Llantos

La mujer, que no debía tener más de cuarenta años, me miró algo sorprendida pero me dejó pasar y señaló el diván. 

—Túmbate, por favor —me pidió. 

¿Tumbada? Me tumbé y ella se sentó en una silla a mi lado con una libreta. Me preguntó mi nombre para llevar un registro y me costó veinte minutos abrirme del todo. Jamás había ido antes a un psicóloco y no sabía que era tan abrumador. 

—¿Sabes qué es el perdón? 

—Si intentas que perdone a mi madre vas fatal. 

Ella sonrió.

—Perdonarla es algo para ti. Te dejará libre.

—Ella debería perdonarme a mi por todo lo que me ha hecho. 

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