La furia de Jarret parecía crecer con cada palabra, pero esa intensidad desesperada solo arrancaba más satisfacción de la mirada fija y calculadora de Stavri. El silencio de ella casi lo asfixió. El aire pesado de la habitación se amoldaba como una condena, y por un breve instante, Jarret volvió a perder el control.
—Ella no puede ser novia de... de un italiano —murmuró, como si tratara de convencerse.Como si hubiera esperado justamente esa reacción, Stavri soltó una sonrisa que desbordaba falsedad cuidadosamente medida.—Tampoco puedo asegurarle eso, joven —respondió, disponiendo sus palabras con precisión letal—. Yo llevaba muchos años sin verla. Mi sobrina vino por unas horas a saludar y luego se marchó. De eso ya hace tres días. Pero traía su anillo de casada, y le puedo decir que hablaba muy feliz de su esposo. Y si algo s&eacuSe levantó de repente, como si el movimiento lograra calmar la presión que sentía. Caminó un par de pasos, su mente atrapada entre la incredulidad y la furia. Stavri, sin embargo, permaneció sentada, indiferente al espectáculo. Para ella, se lo merecía.—¿Ella venía a pasar las vacaciones aquí? Nunca lo mencionó —y a Jarret le empezó a parecer que Cristal no es tan tonta como él se creyó; nunca mencionó que viniera de vacaciones a Italia.—Pues sus motivos tendrían de no hablarlo con usted, joven —siguió hablando la señora, mientras continuaba bebiendo su café con movimientos estudiados y lentos—. Sin duda puedo decirle que ese chico era su amor desde niña.—¿Su amor? Creí que yo era el primer amor de Cristal. Nunca tuvo novio antes de mí —replicó Jarret con inc
Stavri, indiferente a su desespero, consultó el reloj con un gesto de impaciencia. Tenía algo más importante que atender.—Y me va a perdonar, pero creo que ya he perdido demasiado tiempo con usted —anunció, dejando claro que su conversación había llegado a su fin. La manera en que lo observó, como si fuera apenas una molestia, dejaba en Jarret una sensación punzante. Para Stavri, no era más que un hombre desesperado, atrapado en una red que él mismo había tejido, sin siquiera darse cuenta de con quiénes realmente estaba lidiando.Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió. La entrada de un hombre alto, vestido impecablemente con un traje oscuro, llenó la habitación con una autoridad que eclipsó todo lo demás. Detrás de él, un joven de aspecto similar lo seguía, reflejo perfecto de su figura, pero con un aire
El capo dio un paso atrás. Inspiró hondo mientras miraba a Jarret con una mezcla de desdén y advertencia definitiva.—¡Olvídate de mi sobrina! ¡Ella es una mujer casada! Y aunque no lo fuera, nunca permitiría que alguien como tú estuviera con ella. Olvídala; créeme, es lo mejor para ti. —Estaba aniquilando cualquier esperanza que Jarret pudiera haber guardado.Lentamente, bajó el arma, alejándose mientras mantenía su omnipresente aura de amenaza. Sin voltear del todo, añadió con un sarcasmo casi burlón:—No te preocupes, querida, hoy no te mancharé la alfombra. Pero si este idiota vuelve a aparecer por aquí, ten por seguro que te compraré una nueva.El joven, aún con esa sonrisa arrogante que tanto resaltaba el linaje al que pertenecía, se dirigió a Jarret con un tono apabullante, cargado d
Maximiliano permanecía en silencio, jugando con el borde del mantel mientras los sonidos cotidianos de la cocina parecían amplificarse con el peso de sus pensamientos. Podía sentir la mirada de Stavri, pesada como un juicio, aunque cargada de esa peculiar mezcla de ternura y determinación que solo su madre era capaz de expresar sin decir una palabra.—Siempre tienes un plan, ¿verdad? —preguntó él, con admiración y escéptica incredulidad. —Siempre —respondió Stavri sin vacilar—. Sobre todo si es por la felicidad de mis hijos.¿Pero qué significaba realmente? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar por aquella felicidad que defendía con tanta convicción? Maximiliano no era tan ingenuo como para no sospechar que detrás de los ojos verdes de su madre se tejía una narrativa mucho más compleja de lo que ella dejaba entrever. Esto no era una simple cuestión de sueños.—Mamá, no necesitas hacer esto sola —dijo de repente, rompiendo el silencio.—¿Sola? —repitió Stavri, aún sin mirarlo—. Maxi,
Jarret, al ser expulsado de la casa de los padres de Cristal, maldecía una y otra vez. No podía creerlo, se negaba a aceptar las palabras que acababan de arrojarle como una bomba imposible de esquivar. Cristal no podía haberlo engañado. Todo este tiempo, él había estado completamente alerta, vigilándola, asegurándose de que nada ni nadie pudiera acercarse a ella. Cristal no se reunía con hombres, ni siquiera tenía amigos que fueran varones. Él se había ocupado de eso desde el principio, ahuyentándolos uno a uno. Entonces, ¿quién demonios era ese chico al que ella le gritaba que lo amaba? La escena seguía reproduciéndose en su mente como una cinta rota: las palabras de Cristal llenas de una pasión inconcebible, su rostro iluminado por un fuego que él nunca había presenciado. "No me casaré con nadie más", le había gritado a aquel tipo, mientras este extendía los brazos como si hubiese estado esperando por ella durante siglos. Jarret se mordía el interior de las mejillas, intentando c
Ese comentario hirió más de lo que Jarret estaba dispuesto a admitir. Sus dientes chirriaron al apretar la mandíbula, pero se obligó a mantenerse firme. —No tienes idea de lo que estás hablando —replicó—. Cristal y yo estamos destinados a casarnos. Hay cosas que tú no entiendes… cosas que no tienen nada que ver contigo. Así que, si sabes algo útil, dilo de una vez. Está bien, compraré este auto, si me dices dónde la dejaron. Guido alzó las cejas, fingiendo sorpresa, aunque sus gestos no parecían tomarse a Jarret en serio. —¿Estás seguro? Ese auto vale mucho dinero —le advirtió, pero sin mucha insistencia. —Puedo darme ese lujo —contestó Jarret con arrogancia. Lo detiene Jarret, que odia que lo traten como un pordiosero que no puede pagar un auto. Su padre tiene mucho dinero, así que esto no le hará mucha mella en el bolsillo, piensa. Será su regalo de graduación y boda cuando le digan algo. Se comportó bien, por lo que se lo merece. —Está bien, te lo diré —aceptó Guido, re
Mientras estaba en la oficina, Filipo repasaba meticulosamente los documentos del auto que supuestamente Jarret estaba dispuesto a comprar. Lo hacía con una precisión casi irritante, dejando que el silencio se extendiera entre ambos, salvo por el leve crujir del bolígrafo al deslizarse sobre el papel. Jarret, incómodo con aquella atmósfera tensa, paseaba la vista por las fotografías que decoraban las paredes. Eran imágenes llenas de movimiento y adrenalina, momentos capturados en plena gloria de las carreras de alta velocidad organizadas por la familia Garibaldi. Era inevitable que la curiosidad se apoderara de él.—¿Hacen carreras de autos? —soltó al azar, intentando romper el hielo, pero sobre todo buscando darle más fluidez a la conversación para recoger piezas sueltas de información.—Sí, hacemos carreras profesionales y también p
Filipo lo ve alejarse y no le gusta para nada. Siempre ha tenido una buena vista para leer a las personas, y este Jarret no le parece una buena persona; mandará a vigilarlo. Tiene que avisarle a Gerónimo, piensa mientras saca su teléfono.—¿Dónde estás, primo? —pregunta en un susurro.—Llegando a la cabaña —responde Gerónimo.—Pues quédate allá un tiempo —le ordena firme—. El ex prometido busca a tu mujer y no creo que con buenas intenciones. ¿Cómo están las cosas con ella?—Después de que se enteró de quién soy, no muy bien —confiesa Gerónimo; entre ellos no existen secretos.—Eso es lógico —hace una pausa antes de decir—. Bueno, estás de vacaciones. Si te necesito, te llamaré. Disfruta, hermano.Mientras tanto, en el centro de Roma, en la habi