Egoísta

Las empleadas del hotel llegaron para organizar el salón en que Lexy aún continuaba escondida, avergonzada y acobardada y solo ellas, con sus risitas despreocupadas y su maravillosa naturalidad, pudieron despertarla de ese desmayo en el que se había absorbido como una esponja.

Las mujeres, no mayores a los cuarenta años, vestían delantales azules y blancos bien estirados, tenían una delicada gorra en sus cabellos, los cuales recogían con un ordenado peinado que les permitía una buena plana de sus amplias frentes y disimiles orejas. Llevaban también guantes blancos en las manos y traperos en sus carros. Y aunque estaban destinadas a limpiar los desastres ajenos, grandes sonrisas relucían en sus rostros y miradas.

—¿Señorita, está bien? —preguntó una de ellas cuando se acercó al fondo del salón para organizar las sillas y Lexy no pudo responder con coherencia.

El amargo llanto que llevaba aguantando largos minutos le subió por el pecho y la evidenció endeble.

Las mujeres de limpieza se
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