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Recuerdo que, cuando apenas era un chiquillo, la mayor parte de las amistades de mis padres e incluso mis padres, así como los adultos con los que me llegué a relacionar; reconocían mi capacidad intelectual y, por ende, me consideraban una especie de niño prodigio. Acepto el hecho de que no me mostraba con total honestidad pues en ocasiones actuaba iluso -hasta cierto punto- a mi conveniencia. 

Comúnmente cuestionaban mis habilidades para entablar conversaciones de diversa temática y que casi siempre, solo los adultos tratan, convenciéndolos de su incredulidad. «¡Valla que lo eran!» 

En repetidas ocasiones me pregunté, cuál sería el motivo por el qué mis compañeros de clase o los niños de mi edad se mantenían a distancia de mí, cosa por la cual y con razón, yo hacía lo mismo. Podría decirse que me desagradaban las amistades, por añadidura, no contaba con amigos. No negaré que mis padres se esforzaron en darme una infancia «feliz», por así decirlo. Sin embargo, todo terminó de la peor manera que alguien pueda imaginarse. 

Fui un niño solitario, de pensamientos existenciales sin llegar al suicidio. En mis tiempos de efímera libertad, me dedicaba a mirar el cielo, tanto de día cómo de noche. Cuestionaba el porqué de todo, pues me negaba a aceptar la realidad que podía vislumbrar desde la ventana de mi conciencia... y habitación. 

Me portaba indiferente con respecto a mi arraigo domiciliario, obviamente, impuesto por mis padres. Según ellos se debía a mi seguridad. Nunca se los reproché y acepté el hecho de su protección. ¿Qué padre o madre no hace lo propio por sus hijos? 

Me tenían totalmente prohibido traspasar los muros del jardín. Siempre había alguien vigilándome, en primera instancia, mi madre, quien me procuró cien por ciento durante el tiempo que duró mi infancia. Afortunadamente para mí y no tanto para ella, crecí y a partir de ese momento, sabía que la única forma en que podía comenzar a salir de aquella prisión inmobiliaria sería cuando comenzaran a llevarme al colegio. 

La primera vez que asistí a un colegio, fue poco tiempo después de haber cumplido los seis años de edad. Recuerdo que una semana antes de asistir a clases, hacia una mañana de domingo del mes de junio del año 2099. Nos hallábamos en el comedor desayunando: mi madre, mi hermana y yo. Mi padre se encontraba ocupado, metido en su sicodélica y pequeña oficina cómo era costumbre. Por cuestiones de valores familiares inamovibles, comíamos en silencio y solo hasta finalizar los sagrados alimentos, era cuando podíamos hacer plática sobre nuestro diario vivir. 

Aquella soleada mañana transcurría, de cierta forma, sin el menor percance, estaba próximo a terminar el último pedazo de pastel de chocolate con zarzamoras que mi madre preparaba una vez cada semana tras el desayuno. Lo tomé con el tenedor sin hacer ruido al trinchar y lo llevé a mi boca, lo mordí en repetidas ocasiones, después di un sorbo a mí vaso lleno con chocolate frío para pasarme el bocado. Entonces, fue cuando me percaté de algo inusual ya que, al mirar a mi madre, observé el intercambio de miradas entre ella y mi hermana. Una extraña sensación me provocó una especie de incomodidad. 

Debí de haber reaccionado de un modo extraño inconscientemente y mi hermana se levantó bruscamente, como si algo le hubiese enfadado, dio las gracias a nuestra madre por el desayuno, el cual dejó a la mitad y subió tan de prisa a su dormitorio que pudimos escuchar cómo la puerta se cerraba con tono brusco. 

Miré a mi madre y en respuesta me sonrió, se mostró tan tranquila cómo si aquello no tuviese la menor importancia. Tomó su taza de cerámica blanca con ambas manos y dio un sorbo al líquido dentro de esta, después con serenidad me dijo: 

- Sabes hijo, eres una persona muy especial de la cual me siento muy orgullosa; a tu corta edad has demostrado tus capacidades intelectuales, pero... lentamente te estas convirtiendo en una persona infeliz contigo mismo. Te digo esto porque, hay cosas que solo a cierto tipo de seres humanos se les puede informar, pues no todos tiene la capacidad de discernir correctamente, pronto, el por qué se te será mostrado, tal vez así entenderás la reacción de tu hermana, ¡Quizá sólo esta celosa! ¿No lo crees? 

No supe que decir, solo asentí con la cabeza. Terminé mi desayuno y agradecí por la comida. Subí a mi habitación, con la intención de quedarme todo el día acostado en mi cama, y así poder reflexionar sobre lo que había ocurrido. 

Cuando atravesé el marco de la puerta de la entrada a mi recamara, sentí un escalofrío que recorrió toda mi columna vertebral. Pude respirar un aire miasmático, que me produjo arcadas, me tapé la nariz y salí inmediatamente de mi habitación con rumbo al baño. Una vez recuperado del todo, volví tras mis pasos, me percaté de que mi madre no había notado lo sucedido, así que con paso minucioso me introduje nuevamente en mi habitación e inexplicablemente aquel nauseabundo olor se había disipado del todo, aun cuando la ventana se encontraba cerrada. 

Instintivamente cerré tras de mi la puerta y me recargué sobre ella cómo negándole la entrada a algo desconocido, una vez me tranquilicé caminé hacia la ventana para abrirla y poder sentir el aire que provenía del exterior. En ese momento pude escuchar el sonido de las campanillas del péndulo que adornaban la sala, marcando las once de la mañana, los rayos del sol se colaban por entre las ramas del frondoso encino, aun en pie frente a mi recamara. 

Era de un gran tamaño, rondaba los 30 metros de altura, y por muy extraño que parezca, en cierta ocasión mi padre mencionó que era un árbol tan viejo que probablemente tendría más de ochocientos años. 

Investigando comprobé que en el lugar donde se había construido nuestra casa, en tiempos remotos había sido un vastísimo bosque del cual se contaban historias abrumadoras y terroríficas, donde las brujas realizaban ciertos rituales e invocaciones de seres malignos, así como de una serie de asesinatos, incluso había leído que en la década de 1960 en uno de los caminos abandonados se habían encontrado los cuerpos de tres personas, las cuales habían sido descarnadas por los animales salvajes que ahí habitaban. En las inmediaciones de la casa existían todavía restos de aquella majestuosidad boscosa e inexpugnable en su totalidad. Al pensar en todo aquello sentí miedo, pero este se desvaneció inmediatamente cuando vi la claridad azulada de aquel cielo matinal. 

No supe en qué momento Albana había entrado en mi habitación y solo me percaté de su presencia hasta que me habló. 

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