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LA DIOSA OSCURA (primera parte)

 Muchos años en el pasado nació un legendario guerrero llamado Lupercus. Hijo del emperador de Etruria y de una de sus esclavas más bellas, traída desde las tierras heladas del norte, de los Reinos Nórdicos.

 Una pitonisa profetizó al monarca que algún día el hijo que tuviera de una esclava del norte lo mataría, por lo que el Emperador ordenó darle muerte a la madre y al hijo.

 Pero la mujer era tan bella que el verdugo se apiadó de ella y la ayudó a escapar aunque eso le costaría luego la cabeza. La mujer embarazada fue enviada en un barco de traficantes de vuelta a las tierras del norte. Allí nació Lupercus en una cabaña en medio de la montaña rodeado de bosque.

 La madre de Lupercus, Elveth, era una mujer nórdica preciosa de cabellos rubios como el oro, ojos azules y piel blanca como la leche. Pero Lupercus no, éste había heredado mucho de su padre etrusco y tenía piel morena y cabello negro.

 Cuando tenía seis años su madre lo internó en el nevado bosque (pues comenzaba el invierno) y rogó a los dioses que lo cuidaran. Luego escapó tratando de distraer a los sicarios del emperador etrusco que cabalgaban en su persecución. Allí, cerca de un arroyo, la acribillaron con sus flechas y la madre de Lupercus colapsó sobre el suelo ensangrentando la nieve y el río.

 Pero por más que buscaron al niño, no lo encontraron, como si las hadas lo hubieran ocultado.

 Un enorme dios astado apareció ante Lupercus; tenía patas de cabra y una larga barba hecha de maleza. El dios escuchó las oraciones de la madre y ordenó a una loba el cuidarlo. La loba obedeció y se llevó al niño hasta su cueva donde lo amamantó junto a sus lobeznos y lo crío como uno de los suyos.

 Cuando Lupercus llegó a los 12 años había pasado la mitad de su vida viviendo entre lobos y convertido en uno más. Estaba sucio, mechudo y se cubría solo con un taparrabo. Se encontraba asistiendo a su manada en la cacería de un infortunado venado al que las fieras habían rodeado y le gruñían furiosos, cuando el intrépido Lupercus saltó de un árbol con lanza en mano y le dio muerte. Celebró con rugidos salvajes y los brazos en alto elevando su lanza ensangrentada y los lobos aullaron. ¡Se darían un festín!

 Pero entonces, el ruido de pies humanos los alertó. Los lobos escaparon a toda velocidad pero a Lupercus lo tomó por sorpresa una enorme y pesada red que le tiraron encima. Intentó zafarse pero fue inútil, observó a sus hermanos huyendo, algunos de los cuales volvieron a verlo sentimentalmente, pero incapaces de hacer nada, se alejaron para nunca más volverlos a ver.

 Los cazadores —hablando una lengua que Lupercus no comprendía— se lo llevaron arrastrando y los lobos a lo lejos aullaron a la luna como despidiéndose de él para siempre.

 Sorprendidos por encontrar un niño salvaje, los cazadores lo examinaron bien. Lupercus mordió al que le tocaba a boca y éste respondió dándole un puñetazo en la cara que le sacó la sangre. Después de esto continuarían la noche al lado de una fogata sin prestarle mucha atención y se limitarían a tirarle algunos huesos de sobra de los cuales Lupercus extrajo lo que pudo de carne.

 En lo profundo de la noche mientras todos dormían uno de los cazadores se acercó hasta donde Lupercus y asegurándose que no lo vieran sus compañeros, le cubrió la boca y sació con él su lujuria.

 Días después los cazadores regresarían a la civilización llevando a rastras al niño salvaje que estaba maniatado a la montura de un caballo cuyo ritmo intentaba seguir a trompicones. En la ciudad lo vendieron por buen dinero a unos zingarios; un pueblo nómada y tribal que malvivía entre todas las civilizaciones de Midgard con sus ferias y carnavales, leyendo el futuro en cartas y bolas de cristal y con otros trucos. Los zingarios vieron el potencial que explotar al niño como un fenómeno de circo; como el niño-lobo del bosque.

 Y así, el líder de la caravana zingaria lo metió en una jaula y ordenó que lo bañaran con agua helada. Tras quitarle la suciedad lo llevaron de pueblo en pueblo vendiéndolo como un fenómeno mitad niño y mitad lobo. Así fue como le dieron el nombre Lupercus, que significa lobo en su lengua y fue como Lupercus aprendió no solo la lengua de los zingarios sino la lengua común y los idiomas de varios de los lugares a donde llegaron.

 Lupercus pasaba encerrado en una jaula, pero le daban buena comida y pronto llegó a convertirse en un adolescente atractivo. Cuando tenía catorce años la esposa del líder del clan ignoró las advertencias de su anciana madre quien había leído en las cartas que un sino fatídico amenazaba el destino de aquél joven. La mujer —prendada de la belleza física de aquel mancebo— lo sacó de su jaula y lo llevó a escondidas a su carromato donde disfrutaría de su cuerpo por muchas noches.

 Para Lupercus, aquellas primeras experiencias con una mujer eran paradisiacas y desarrolló un genuino gusto por el sexo femenino y el placer que le daban. Pero sabía que corría un gran riesgo.

 —¿Qué haré si tu esposo nos descubre y decide matarme? —preguntó.

 —Toma —le dijo la zingaria regalándole una fina navaja plateada—, escóndela entre tus harapos, pero con ella podrás defenderte de él. Es muy cara porque es de plata, cuídala bien.

 Sin embargo, el destino estaba por ensañarse con él.

 Enterado del asunto el líder del clan no mató a su esposa infiel. Sabía que a ésta la asolaba una atávica maldición y sabía que solo un medallón que usaba en el cuello la mantenía libre de sus efectos. Cambio el medallón por uno idéntico, pero falso, mientras dormía. Y esperó.

 Cuando la mujer zingaria se reencontró con su amante era luna llena. No esperaba que nada le sucediera pues había utilizado el medallón que su madre le dio desde pequeña… pero esta vez no fue así… el medallón no funcionó y ante los aterrados ojos de Lupercus se transmutó en un monstruoso ser mitad lobo.

 Le miró con afilados colmillos y garras y se le lanzó con intenciones homicidas, pero Lupercus tenía el cuchillo de plata (único metal que podía matarla) y se lo enterró en la garganta dándole muerte. Luego escapó por la ventana para nunca más volver.

 Pero la despechada madre de la zingaria le lanzó a él una maldición:

 —Nunca encontrarás el amor, Lupercus —le maldijo— pues la muerte te arrebatará siempre a la mujer amada como me arrebataste tú a mi hija.

Lupercus viviría así muchísimas aventuras. Pero en particular, hubo una ocasión en que se encontraba sirviendo como soldado para el Rey Vladus II de Kushan, el poderoso imperio que limitaba con el territorio de las salvajes tribus kurgas en el occidente y con el sangriento Imperio de Hsian en el oriente, por lo que su pueblo era guerrero y curtido. En aquel momento el Imperio Kushan se encontraba en guerra contra los escitas, una de las más feroces naciones kurgas.

 El propio Rey Vladus era sanguinario, y se deleitaba incrustando a sus enemigos kurgos en afiladas picas. Cuando Lupercus lo conoció fue presentado por Godhos, el general del ejército kushanio, quien conocía la reputación legendaria del Guerrero Lobo. Vladus era alto, de casi dos metros, de nariz afilada, usaba un bigote negro que caía sobre las comisuras de sus labios y el cabello rizado que le llegaba a los hombros, y siempre se engalanaba con su uniforme militar lleno de condecoraciones propias de un monarca, y una larga capa roja que arrastraba por el suelo. Lupercus tuvo la impresión de que era un hombre temible pero honorable. Estaba sentado en aquella ocasión en su trono al lado de su hermosa esposa, una mujer kushania de piel muy blanca, cabello rojo rizado y un cuerpo escultural perfectamente ajustado en un hermoso vestido al estilo de toga similar a la usada por los thanarios y que le concedió al bárbaro una cálida sonrisa.

 —No confío en los mercenarios —adujo en aquel momento el Rey Vladus— porque sólo luchan por dinero y no por honor. ¿Qué sucedería si los escitas te ofrecieran más oro que el que te ofrezco yo?  ¿O si en el momento en que veas venir la muerte decidas que lo que te pago no es suficiente?

 Entonces Lupercus, genuinamente ofendido, escupió al suelo y encaró al mismísimo rey provocando que sus guardias se alertaran, y exclamó enfurecido: ¡No he venido acá a que se me insulte dudando de mi honor! Una vez que haya yo empeñado mi palabra en servir a un ejército ninguna suma de dinero ni la amenaza de perdonarme la vida, ni oferta alguna que dios u hombre puedan hacerme en todo Midgard jamás hará que yo rompa mi palabra. Y en cuanto a la muerte, prefiero sufrir mil muertes honorables que una vida sin honor.

 Vladus calmó a sus guardias con un ademán de su mano y bajó complacido y sonriente las escalinatas que separaban su trono de donde se situaba Lupercus y lo abrazó. Luego declaró: ¡Este hombre me ha convencido! ¡Tiene más honor que toda mi corte junta! Pero antes de que aceptes debo advertirte sobre los enemigos que afrontarás. Los kurgos son animales; cuando conquistan un lugar no dejan una sola persona viva y beben la sangre de sus víctimas en odiosos rituales.

 —He enfrentado toda clase de enemigos, Majestad, y los kurgos no me asustan.

 —Pues bien, entonces estás contratado, Lupercus Guerrero Lobo, pasarás de inmediato a formar parte de mi ejército respondiendo sólo a Godhos y a mí.

Las extensas y frías llanuras que circundaban Kushan se encontraban quietas aquella noche previa al alba bajo un firmamento oscuro y brumoso y una neblina de tono verdoso. Un viento gélido silbaba por el lugar y sobre las aguerridas y disciplinadas tropas kushanias que se encontraban a la espera de la llegada de sus temibles enemigos. Vladus, franqueado por Godhos y Lupercus que se habían convertido en sus dos lugartenientes gracias a su destacado valor en batalla, contemplaban el lejano horizonte. Una parvada de buitres, instintivamente conocedores de que un festín sobrevendría pronto, esperaban sobre un árbol muerto en un costado del futuro campo de batalla y el sonido atronador de un cuerno resonó escalofriante en la lejanía.

 Justo entonces aparecieron montados sobre sus caballos relinchantes los bárbaros escitas. Todos con dientes amarillentos, largas barbas y cabellos marañosos, vestidos con ropajes hechos de piel de diferentes animales y armados con filosas espadas y hachas, así como arcos y flechas. Efectivamente tenían un aspecto salvaje.

 Las hordas kurgas se lanzaron contra los kushanios quienes respondieron de inmediato con un grito de batalla encabezados por su rey en loca carrera hacia la hueste enemiga, hasta que ambos ejércitos chocaron en un marasmo sangriento en el centro de la llanura.

 El repicar de las espadas y las hachas chocando entre sí, con los escudos y con la carne, los sollozos de los soldados al morir y el relinchar de los caballos provocaron un escándalo ensordecedor incrementado por el eco que producían las pedregosas montañas que rodeaban la llanura.

 Los legendarios arqueros escitas, famosos por su excelente dominio ecuestre, superaban en destreza a sus pares kushanios, pero el ejército de Kushan era mejor en estrategia militar y disciplina.

 Lupercus, como de costumbre, era capaz de asesinar una buena cantidad de salvajes a los que cortaba a diestra y siniestra con su filosa espada, aunque el propio Vladus era también muy eficaz masacrando kurgos. El viejo y veterano Godhos, curtido por mil batallas, había aprendido tanto y era tan sagaz en sus movimientos que lograba apilar una montaña de cadáveres kurgos, pero se cansaba más rápido que sus dos compañeros.

 La batalla finalizó casi dos horas después. El sofisticado ejército kushanio, más civilizado, logró aplastar a los salvajes kurgos y derrotarlos a pesar de ser numéricamente superiores, pero las pérdidas para Kushan fueron también considerables. La masacre que empantanó el suelo con charcos de sangre delataba el hecho. Sólo un tercio de los soldados kushanios sobrevivió, aunque lograron barrer con los escitas cuyos cadáveres alimentaban a los buitres.

 —¡Esta noche festejaremos nuestra victoria —dijo Godhos complacido palmeándole la espalda a su amigo y camarada Lupercus— con buen vino, carne y mujeres!

 Un kurgo moribundo emergió de entre la pila de cadáveres y poseso de una locura frenética enterró su espada en la espalda del distraído Godhos hiriéndolo a traición y lanzándolo al suelo. Muy tarde reaccionó Lupercus quien decapitó al escita cuando este ya estaba hincado en el suelo carcajeándose con mirada maniática.

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