Capítulo 1

Había pasado un año y medio desde que Elena Fusset se había mudado al departamento. En todo ese tiempo, su rutina había sido la misma: trabajar en su tienda de flores, regresar a casa agotada y repetir el ciclo al día siguiente. No se consideraba alguien sociable, y aunque conocía a algunos vecinos, solo intercambiaba saludos cortos o conversaciones superficiales.

Sin embargo, había una excepción.

Damián.

Elena llegó del trabajo con el cansancio pegado al cuerpo. El ascensor seguía malogrado, así que no tuvo más opción que subir las escaleras. Soltó un suspiro y comenzó a subir los escalones con pasos pesados, deseando nada más que una ducha caliente y descansar.

A mitad del tramo, escuchó pasos detrás de ella. Por inercia, giró un poco la cabeza y entonces lo vio.

Damián.

Su vecino. Alto, asombrosamente fornido, sexy sin esfuerzo, con esa manera de moverse que parecía diseñada para llamar la atención. Su camiseta se ajustaba a su torso, marcando cada músculo con descaro, y su expresión relajada solo hacía que todo en él pareciera aún más atractivo.

Desde que Elena se había mudado al edificio, él siempre estaba ahí cuando lo necesitaba, como si fuera una especie de reflejo involuntario. Si la veía cargando bolsas del supermercado o con las manos ocupadas, Damián se acercaba sin preguntar y la ayudaba, con esa amabilidad natural que lo hacía aún más encantador. Y aunque él sabía perfectamente que ella tenía novio y que vivían juntos, eso nunca había cambiado su trato. Siempre era atento, siempre tenía una sonrisa lista para ella.

Elena sintió una punzada de nervios en el estómago y miró al frente de inmediato, sintiendo cómo su piel se calentaba.

—Hola —dijo él con voz profunda y amable, acercándose con pasos largos hasta quedar a su lado.

—Ho… hola, Damián —respondió ella, casi en un susurro.

—Largo día, ¿eh? —comentó él con una sonrisa ladeada, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón mientras caminaba a su ritmo.

—Sí… bastante —murmuró Elena, jugueteando con la correa de su bolso.

Damián la miró de reojo.

—Supongo que hoy no te tocó cargar bolsas —bromeó con tono ligero.

Elena soltó una risita nerviosa.

—No, por suerte. Si no, seguro ya estarías ofreciéndote a ayudarme otra vez.

—Eso nunca lo dudes —dijo él con tranquilidad—. Me gusta ser útil.

Elena no supo si fue la manera en que lo dijo o el tono bajo de su voz, pero sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Se obligó a concentrarse en seguir subiendo los escalones.

—Supongo que hay que verle el lado bueno —continuó él—. El ascensor roto nos da la oportunidad de conversar más seguido.

Elena tragó saliva, sin saber cómo interpretar aquello.

—Sí… supongo que sí.

Cuando llegaron a su piso, Elena sacó sus llaves y se volvió hacia él por reflejo.

—Bueno, nos vemos —dijo con una sonrisa que intentó mantener tranquila.

Damián se inclinó ligeramente hacia ella, y antes de que pudiera reaccionar, dejó un beso en su mejilla.

Elena se quedó inmóvil. Su piel ardió bajo el contacto breve, pero inesperado.

—Nos vemos, Elena —murmuró él con su voz grave, con una sonrisa apenas curvando sus labios.

Su mirada descendió lentamente por su rostro hasta sus labios antes de regresar a sus ojos, un destello de diversión brillando en los suyos. El gesto fue rápido, sutil, pero suficiente para que su corazón diera un vuelco.

Suspiró y cerró la puerta detrás de ella, apoyando la espalda contra la madera por un segundo, intentando disipar el calor que aún le recorría el cuerpo. Pero la realidad la golpeó en cuanto levantó la vista.

Bill estaba tirado en el sofá, con una pierna colgando del borde y una mano metida en una bolsa de papas fritas mientras veía un partido de béisbol.

—¿Cómo te fue? —preguntó sin apartar la mirada de la pantalla, llevándose otra papa a la boca con la emoción de quien cree que su equipo está a punto de anotar.

Elena parpadeó, aún con la piel ardiendo por un roce que no debía haber significado nada.

—Bien —respondió, con la voz más firme de lo que se sentía.

Se movió hacia la cocina, necesitando distraerse, pero en su mente aún flotaba la imagen de una sonrisa masculina que no pertenecía al hombre del sofá.

Elena respiró hondo, alejando cualquier rastro del momento con su vecino, y se dirigió a la cocina.

—¿Qué hay de cenar? —preguntó mientras abría el refrigerador, aunque en el fondo ya sospechaba la respuesta.

—Nada —respondió él sin siquiera voltear a verla, completamente absorto en la pantalla.

Elena cerró los ojos por un momento, mordiéndose la lengua para no soltar el suspiro de frustración que le subía por la garganta. Otra vez lo mismo. Llegar a casa después de un día largo y encontrar a su novio tirado en el sofá, esperando a que la comida apareciera mágicamente.

Se apoyó contra la encimera, cruzándose de brazos.

—¿No pensaste en pedir algo? —preguntó, tratando de mantener la calma.

—No tenía hambre —dijo con indiferencia, llevándose otra papa frita a la boca.

Elena se quedó en silencio por unos segundos, observándolo. La escena le resultaba demasiado familiar: él, sin el más mínimo esfuerzo, mientras ella terminaba ocupándose de todo. No era solo la cena, era la falta de interés, la rutina monótona, la sensación de que estaba más sola de lo que debería en una relación.

Apoyó las manos en la encimera, sintiendo la fría superficie bajo sus dedos. Un pensamiento cruzó su mente, fugaz pero insistente: ¿Cuánto más voy a aguantar esto?

Y sin poder evitarlo, la imagen de su vecino volvió a aparecer en su cabeza. Su sonrisa traviesa, su voz grave al despedirse… la forma en que su sola presencia había logrado estremecerla.

Sacudió la cabeza y abrió el cajón donde guardaban los menús de restaurantes.

—Voy a pedir algo —dijo, sin molestarse en preguntarle si él quería.

Esta vez, pensaría solo en ella.

Elena agarró su teléfono sin decir una palabra más y se fue directamente a su habitación. Cerró la puerta con un leve chasquido y dejó escapar un suspiro. Se sentó en la cama, deslizando los dedos por la pantalla hasta encontrar el número de la pizzería.

—Buenas noches, ¿qué va a ordenar? —preguntó una voz al otro lado de la línea.

—Una pizza grande de pepperoni con extra queso… y una soda —respondió sin dudar. Ni siquiera se molestó en preguntar si su novio quería algo. Si tenía hambre, que se las arreglara.

Tras confirmar el pedido, dejó el teléfono sobre la mesita de noche y se recostó contra las almohadas. Sentía la tensión acumulada en sus hombros, el cansancio de otra noche más donde todo era lo mismo.

Se pasó una mano por el cabello, frustrada. Algo dentro de ella sabía que estaba llegando a su límite. ¿Cuánto más iba a seguir así?

Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.

—¿Quién es? —preguntó sin moverse.

—Yo —respondió su novio desde el otro lado—. ¿Pediste comida?

Elena cerró los ojos por un momento y tomó aire antes de responder con calma:

—Sí, pero solo para mí.

—Pero, Elena, yo también tengo hambre —dijo Bill desde el otro lado de la puerta, con un tono quejumbroso, como si fuera obvio que ella debía haber pensado en él.

Elena cerró los ojos por un instante, sintiendo cómo la irritación le subía por la garganta. Se pasó una mano por el cabello antes de responder con la voz más neutral que pudo.

—Entonces, ¿por qué no pediste algo?

—No sabía qué querías.

Elena soltó una risa seca.

—¿Y no podías pedir para ti?

Del otro lado de la puerta hubo un silencio breve, como si Bill estuviera procesando la pregunta.

—Pensé que ibas a encargarte tú —respondió al final, con esa indiferencia que la hacía hervir por dentro.

Elena se levantó de la cama y abrió la puerta. Lo encontró ahí, con los brazos cruzados y una expresión de fastidio en el rostro, como si ella fuera la egoísta en esta situación.

—Bill, estoy cansada —dijo sin rodeos—. Siempre es lo mismo. Siempre tengo que encargarme de todo mientras tú estás ahí, tirado en el sofá, esperando que yo resuelva hasta lo que vas a cenar.

—¿Ahora vas a hacer un drama por una pizza? —bufó él.

Elena lo miró incrédula.

—No es la pizza, Bill. Es todo.

Bill rodó los ojos y se pasó una mano por el cabello.

—Mira, si es para tanto, dame un pedazo cuando llegue y ya.

Elena sintió que algo dentro de ella y en ese momento lo supo: no era feliz y ya no estaba enamorada de Bill

—No —dijo con calma—. Esta vez, la pizza es solo para mí.

Y cerró la puerta en su cara.

Elena se dejó caer sobre la cama, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza. No por enojo, sino por la certeza que acababa de golpearla de lleno.

Llevaba un año de novia con Bill. Al principio, todo había sido bonito, emocionante, como suelen ser las relaciones al comienzo. Pero con el tiempo, la chispa se había apagado, y en su lugar, solo quedaba una rutina que no la hacía feliz.

No vivían juntos, pero en un acto de confianza –y quizás, en un intento de fortalecer la relación–, ella le había dado una copia de la llave de su departamento. Un gesto que ahora lamentaba profundamente. Bill entraba y salía como si el lugar le perteneciera, como si fuera un derecho adquirido más que un privilegio.

Y ahora, con la puerta cerrada entre ellos, entendió que el problema no era la monotonía. Era la ausencia de todo lo demás.

Al otro lado de la pared, Damián pudo escuchar la conversación entre Elena y su novio. No era su intención espiar, pero las paredes del edificio no eran precisamente gruesas, y su voz molesta se filtraba con claridad.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón, sintiendo una punzada de frustración en el pecho. Lamentablemente, se había demorado demasiado en invitarla a salir, y aquel tipo se le había adelantado.

Desde que la conoció, había pensado en dar el paso, pero cada vez que lo consideraba, algo lo detenía. Primero, la idea de que tal vez ella no estuviera interesada en alguien como él. Luego, cuando por fin reunió el valor, descubrió que ya estaba en una relación.

Y ahora, ahí estaba ella, en una discusión que dejaba claro que las cosas con su novio no iban bien.

Damián se pasó una mano por el cabello y exhaló lentamente.

No era su problema. Pero maldita sea, cómo le hubiera gustado que las cosas hubieran sido diferentes.

Se levantó del sillón con un suspiro y se fue a su cuarto. Aún tenía la conversación de Elena y su novio resonando en su cabeza, y eso solo le aumentaba la tensión en el cuerpo.

Sin pensarlo demasiado, se quitó la camiseta y se dirigió al baño. Abrió la ducha, dejando que el agua caliente corriera mientras se deshacía del resto de su ropa. Cuando el vapor comenzó a llenar el espacio, entró bajo el chorro de agua, dejando que el calor relajara sus músculos.

Cerró los ojos y apoyó las manos en la pared azulejada. Por más que intentara distraerse, la imagen de Elena no salía de su mente. Su cabello castaño ondeado, esos ojos marrones llenos de expresividad… y la manera en que había sentido su roce más temprano en las escaleras.

Damián apreto los dientes y dejó caer la cabeza hacia atrás, dejando que el agua resbalara por su piel.

Definitivamente, tenía un problema.

Pasaron por su mente imágenes de ella: sus ojos fijos en él, brillando con intensidad; sus labios suaves y tentadores; su cabello castaño suelto, enmarcando su rostro con un aire irresistible.

Su piel… ¿Cómo sería tocarla? Deslizar la yema de sus dedos por su mejilla, bajar lentamente por su cuello, sentir la calidez de su cuerpo bajo su roce.

Damián apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza. Maldición. No debería estar pensando en ella de esa manera, no cuando ella tenía novio… aunque después de escuchar esa discusión, estaba claro que esa relación no tenía futuro.

El agua caliente resbaló por su piel mientras intentaba despejar su mente, pero el deseo que lo invadía no era tan fácil de apagar.

Damián apoyó la espalda contra la fría pared de la ducha, sintiendo el contraste entre el mármol helado y el fuego que recorría su cuerpo. Su mano se movió con más urgencia sobre su erección, sus labios entreabiertos dejando escapar un gemido grave mientras las imágenes de Elena lo consumían por completo.

Se la imaginó debajo de él, su mirada atrapándolo, su piel cálida bajo sus caricias, su boca ansiando sus besos. La idea de tenerla, de hacerla suya, lo llevó al borde con una intensidad que apenas pudo contener.

Un último gemido ahogado escapó de su garganta cuando alcanzó el clímax, estremeciéndose bajo el agua que seguía cayendo. Se quedó ahí, con el pecho subiendo y bajando, intentando recuperar el aliento, con el nombre de Elena aún flotando en su mente.

Damián exhaló con frustración, empujando esos pensamientos fuera de su cabeza. No servía de nada imaginar lo que no podía tener. Elena tenía novio, por más que ese imbécil no la valorara como debería.

Pero si algún día ella decidía dejarlo…

Sacudió la cabeza, apagando la ducha bruscamente. No podía permitirse pensar de esa manera. No cuando ella seguía atrapada en una relación que, a juzgar por lo que había escuchado, estaba llegando a su límite.

Se pasó una toalla por el cabello, mirándose en el espejo con el ceño fruncido. Su reflejo le devolvió la mirada con la misma intensidad con la que él pensaba en Elena.

No. No era momento de actuar. Pero si ella llegaba a ser libre, él no cometería el mismo error dos veces. Esta vez, se aseguraría de no quedarse de brazos cruzados.

Porque si alguien iba a demostrarle a Elena lo que era ser realmente deseada, no sería su patético novio actual.

Sería él.

Elena, por su parte, no pudo dormir bien esa noche.

Dio vueltas en la cama una y otra vez, con la mente saturada de pensamientos. Sabía que su relación con Bill estaba mal desde hace tiempo, pero se había aferrado a la costumbre, a la idea de que quizás algún día cambiaría. Pero lo cierto era que no lo haría.

Y el problema era que, por primera vez, la idea de terminarlo no le dolía tanto como debería.

Suspiró y se giró hacia la ventana. Su mirada se dirigió automáticamente a la ventana de la habitación de Damián.

Las luces estaban encendidas.

Y entonces lo vio.

Damián pasó frente a la ventana con el torso desnudo, el brillo de la luz delineando cada músculo de su espalda y brazos. Elena se quedó inmóvil, sintiendo cómo su corazón daba un vuelco.

Era la primera vez que lo veía sin camisa.

No apartó la mirada.

Damián se movía por su habitación con naturalidad, ajeno a la forma en que la simple visión de su cuerpo despertaba en Elena un calor inesperado. Tragó saliva y se obligó a girarse en la cama, cerrando los ojos con fuerza.

No podía estar pensando en eso.

Pero su piel ardía como si lo estuviera.

Se cubrió la cara con la almohada.

"Deja de pensar en él", se dijo.

I*******m: soteriasvibes

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