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           Evey en la soledad de su habitación tuvo tiempo de cavilar sobre muchas cosas en esa ocasión. Entre ellas, las más importantes fue lo que había sucedido con Lindrin y, luego, las profundas palabras expresadas por su prima.

           Estaba sentada en la cama, abrazando sus rodillas mientras sopesaba aún aquellas palabras. Rouse había hablado de una falta de confianza y Evey se preguntó a qué punto era ella tan trasparente para que alguien como Rouse pudiera darse cuenta de ello. Quizás por eso es que las chicas les gustaba molestarla, ya que la veían como una presa fácil por su falta de confianza.

           Y,sin embargo, no había nada que pudiera hacer ella para remediarlo. Evey agradecía la intención de Rouse y su preocupación por ella, pero lo cierto es que por mucho que tuviera razón y hubiera una falta de confianza, era difícil tratar con ello. En ocasiones era difícil trabajar en la percepción de uno, como persona, si en todas partes lo que se conseguían eran críticas y rechazo.

           Evey había sido alguien que solía obstinarse cuando tenía entre ceja y ceja un objetivo, pero más que perder la confianza en ella misma, había perdido la confianza en las personas. Las personas esperaban conocer siempre una versión inmaculada de uno mismo y Evey se había esforzado muchísimo en ser buena para ellos, pero nunca era suficiente.

           Las personas eran hirientes y crueles. En más de una ocasión tratando de entablar simples conversaciones recibió como respuesta miradas desdeñosas, fríos silencios o, en el peor de los casos, un deprimente compasión carente de un interés genuino.

           Una vez había creído tener amigos, amigos a parte de Rouse, por supuesto. Personas con las que solía compartir. Todo había sido risas y felicidad en un principio, pero la brisa del tiempo trajo consigo los cambios. Todos comenzaron a hacer planes, planes en los que no estaba involucrada ella. Se veían en muy contadas ocasiones y únicamente cuando era ella la que planteaba la idea. El ambiente se había vuelto incómodo y aunque estaban todos juntos en una sala, Evey los sentía a kilómetros de distancia.

            A partir de ahí siempre fue lo mismo, conversaciones vacías y superfluas acompañadas de un hiriente ambiente de cordialidad que hería el alma al recordar la confianza que un día habían llegado a tener entre todos.

           Y entonces se había cansado.

           Evey ya no podía soportar en lo que se habían convertido y ya no podía fingir que aquellas personas que estaban allí por mera compasión eran sus amigos. Ella se alejó de cada uno de ellos para no sentir más dolor y ellos ya no volvieron a buscarla más confirmando sus sospechas que solo habían necesitado de una excusa para no verla más. Ella había suspirado al tener razón y, sin embargo, el dolor no remitió.

           «Las personas no valoran las acciones buenas que hacemos por ellas. Solo las toman con indiferencia y continúan su camino», se dijo ella misma, sentada allí todavía abrazada de piernas.

           Para Rouse las personas en su mayoría no eran como deberían ser. Pero había algo que sí que lo era. Ella se puso de pie y caminó hasta la ventana de su habitación y la abrió de par en par haciendo que el frío de la noche la invadiera. En el cielo nocturno, estaba ella, hermosa y majestuosa emitiendo su resplandor como un velo plateado que bañaba la ciudad que era su prisión.

           Ella extendió su dedo hacia el cielo y cubrió con la palma de su mano aquel hermoso disco que era la luna esa noche y cerró los ojos y dejó que la colmara con su belleza y poder. Ella disfrutaba de todas las cosas que brindaba la naturaleza incluso en sus estados más primigenios, pero había algo diferente con la luna, algo que la hacía sentir como ninguna otra cosa podía, algo que la llenaba y la henchía de confianza y fuerza. Algo que la hacía sentir como la Evey verdadera.

           Cuando la noche caía ella se sentía como su verdadera yo, pero cuando estaba la luna era su yo más perfecta. Ella no sabía explicar cómo, pero la luna hacía que su creatividad y sus habilidades fueran superiores a lo que eran ya de base. Así que aprovechando tal acontecimiento ella corrió a hacer los preparativos, se hizo con uno de sus lienzos y sus pinturas, que con tanto cariño le había regalado Rouse en uno de sus cumpleaños, y se dispuso a pintar.

           Su mano comenzó a desplazarse por el lienzo mientras el pincel le regalaba al lienzo la caricia de un amante, lenta y artísticamente, trazando curvas y arcos e, incluso, líneas rectas. Iban siendo primero de un color y luego de otro. Ella no tardaba más de una ojeada en decidir el color o su siguiente movimiento, en aquel estado superaba con creces a un maestro experto en pinturas, era ella una artista sin precedentes bajo el resplandor de plata.

           Había artistas que aseveraban que uno debía ser el lienzo y los colores para poder plasmar algo hermoso y, aunque ella respetaba el método de cada quien, para ella no iba de esa forma siempre. No era siempre considerarte el lienzo, los colores u las formas, era saber que tú podías ser en alguna ocasión el lienzo, los colores o las formas. Quizás el consejo importante era entender la función de todos esos factores como si fueras tú mismo y saber hacer uso de ellos como era debido, porque claro, no había nadie que supiera darle el mismo uso a uno mismo que uno mismo.

           De esa manera, fue que Evey pudo desentenderse de sus problemas, donde encontró verdadero sosiego y felicidad. En aquella vida que se encargaba día a día a querer hacerla ser lo que no era, con aquella familia que la presionaba y se avergonzaba, en aquella ciudad llena de personas que la odiaban y rechazaban por la única razón a ser diferente al resto, Evey se encontró siendo ella misma creando y soñando debido al don de la noche.

           Cuando Evey se dio cuenta ya tenía su obra de arte lista pero lo que veía la desconcertaba, había dibujado por primera vez algo que no había visto nunca y que estaba segura que no conocía. Había dibujado a un hombre de rasgos duros pero que poseía cierta dulzura en sus ojos, uno de un color azul y el otro esmeralda.

           —¿Quién eres? —susurró, intrigada por la visión de aquel hombre misterioso que vivía ahora en el nuevo cuadro que ella había creado.

           Ella decidió dejar la pintura allí secándose mientras dormía y que al despertar la escondería para evitar murmullos en la mansión. No quería que nadie pensara nada raro de ella. Más raro de lo que ya hacían, es decir.

           «Tengo una reputación intachable que mantener», se dijo a sí misma, divertida, mientras cerraba solo uno de los postigos de la ventana para evitar que entrara tanta brisa e hiciera tanto frío y a la vez poder disfrutar del resplandor de la luna.

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