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—¡Señor Savelli, este es un dilema familiar, no intervenga, se lo ruego! —exclamó Alonzo, su voz temblando de furia contenida.Giancarlo avanzó con una calma que parecía burlarse de la tensión en el aire.Sus pasos resonaban como un desafío.—¿Familiar? —respondió con un tono gélido—. ¿Y qué tiene de familiar humillar a una mujer delante de una multitud? Si la señora Valenti afirma tener pruebas, ¿por qué no darles el beneficio de la duda? Una simple prueba de ADN podría dar paz… no solo a ella, sino también al alma de un niño inocente.El rostro de Eugenia, la madre de Alonzo se contrajo en una máscara de ira.—¡Ese niño era un bastardo! —gritó, su voz cortando el aire como una cuchilla.Giancarlo se giró hacia ella, su mirada tan penetrante que parecía perforarla.—Señora, me pregunto… si alguien dijera lo mismo de su hijo, ¿cómo defendería su honor? ¿Cómo probaría su verdad? ¿O acaso teme lo que esa verdad podría revelar?La sala quedó en un silencio asfixiante.Eugenia abrió los oj
«Años atrásGiancarlo estaba en aquel bar, sentado junto a un socio con una copa de whisky en la mano. La conversación había terminado, y el hombre frente a él sonreía satisfecho.—Bien, señor Savelli, ha sido un placer cerrar este trato con usted. Espero que esta sea la primera de muchas colaboraciones.Giancarlo asintió con una sonrisa mínima. Cuando el hombre se marchó, tomó un último sorbo, sintiendo el ardor familiar en su garganta. Miró el reloj. Era tarde. Debería regresar a casa.Fue en ese momento que los vio. Dos hombres caminaban por el pasillo, arrastrando a una mujer. Roma Wang. Aunque apenas la conocía, su rostro era inconfundible. Había algo en su postura desmadejada, en la manera en que su cabeza colgaba, que lo detuvo.«No es mi problema», pensó Giancarlo, apretando los dientes. Pero por mucho que intentó ignorarlo, algo en su interior no lo dejó. Una furia helada comenzó a treparle por el pecho. Nadie tiene derecho a hacerle eso a una mujer, y menos frente a mí.
Al día siguiente.Roma caminaba lentamente entre las lápidas, su respiración pesada y sus ojos hinchados de tanto llorar.El aire frío del cementerio parecía atravesarle el alma, pero nada era comparable al dolor que sentía en ese momento.Frente a ella, un grupo de hombres preparaba todo para exhumar los restos de su hijo, Benjamín.Ver aquellas herramientas y cómo removían la tierra sobre la tumba que había visitado tantas veces era como arrancarle el corazón con las manos.«Lo siento, Benjamín… perdóname, hijo mío», pensó con un nudo en la garganta mientras las lágrimas rodaban por su rostro.Su pecho se contrajo, casi como si no pudiera respirar del dolor.«Pero mamá tiene que demostrar la verdad. Alonzo tiene que enfrentar sus errores. ¡Perdóname por esto! Tú no pediste venir al mundo, y mucho menos que te diera un padre como él. Fui yo… yo, quien eligió mal. Le di mi amor de un hombre que nunca debí amar».Su cuerpo temblaba, y por un momento pensó que no sería capaz de manteners
Roma apretó con fuerza el volante, su pulso acelerado, el corazón latiendo frenéticamente en su pecho.Cada vez que miraba por el retrovisor, veía cómo el auto que las perseguía se acercaba sin cesar, con la intención de embestirlas de nuevo.El terror se apoderaba de ella, pero también una furia incontrolable que la impulsaba a no rendirse.—¡Cory, agárrate fuerte! —gritó Roma, apretando los dientes mientras pisaba el acelerador, buscando desesperadamente una forma de perder a sus perseguidores.El sonido de los neumáticos chirriando sobre el asfalto resonaba en sus oídos como una advertencia mortal.El coche detrás de ellas no cedía, sus faros iluminaban cada rincón de la carretera, acercándose como una sombra implacable.Roma sentía el pánico subiendo por su garganta, pero su determinación la mantenía firme.No iba a permitir que esos monstruos la lastimaran, ni a ella ni a su amiga.—¡No dejaré que me hagan daño! —murmuró Roma entre dientes, sus manos temblando ligeramente mientras
Roma abrió los ojos de golpe, su respiración era errática y su corazón latía con fuerza en su pecho.Por un momento, la confusión la envolvió como una espesa niebla.¿Dónde estaba?La habitación tenía un aroma a madera y humedad, las cortinas pesadas apenas dejaban entrar la luz del atardecer.Todo parecía tan… ajeno.Pero entonces, sus ojos se encontraron con una figura en la penumbra.Alonzo Wang estaba sentado en una silla de madera, con los codos apoyados en sus rodillas y la barbilla descansando sobre sus manos entrelazadas.Sus ojos, oscuros y severos, la observaban sin pestañear, como si estuviera esperando el momento exacto en que ella despertara.—Despertaste, bella, durmiente —murmuró con una sonrisa amarga—. ¿Recuerdas que era el cuento favorito de Benjamín?El nombre de su hijo fue un puñal directo al pecho de Roma.Su respiración se agitó, y sin pensar, se incorporó de golpe.Su mirada estaba llena de fuego, su rabia se desbordaba como un río incontenible.—¡Imbécil! —grit
La llamada se colgó de golpe, y en ese instante, Alonzo avanzó hacia Roma como una tormenta desatada.Con furia descontrolada, la tomó de los brazos, sus dedos clavándose en su piel, y la empujó con tal violencia que la lanzó contra la cama.Roma apenas pudo resistir la embestida, cayendo con un golpe sordo que resonó en sus oídos.Estaba atrapada debajo de él, su cuerpo inmóvil bajo la presión de su fuerza.Alonzo se inclinó sobre ella, su rostro tan cerca del suyo que podía sentir su aliento caliente, entrecortado por la rabia.—¿Qué clase de mujer maligna eres? —su voz era un susurro bajo, tenso, como si su ira estuviera a punto de estallar—. ¡¿Quién es tu amante?! ¡¿Estás con un mafioso?!Roma se quedó inmóvil, su pecho subiendo y bajando rápidamente, pero entonces, una risa burlona brotó de sus labios.Una risa llena de desdén, de burla, que hizo que la cordura de Alonzo se rompiera aún más.—¿Estás tan desesperado por saberlo, Alonzo? —dijo con voz afilada, dejando que la burla s
El auto avanzaba por la carretera, la lluvia golpeaba con furia sobre el vidrio, la ciudad desaparecía en la neblina que formaban las gotas, mezclándose con el sonido constante del agua cayendo.El vehículo se detuvo frente a una cabaña solitaria, rodeada de árboles desnudos por el invierno.La atmósfera era tan oscura como la tormenta, y Roma miró a su alrededor con desconfianza.—Señor, hemos llegado —dijo el chofer con voz apagada.Roma alzó la vista, sus ojos reflejaban confusión y agotamiento. Estaba perdida, atrapada en su propio caos, incapaz de encontrar paz.—¿Dónde estamos? —su voz sonaba vacía, como si la tormenta la hubiera despojado de todas las fuerzas.—Este es mi refugio —respondió Giancarlo, con una calma inquebrantable, mirando por la ventana y observando la lluvia que caía como si fuera una cortina impenetrable. —Será mejor descansar aquí, Roma. La lluvia se volverá más intensa, y no sería sensato volver a casa en este estado.Roma no replicó, pero su mirada parecía
El beso se volvió una súplica ardiente, un lazo invisible que los ataba, como si ambos lucharan contra la tormenta de sentimientos que amenazaba con consumirlos. Roma sintió que el mundo se desvanecía a su alrededor. La razón le gritaba que se alejara, que no debía permitirlo, pero su cuerpo tenía otros planes.Sus manos se aferraron con desesperación al cuello de Giancarlo, como si, al soltarlo, se desplomara en un abismo sin retorno. No quería dejar de besarlo. No quería recordar el dolor que la estaba desangrando por dentro.Giancarlo fue quien rompió el beso, lentamente, con reticencia.Sus respiraciones estaban entrecortadas, y sus miradas se encontraron en un abismo de emociones no dichas. Ojos brillantes, cargados de un peso invisible.Sus corazones latían al mismo ritmo, como un solo latido perdido en la noche.—Solo quiero… estar en paz —murmuró ella, con voz quebrada—. Acabar con ese hombre… y luego irme…Las palabras apenas salieron de sus labios cuando sintió el roce de un