Iván estaba sentado en el trono del gran salón. El mismo que durante más de treinta años había ocupado su abuelo, el mismo que debería haber ocupado su padre antes que él. El trono era una construcción tan antigua como imponente; con una base firme de escalones alargados de piedra, y el trono, propiamente dicho, tenía una base hexagonal sobre la que descansaba la mayor parte de su estructura.
A su derecha estaba sentado el hombre que desde hacía algún tiempo ocupaba el puesto del maestro Luc Cavanagh en el consejo real. Un hombrecillo delgado, casi calvo y con anteojos. Su nombre era Raymond. A la izquierda, el comandante de la guardia real mantenía una posición de firmes, pero sus ojos se movían de un lado a otro, como los de un buitre, atentos a cualquier eventualidad que pudiera surgir. Para esa tarea contaba también con la ayuda de su espada. Un mandoble tan filó
Era de madrugada cuando su vejiga la despertó. Iván dormía plácidamente a su lado y Sascha tuvo cuidado al levantarse. Caminó en completa oscuridad al baño, tanteando muebles como un ciego para guiarse hasta la puerta. Allí había una pequeña lámpara que se encendía tirando de un cordón. Un sistema ingenioso sin duda. Sascha vacío su vejiga y se tomó unos segundos para contemplar su reflejo en el espejo. De pronto le parecía que en los últimos días su aspecto había cambiado drásticamente. Antes se miraba al espejo y veía a una niña, a una adolescente en vías de desarrollo que aún conserva el gusto por muchas cosas propias de la infancia, ahora, en cambio, veía a una mujer, las líneas que surcaban su rostro parecían haberse reorganizado y ahora formaban pequeños surcos, que le daban un aspecto m&aac
El día de su cumpleaños número diecinueve la reina estaba dando a luz a su segundo hijo, su heredero (puesto que en el primer parto había dado a luz a una niña, a la que pusieron de nombre María). En la habitación donde Sascha seguía pujando y esforzándose incluso más que en su primer parto, había al menos media docena de asistentes. Entre ellos se encontraba la hermana de la reina, Ivanna, dos de las princesas: Evelyn y Wendolyn, un par de sus damas y por supuesto la partera. La partera era una mujer ya entrada en años, con el cabello como la nieve y tan delgada que era como contemplar un palillo con facciones humanas. No obstante, el aspecto de la mujer no hacia justicia a su experiencia en lo referente a traer bebés al mundo.Ivanna sujetaba la mano de su hermana mientras ella, tendida en la cama, seguía lanzando alaridos de dolor. Cada tanto Sascha encajaba sus uñas en
Era la primera vez en mucho tiempo que el capitán volvía a subir a un barco. Hacía cuatro largos años, las galeras de las que tan orgulloso se había sentido habían encallado y, para ser más específicos habían quedado reducidas a escombros. Sus naves junto a casi toda su tripulación de aquel entonces murieron, y los pocos que sobrevivieron murieron de la terrible enfermedad que los nativos de la isla les habían contagiado durante el combate. A los pocos días tan solo el capitán y un puñado de sus hombres aun vivían y, fue entonces, cuando el maestro Luc hizo un pacto con el ente que él llamaba “Dios rojo” gracias a eso y a la ignorancia de los desgraciados hombres, el capitán Tristán Dagger pudo sobrevivir a la enfermedad hemorrágica de las islas rocosas.Su recuperación había sido lenta y dolorosa, pero más lento
Jane Valois estaba harta de las historias de sobremesa de su padre a la hora de cenar. Su padre, Al Valois, era un simple peón con aires de grandeza. El viejo Al hablaba siempre qué podía (y de hecho siempre podía) de lo genial que sería que la monarquía en Valle Verde llegará a su fin. Al Valois en otro tiempo había sido un hombre respetado y hasta cierto punto, temido y admirado, y no solo por su facilidad para hacer dinero, montar a caballo y engendrar hijos con casi cualquier criada del pequeño pueblo donde vivía, sino porque, en realidad, en sus venas corría algo de sangre real.La casa Valois había sido en el pasado una de las más poderosas y respetadas, las historias a menudo hacían especial énfasis en que, hacia doscientos a trescientos años, la casa Valois hubiera podido gobernar el continente, por encima, incluso, de los Dagger. Palabras más, palabr
La segunda reunión del consejo había sido especialmente larga y extenuante. Luego de la lectura de la carta (también por segunda vez) por parte del maestro Raymond y las posteriores discusiones por parte de todos los miembros del consejo, que, en está ocasión, además del comandante de la guardia real y el maestro Raymond, incluían al consejero de la moneda, al capitán de la flota naval, a un representante del clero y a un par de soldados que garantizaran que nadie interrumpiera la reunión.Iván escuchó durante tres largas y agotadoras horas las ideas de cada uno. El maestro Raymond y el comandante eran partidarios de la solución de conflictos más tradicional: la guerra, decían, cada uno a su modo, que ningún reino estaba libre de enemigos y traidores. El resto del consejo apoyaba este plan con algunas reservas y solo el representante de la iglesia (un hombre calvo, delgado
El viento aullaba como un lobo gigantesco a la luna llena. Las velas de los barcos se agitaban con tal fuerza en el muelle, que creaban un sonido parecido al de un enorme dragón batiendo las alas. A estos sonidos, ya de por si un tanto inquietantes y amenazadores, se unían los gritos, las suplicas y una que otra maldición por parte de los nuevos esclavos que eran conducidos al interior de los navíos. Leonardo Ojo de Pez y el gordo capitán de la Venganza supervisaban la tarea. Cada tanto uno de los esclavos se ponía lo suficientemente rebelde para hacerse acreedor a una veintena de latigazos. El hombre encargado de proporcionarlos era un negro alto, musculoso y con una piel repleta de cicatrices. La fuerza con la que su implacable látigo golpeaba la espalda de los rebeldes esclavos era tal, que casi siempre los hacia sangrar al primer golpe, al tercero o cuarto la mayoría gritaba tan fuerte que Tr
Las tierras de Sanlúcar en el norte del continente eran ricas en minerales, cosechas, mujeres hermosas y, además, eran las tierras por excelencia de los mejores guerreros. En la ciudad había normas estrictas que todo hombre y mujer debía seguir hasta el día de su muerte mientras viviera allí. El código, escrito y distribuido a lo largo de una docena de tomos, tenía páginas y páginas enteras dedicadas a la formación y entrenamiento militar para los niños mayores de ocho años, edad en la que todos los varones, sin excepción debían comenzar una estricta formación en el manejo de la espada y el arco. Al año siguiente, a los nueve, se les enseñaba a cabalgar, y para cuando cumplían diez comenzaba su instrucción en altamar. Los niños pasaban una luna entera aprendiendo en los barcos, desde la estimación de su ubicación usando las
Iván contemplaba a los recién llegados. El más pequeño de los dos temblaba como si en la sala estuviera nevando, el otro, el mayor, miraba de un lado a otro como si escuchara voces en su cabeza y estuviera intentando determinar de donde provenían.Iván y el maestro Raymond los habían escuchado hablar. La historia que aquellos hombres, que por su parecido físico y edades similares bien podían ser primos o hermanos, habían contado era difícil de creer. No solo por lo descabellada que sonaba en sí, sino porque los hombres hablaban de los invasores como si fueran criaturas mitológicas salidas del océano. Iván quería creer que lo que los hombres acababan de contar era mera fantasía, pero algo en su cabeza le decía que no era así. Para empezar, el miedo que se reflejaba en los pálidos rostros de los hombres era autentico y casi contagioso y, ad