—¿Tú qué tienes que ver en esto, Alejandro? —espetó Sergio, con un tono agresivo—. Este es un asunto entre Amelia y yo. No te metas.Alejandro no se movió, ni cambió su expresión. Solo se mantuvo firme en su lugar, como una muralla.—Esta es mi casa y ella tampoco te quiere aquí, así que o sales por tus pies o te saco yo —dijo Alejandro con una calma helada.—De aquí no me voy sin mi prometida —sentenció Sergio.—Estás haciendo que mi hija se asuste, y no voy a permitir que eso siga. Si Amelia te está pidiendo que te vayas, ¡Hazlo! Porque de lo contrario no respondo —dijo el hombre con firmeza. Amelia, aún sosteniendo a Anaís, observó a los dos hombres enfrentarse en silencio. El aire en la habitación se sentía denso, cargado de emociones que estaban a punto de estallar. Su corazón latía con fuerza, no solo por el temor de lo que pudiera pasar, sino por la incertidumbre de lo que debía hacer.Sergio respiró profundamente, como si estuviera tratando de calmarse, pero su rabia era evid
El silencio que siguió a las palabras de Anaís fue casi cómico en su contraste con la seriedad de la situación. Alejandro y Amelia intercambiaron una mirada de sorpresa, sin saber cómo responder de inmediato a la espontánea propuesta de la niña.Alejandro fue el primero en reaccionar, soltando una leve risa, aunque en sus ojos brillaba algo más profundo, quizás la incredulidad de que la niña hiciera esa propuesta o recordando en la sugerencia que le había hecho su madre.—Anaís... —dijo suavemente, agachándose para estar a la altura de su hija—. Las cosas no funcionan así. No puedes decidir esas cosas tan fácilmente.Anaís, confundida por la reacción de su padre, frunció el ceño y empezó a hacer señas rápidas.—¿Por qué no? —preguntó, moviendo las manos con una determinación que reflejaba la convicción de una niña que todavía no entiende la complejidad del mundo de los adultos—. No me gusta ese señor. Quiero que mamá se quede aquí con nosotros. ¿Por qué no puede ser así?Amelia, aún c
El aire se tornó denso de inmediato. Amelia sintió una mezcla de sorpresa y pánico invadiendo su cuerpo, mientras Alejandro, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, la miraba como si disfrutara cada segundo de su incomodidad. —Bueno Amelia, ¿Ya escuchaste lo que dijo mi mamá? —inquirió Alejandro, encogiéndose de hombros—. Y da la casualidad que yo soy un hijo obediente.Amelia parpadeó rápidamente, su corazón latiendo desbocado mientras intentaba procesar lo que acababa de escuchar. —¿Qué quieres decir? —preguntó con el ceño fruncido.—Lo que entendiste, lo mejor es que nos casemos.Su mirada saltó de Alejandro a Esmeralda, que se encontraba claramente deleitada por la idea, como si acabara de resolver el dilema más grande de su vida.—¿Estás loco? —soltó finalmente Amelia, llevándose las manos a la cabeza, aún incrédula por la dirección que había tomado la conversación—. ¡Esto no tiene sentido! No puedes decir algo así solo porque tu madre lo sugiere.Alejandro arqueó una ceja
Amelia se pasó una mano por el rostro, sintiéndose atrapada entre la espada y la pared. Su mirada se posó en Anaís, quien jugaba distraídamente con una muñeca en el rincón de la habitación, ajena al drama que se desarrollaba a su alrededor.—No es tan simple, señora Esmeralda —murmuró Amelia, su voz apenas audible—. Casarme con Alejandro me da miedo, vivir con él será una mentira.Esmeralda la observó con una mezcla de compasión y dureza en sus ojos.—A veces, querida, el amor de una madre requiere sacrificios que van más allá de lo imaginable, aunque después, te seguro que la vida se encarga de premiarte —dijo la mujer con convicción, como si ya hubiese pasado por algo similar en su vida.Amelia apretó los labios, intentando no dejarse llevar por la presión emocional que la señora Valente intentaba imponerle. Sabía que si aceptaba el matrimonio con Alejandro sería peligroso, no confiaba en que ella pudiera mantenerse alejada, fue inevitable que recordara cuando la besó, aunque lo hab
Amelia tomó la carpeta que Alejandro le extendía, sus dedos temblando ligeramente mientras la miraba como si fuera un arma a punto de dispararse. El silencio que siguió a las palabras de Alejandro parecía atrapar cada rincón de la habitación, haciéndola sentir aún más sofocada. No pudo evitar sentirse inquieta.Alejandro le hizo una seña a su madre para que se marchara con Anaís.—Con permiso —dijo la mujer saliendo de la habitación con su nieta.Al marcharse Esmeralda, ella lo enfrentó.—¿Qué es esto exactamente? —preguntó finalmente, sin abrir aún la carpeta, su voz teñida de una mezcla de desafío y vulnerabilidad.Alejandro la observó fijamente, cruzando los brazos mientras su postura rígida reflejaba el peso de la situación.—Es un acuerdo prenupcial, como te dije antes —respondió, sin apartar la vista de ella—. Establece los términos bajo los cuales nos casaremos. No es solo por nosotros; es por Anaís.Amelia frunció el ceño y respiró hondo antes de abrir la carpeta y comenzar a
Amelia salió de la casa de Alejandro, su mente nublada por una mezcla de preocupación, desesperación, un poco de rabia y hasta de temor. Había firmado aquel contrato, una jaula dorada, una prisión sin barrotes físicos, pero con los más impenetrables. Sabía que estaba haciendo lo necesario para mantener a Anaís cerca, pero la sensación de haber renunciado a su libertad la asfixiaba. Y no entendía por qué le daba más temor estar casada con Alejandro que con Sergio, era una situación que no podía explicar.No era una mujer que se dejara dominar fácilmente, y aunque en apariencia Alejandro había ganado la primera batalla, Amelia no estaba dispuesta a ceder tan fácilmente, esperaba revertir la situación.Al llegar a su apartamento, cerró la puerta tras de sí con un golpe sordo y dejó caer su bolso en el suelo. Se frotó el rostro, tratando de calmarse, sabiendo que ahora tenía que enfrentarse a otra situación complicada: la conversación con Sergio.Sergio Castillo era poderoso, y no era el
Pasaron los días, y pronto llegó el fin de semana, y el tan esperado día de la boda.Amelia se encontraba en la habitación que le habían asignado en la casa de Alejandro, el día anterior, y en ese momento se encontraba frente al espejo. Llevaba un vestido sencillo, blanco ostra, sin adornos ni encajes exagerados, algo completamente alejado de lo que siempre había imaginado para una ocasión tan trascendental como su boda.Siempre quiso casarse con un hermoso vestido blanco de princesa, rodeada de su familia y sus amigos, pero ahora no podía hacerlo, porque no tenía ni el vestido ni mucho menos familiares y amigos. Como tantas cosas en su vida últimamente, esta boda no tenía nada que ver con los sueños que alguna vez tuvo.El vestido le quedaba bien, pero no podía evitar sentir un peso en el pecho, una incomodidad que no tenía nada que ver con la prenda que llevaba. La ansiedad estaba latiendo en su interior, como una tormenta que amenazaba con romper la calma antes de tiempo.Esmera
Amelia retrocedió un paso cuando Alejandro se acercó, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza. La habitación, que era espaciosa y elegantemente decorada, de repente se sintió demasiado pequeña. Alejandro no apartaba su mirada de ella, una mirada que tenía un aire desafiante, casi juguetón, pero también peligroso.—No tienes que hacer esto más difícil de lo que ya es —murmuró Amelia, intentando mantener la compostura. Su tono era firme, pero el nerviosismo era evidente en su voz.Alejandro arqueó una ceja, claramente disfrutando de su incomodidad.—¿Difícil? —repitió, dando un paso más hacia ella—. Lo que quieres haces es... inusual, Amelia. Somos marido y mujer ahora, deberíamos compartir más que un apellido.Amelia apretó los labios, sus manos tensas a los lados. Alejandro se había acercado lo suficiente como para que pudiera percibir su presencia con una intensidad que la inquietaba.—Yo nunca quise esto —dijo ella, obligándose a mantener su mirada fija en la de él, pese a lo di