando mi petición y dirigió su mirada al libro.—¿Y en qué estás trabajando? —pregunté de inmediato en un intento por mantener con vida la conversación. Levantó una ceja, pensativo, dando vueltas a las páginas sin un orden específico.—Un aná
—Quizá lo que necesites es un poco de inspiración. Un pequeño empujón —añadió sosteniéndome la mirada. Sonreí desconcertada y lo miré de reojo. Su rostro era hermoso, pero parecía tener algo extraño. Físicamente no aparentaba más de treinta años. Lo detallaba: piel dorada, cabello castaño largo y recogido sobre el fuerte cuello, barba incipiente, nariz perfilada, mirada enigmática, boca pequeña, suéter negro y holgado, pulsera de cuero marrón en la mano derecha. Sin embargo, había algo en él, como una especie de misterio que emanaba de su aura, de sus gestos, de su voz, no podía definirlo. Era como si sus ojos despidieran un destello malicioso—. ¿Dónde vives? —interrumpió al fin y encendió un cigarrillo.—Vivo en el centro de la ciudad, pero nací en Vancouver.<
Veía en John a un hombre con un apasionado sentido de lo rebelde, combinado con una intensa fuerza espiritual e intelectual. Sentí que el tipo de amor que yo había estado esperando durante años de soledad, podría encontrarlo en él. Pero, ¿qué tonterías estoy pensando? Me sentía bastante tonta mientras recorría el camino de la parada hasta mi edificio. Era curioso, pero empezaba a ser consciente de mi entorno, no me molestaba la gente aglomerada en las intercepciones. Pensaba en el amor y en su poder de transformación en tanto tarareaba un vieja canción de Queen: “Esta cosa llamada amor, no puedo manejarla... ella me vuelve loco, me provoca fiebre y escalofríos...”. Al menos, transitoriamente, miraba al mundo con simpatía. De ninguna manera esa era mi forma de ser. Quiere verme otra vez. ¿Podría estar interesado en mí? Mi
—¡Vaya! —comenté asombrada—. Hablas con mucha pasión, John. ¿Por qué dices todo eso? —pregunté con creciente curiosidad, intentando descifrar lo que pensaba.—En primer lugar porque conozco lo que hacen y es más fácil detestar con mayor razón lo que conoces. —Sonrió—. En segundo lugar porque... es muy personal... Ni te imaginas lo que este Sistema de mierda puede llegar a hacerle a una familia. Pronto llegará su fin, Carena. Y mientras ese momento llega, seguiremos expresando nuestro rechazo al actual estado de las cosas, intentando, al menos, sabotear el orden impuesto.Aunque sus palabras me sorprendían, sentía que podía comprenderlo. En el fondo sabía que su posición coincidía ocultamente con esa sutil aversión que yo sentía por el Sistema, ese régimen violento y absurdo contra el que ven
Angustiantes sentimientos y sombrías ideas daban vueltas en mi cabeza como un remolino de hojas al viento que siseaba su hermosa voz: “Vive, Carena, vive”. Sentí que un oscuro, pero vasto camino se abría ante mí. Un camino que me disponía a transitar bajo una especie de encantamiento producido por sus miradas intensas y sus palabras seductoras.Finalmente, decidí transitar aquel camino. En los días sucesivos mi relación con John era un hecho. Pas&aacu