Cristal no respondió, todo en verdad había sido una coincidencia. Sonrió, comprendiendo una verdad que tenía delante, casi un milagro. Gerónimo, sin esperar más, decidió avanzar.
—¿Nunca te dio curiosidad por saber quién era yo? —Quizás le hubiera sido fácil hacerlo a través de Oliver. ¿Por qué no lo hizo si se sentía así?—Sí, pero te vi solo un momento. No te daba bien la luz, y luego me fui corriendo —confesó Cristal, tratando de mantener la firmeza mientras lo miraba de frente—. Una vez intenté buscarte entre las modelos, pero nadie supo decirme quién eras o dónde encontrarte. Desistí porque tenía miedo de que Jarret se enterara. Él era tan controlador que ni siquiera me dejaba tener amistad con otros chicos. ¡Desgraciado! Solo era un farsante… ¡MiraLa rabia volvió a mezclarse con el dolor. Cristal apretó los labios, conteniéndose. De dejaba al descubierto una culpa que la había perseguido hasta ese instante. Gerónimo permanecía en silencio, midiendo cada una de las palabras que estaban a punto de salir de sus labios. No podía permitirse precipitarse. Su mirada estaba fija en ella, absorbiendo no solo lo que decía, sino también lo que callaba. Sabía que el momento de pronunciarse llegaría pronto.—No, mi Cielo, no digas eso —dijo finalmente, con una firmeza que no dejaba lugar a dudas—. Tú no tienes la culpa de nada. De verdad creíste que eran tus amigos, que podías confiar en ellos. No es tu culpa que fueran unos traidores. ¿Escuchaste algo más?Mientras observaba cómo la mirada perturbada de Cristal envolvía sus recuerdos, su mente ya hilaba las implicaciones de todo aquello
Helen no respondió. Había algo en su mirada que sugería cansancio, pero también prudencia; sabía que, en ese estado, cualquier palabra podía desencadenar reacciones aún más intensas en Jarret. Él, por su parte, respiraba agitado, en un intento inútil por recuperar aunque fuera una parte de su compostura. Dentro de sí, una tormenta siseaba: su ego herido, su odio a la incertidumbre, la humillación que aún sentía clavada como una espina punzante. Cristal podía estar lejos porque así lo había decidido, y eso, más que cualquier otra cosa, era lo que hacía que su rabia fuera incontrolable.Estuvieron esperando a los italianos, pero llegaron completamente borrachos, sin rastro de Cristal, y para cuando los veladores se dieron cuenta, ya se habían escabullido. Apenas lograron encontrar una pista: el auto en el que habían llegado y del que l
Gerónimo detectó de inmediato el centelleo de celos en sus ojos. No pudo evitar que una pequeña sonrisa se dibujara en su rostro; ese destello le decía más de lo que las palabras podían expresar. Eso significaba que Cristal sentía algo genuino por él, algo real.—No te voy a negar que me pasó por la cabeza aceptarlo, para que ellos fueran felices —confesó con una honestidad desarmante, como era su estilo—, pero gracias a Dios, tú apareciste ese día, Cielo, y te lanzaste a mis brazos. Cambiaste todo en un instante. Gracias, Cristal. Tú también me salvaste.El auto continuó deslizándose con suavidad por la carretera, mientras la cabaña comenzaba a aparecer a lo lejos entre los árboles. El ambiente entre ellos estaba cargado de tensiones que se entretejían con emociones profundas, pero ninguno parecía querer soltarlas de
Gerónimo la observó intensamente, intentando asimilar lo que había escuchado. Aquel detalle vinculaba accidentalmente la oscura historia de Cristal con algo mucho más cercano a él de lo que le habría gustado admitir. Tomó aire, iracundo y decidido hasta que se percató de algo. —Espera, yo sé esa historia —dijo de pronto, dejando a Cristal completamente asombrada—. ¿No me digas que estás hablando del desalmado que se metió con mi tía Bianca? ¿Cómo era que se llamaba? ¡Domenico Vitale, el miserable ese! Cristal lo miró incrédula. Su conocimiento de los hechos era limitado, solo lo que su madre le había contado cuando regresó a su vida. Así que, al escuchar a Gerónimo, nacido y criado en Roma y además miembro de una familia vinculada al asunto, decidió prestar atención a to
Helen no pudo contenerse más. Estaba agotada, no solo de sus desplantes, sino de ser relegada una y otra vez al papel de "la segunda". Esa reacción que había estado conteniendo finalmente explotó.—¡No quiero irme de Roma! —gritó, con una rabia contenida durante demasiado tiempo. Sentía que su propia existencia estaba siendo empujada fuera de escena por alguien que ni siquiera estaba presente.Jarret giró hacia ella de golpe. Los nervios a flor de piel y la sensación de que todo lo que había construido hasta ahora estaba tambaleándose lo empujaron más allá de su límite.—¡Estela, no me desgracies más la vida de lo que ya lo hiciste! —vociferó con tal fuerza que su ira retumbó en el aire como una tormenta recién desatada—. ¡Vete para la casa de tus padres hoy mismo!El grito fue como una bofetada que
Jarret cedió a la invitación, buscando con desesperación maneras de ganarse su favor. La observó fijamente y trató de sonreír.—Muchas gracias, señora. Usted se parece mucho a su sobrina —se detuvo antes de añadir. — Es usted muy bella.Stavri dejó escapar una sonrisa amplia, casi cálida, pero que no logró apaciguar la inquietud de Jarret. Había algo en aquella expresión que se sentía terriblemente calculado.—Todas las hermanas de mi familia nos parecemos —respondió Stavri con esa misma sonrisa, aunque sus palabras parecían encerrar un doble filo—. Pero dígame, joven, ¿a qué vino aquí, sí se puede saber?—Pues verá, señora… —Jarret carraspeó, tomándose un instante para reunir sus pensamientos. Bebió un poco más de ag
La furia de Jarret parecía crecer con cada palabra, pero esa intensidad desesperada solo arrancaba más satisfacción de la mirada fija y calculadora de Stavri. El silencio de ella casi lo asfixió. El aire pesado de la habitación se amoldaba como una condena, y por un breve instante, Jarret volvió a perder el control.—Ella no puede ser novia de... de un italiano —murmuró, como si tratara de convencerse.Como si hubiera esperado justamente esa reacción, Stavri soltó una sonrisa que desbordaba falsedad cuidadosamente medida.—Tampoco puedo asegurarle eso, joven —respondió, disponiendo sus palabras con precisión letal—. Yo llevaba muchos años sin verla. Mi sobrina vino por unas horas a saludar y luego se marchó. De eso ya hace tres días. Pero traía su anillo de casada, y le puedo decir que hablaba muy feliz de su esposo. Y si algo s&eacu
Se levantó de repente, como si el movimiento lograra calmar la presión que sentía. Caminó un par de pasos, su mente atrapada entre la incredulidad y la furia. Stavri, sin embargo, permaneció sentada, indiferente al espectáculo. Para ella, se lo merecía.—¿Ella venía a pasar las vacaciones aquí? Nunca lo mencionó —y a Jarret le empezó a parecer que Cristal no es tan tonta como él se creyó; nunca mencionó que viniera de vacaciones a Italia.—Pues sus motivos tendrían de no hablarlo con usted, joven —siguió hablando la señora, mientras continuaba bebiendo su café con movimientos estudiados y lentos—. Sin duda puedo decirle que ese chico era su amor desde niña.—¿Su amor? Creí que yo era el primer amor de Cristal. Nunca tuvo novio antes de mí —replicó Jarret con inc