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Entrenamiento de caballero

ENTRENAMIENTO DE CABALLERO

Durante los siguientes días aprovecha doña Isabel de Pechuán, para aprender a sostener una espada en alto, y hendir el aire con ella, golpeando trozos de madera que no sienten el toque de su acero bien templado. El viento se ríe de su afán y el sol recalienta su piel que suda por vez primera bajo la cota de malla que le cubre, causándole rozaduras que le atormentan el cuerpo.

-Alzad el brazo, que no el antebrazo, y echadlo hacia atrás con la espada misma, para dejarlo caer sobre quien deseéis atacar. Que así romperéis la defensa de cualquier escudo, y quebraréis su resistencia. Y si no os son suficientes dos golpes, repetid hasta que lo consigáis. ¡Vamos!¡alzad y dejad caer, alzad y dejad caer todo vuestro poder.

Se retrasa la galera de don Felipe de Leizo, que cumple con una nueva ruta, aun más larga y tardará en atracar en la ensenada en la que ha de embarcarla a ella y a su aya, y a al sacerdote, que en su testarudez, insiste en seguirles allí a donde vaya. Cubierta de polvo, y heridas, con la furia en los ojos, y el semblante enardecido, doña Isabel de Pechuán, se revuelve contra sí misma, asestando mandobles al enemigo imaginario que contra ella lucha. Va mudando su tristeza en valor, y su fragilidad en ardor guerrero, a medida que los días se suceden.

Su augusto padre le busca como enloquecido, y cubre el terreno que abarca su territorio en busca de una hija que sabe de alguna forma perdida. Cincuenta soldados cabalgan rastreando el territorio del señor feudal en direcciones que conforman una estrella al separarse. Es no obstante el señor de águilas el que no parece satisfecho con el abandono del hogar que la señora doña Isabel era ya su esposa ante los hombres de quedar en el castillo, y se le escurre entre las manos como agua en una cesta. El y sus hombres de armas, como aves de presa se ciernen sobre el mar oteando el horizonte en busca de una pista que les indique como acceder a su persona sin en riesgo poner su vida.

La paz del castillo que ahora retorna a su cotidiano trabajar, se ve alterada por aquellos que en todo ajenos a su anhelo, ven en la huida de la doña señora Isabel, la fuga de una mujer enamorada que amante tenga. Y es don Rodrigo quien teme una guerra entre clanes que la paz arrastre a lo más profundo de lo que la venganza trae. Que no es Gabriel quien a su nombre haga honor, ni en palabras de bien abunde. Si no aparece la señora doña Isabel, la guadaña de la guerra segará las vidas en pro de una horrible ofrenda a su honor manchado.

En las almenas del castillo, los centinelas ponen especial atención a lo que el horizonte les depara, que en juego está el porvenir de sus vidas, haciendas, que aunque pobres son suyas, y por eso amadas les son. A los reyes doña Isabel y don Fernando, ha llegado con el paso de los días de mano de sus agentes en el castillo, la noticia de la tal desaparición, que en mucho desagrada a sus egregias personas, a las que costó pacificar tras la guerra que asoló Castilla  los feudos de don Rodrigo y de don Gabriel de águilas.

Se pasea doña Isabel de Castilla en presencia de su señor esposo don Fernando, por el claustro del palacio de Valladolid, en busca de solución al respecto, pues una mujer como Isabel de Pechuán en peligro pone los planes reales de la reina más poderosa de Europa. Ni el mismísimo emperador de la lejana Germania, se atreve a contrariar a la reina católica que en su haber posee el ejército más grande de los reinos de Europa, y primero es en ser solo de los reyes y de los nobles no depende como ellos.

-Decidme vos mi señor qué se ha de hacer en caso como éste es, que de la mano se me escapa el como resolver.

-Ay mi reina y señora, que no es otro que vuestro esposo quien en vos confía. Pensad que eso vos hacéislo bien, y decidid como hallar el que ambos señores contentos queden sin que las armas hablen de guerra.

-Será fácil conseguir de don Rodrigo la paz, que por mi causa a dado sus armas y en mi puso su fe, al ayudar a proclamarme reina de Castilla, en contra de los intereses que don Gabriel defendió, y que generosamente perdoné en pro de la paz, y que no eran sino los de la princesa Juana.

-Si esto se nos va…todo comenzará de nuevo mi señor, quizás si vos intercedierais por la causa de don Rodrigo, que en buena fe bien creo, que su hija tras hombre ha ido, y no por ofender a su progenitor, que mucho la ha de amar, y en nada piensa, que encontrarla sino morir…

-Así se hará señora de Castilla, que en buena hora tenemos conseguida, la unión de los ambos reinos, y poco queda en el norte que nuestro ha de ser en breve, para España ser grande, como nunca lo fue hasta ahora. Parto para el feudo de don Rodrigo con hombres de armas numerosos y allí hospedaré mi alma, en busca de la tal doña Isabel de Pechuán.  Dadme de vuestra mano credenciales que me otorguen poderes en que confiar el conde, y que vea de acuerdo a sus señores en esa suerte.

De la corte de Valladolid sale el rey don Fernando, seguido de trescientos hombres de armas que de la guerra son veteranos, de granada y no más. La espada rebota en el muslo del rey, y las piezas de las armaduras resuenan entrechocando entre ellas, anunciando la varonil comitiva con destino a l feudo de Pechuán que regresa el rey.

La antes débil señora hija de Pechuán en lances se atreve con cimitarra de moro que de Granada le vino, a entrenar su brazo que en busca irá del doncel que expulsado está de la Sefarad que el ama.

Golpea con ella el muñeco de madera, y en hendiendo el saco de arena con la punta, grita más como varón,que hembra no sabe de estas lides. Han pasado tres días y su rostro curtido al sol, aparece como el de un joven guerrero, que con expresión adusta amenaza sin desenvainar el arma. Su aya le mira, y acostumbrada queda en poco, a ver un hijo donde antes viera una hija. Aquello les salvará la vida en tierras de infieles, que a ellas van, de Sefarad que dejan.

Don Javier de Soto, sonríe al ver sus progresos, y a ella se acerca con la frente sudorosa y las manos húmedas. No vio nunca mujer que de armas estuviese armada, ni que tan bien las manejase en su mano.

-Hija sois el orgullo de este viejo terco y arrugado que de comer solo sabía hasta vuestra llegada. Co vos he de ir hasta que el mundo se acabe, y si vuestra aya me permiso da, como vuestra sombra he de ser.

Doña Isabel, jadea ante el raspado muñeco de madera que se balancea a punto de caer de su pedestal, con el sudor cayéndole a chorros por las sienes. Ha aprendido los trucos de un caballero en los escasos días que lleva residiendo en la ermita del fraile. La cimitarra es un apéndice de su brazo, que se ve fibrado y poderoso, para doncel menudo. Espera a Felipe de Leizo, que le llevará a la Estambul que los infieles arrebataron al gran y último emperador de Bizancio Constantino XI. Allí conocerá la forma y manera de traer a su mancebo a Sefarad, que no concibe sin su presencia la vida.

-Esto es ya pan comido muy señor mío…que no me queda nada que saber, ignorando mucho. Pues no dispongo de tiempo para desaprovechar, y el reloj de la vida me atruena con su sonar.

-Estáis hija mía preparada como pocos caballeros lo están a lo largo de su carrera en la guerra contra el infiel. Esta noche tiene anunciada su llegada la nave de don Felipe de Leizo, que regresa de los mares infestados de piratas berberiscos, trayendo presos tres navíos que capturó en las costas de Algeciras, fuera de su perímetro de acción, razón por la que es su tardanza. Habremos de tener sumo cuidado de no alertar a los centinelas que abundarán como pocos días al año, al venir a recibirlo el señor del castillo don Rodrigo de Pechuán.

-Será mejor entonces, que nuestro devenir de tal depende, que nos hallemos entre las rocas escondidos, y con las capas dispuestas para en la oscuridad de la noche perdernos con las sombras. Cuando mi señor padre se vaya con los suyos al castillo, será la ocasión de salir corriendo, para en la galera partir con rumbo a la Estambul de los turcos.

-Entonces descansemos, que es bueno que el que trabaja vea el fruto de su duro trabajo bajo el sol, dijo el sabio rey Salomón. Entre tanto meteré provisiones en un saco, y armas que disimularemos debajo de las capas.

Don Rodrigo sale de su fortaleza en busca de don Felipe de Leizo, que torna a tierra con presas hechas entre los berberiscos que asolan las costas del levante español, para colmarlo de atenciones y premiar en el nombre de los reyes su faena, que bien lo vale. Doce hombres de armas le acompañan, y el piensa en donde se hallará la niña de sus ojos, que no la ve en su deambular por los corredores como antaño, que se topaban a menudo en la pequeña fortaleza. El caballo relincha, y trota, camino abajo, expulsando el fría aire nocturno por sus ollares.

El camino serpentea y retuerce como una culebra que descienda de las alturas, a la caza de una presa, que no es así. En el horizonte se ve la galera de don Felipe, que atraca en el precario puerto a medio terminar, pues las prisas apremiaban por la falta de protección en los mares de cerca. Las gaviotas emiten su sonido estridente en la noche, y sus blancas siluetas, se recortan como luces que auguran un mejor porvenir, que el señor del castillo lo desea. Las capas vuelan libres al viento, y las lanzas reflejan su plateado brillo a la luz de la luna.

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