Liam
Me habían enseñado muchas cosas. A resistir la tortura. A sobrevivir a la guerra. A distinguir una mentira con solo mirar los ojos de alguien. Pero nadie me enseñó qué hacer cuando el enemigo eres tú. Scarlett dormía a mi lado, desnuda entre las sábanas revueltas del sofá, su respiración tranquila, su cuerpo envuelto en los restos del deseo. Su piel olía a jazmín, a sexo, a algo que no debía tocar pero que ya había marcado mi alma. La observé por un largo rato. Me sabía cada curva. Me sabía el sonido que hacía cuando jadeaba en mi oído, los suspiros rotos cuando se rendía por completo a mí. Me sabía su cuerpo, sí, pero lo peor era que me estaba sabiendo también su alma. Y eso… eso me iba a destruir. Me levanté sin hacer ruido. Recogí mi ropa del suelo, me vestí con movimientos mecánicos, y me encerré en la habitación de seguridad, donde solo estaban las pantallas, las armas, y lo poco que quedaba de mi juicio. Encendí la computadora principal y empecé a escribir el informe. Las cámaras no habían captado más movimiento en las últimas dos horas. Pero yo no podía pensar en tácticas ni en coordenadas. Solo podía pensar en ella. En su voz suplicante. En su cuerpo aferrado al mío. En la forma en que dijo mi nombre como si fuera todo lo que necesitaba. Y eso fue lo que me quebró. Porque yo también la necesitaba. Y no podía. Una hora después, el equipo de apoyo me contactó por la línea cifrada. —¿Hart? ¿Estás operativo? —Sí —dije con voz grave. —Recibimos las alertas del perímetro. ¿Status? —Seis hombres. Neutralizados. No dejaron marcas de rastreo. Profesional. Quieren sacarla antes de que testifique. —¿Ella está bien? Mi silencio fue una pausa demasiado larga. —Sí —respondí, finalmente—. Está bien. —El comando quiere saber si el refugio sigue siendo seguro. —Por ahora. Pero debemos preparar traslado. No tardarán en regresar. —Recibido. En 48 horas recibirás nuevas coordenadas. Mantén la posición. Y, Hart… —¿Sí? —No bajes la guardia. No olvides lo que estás protegiendo. Colgué. Y me quedé en silencio. Porque esas últimas palabras… dolieron. Yo sí había olvidado. Anoche, cuando supe que podía morir. Anoche, cuando no quise contenerme más. Anoche, cuando dejé de ser agente… y fui solo hombre. Un hombre que deseó a una mujer. Un hombre que la tomó. Un hombre que cruzó la línea. Y ahora, tenía que pagar el precio. Cuando salí de la habitación, Scarlett ya no dormía. Estaba en la cocina, con una taza de café entre las manos, sentada en una de las sillas altas, usando solo una camiseta mía. Sus ojos me buscaron. Pero los míos no supieron responderle. —¿Ya te ibas a escapar otra vez? —preguntó con una sonrisa cansada. No respondí. —¿Fue un error? —añadió después de un momento. Su voz era baja, herida. Como si esperara que le arrancara el corazón con mis palabras. —No —dije—. No fue un error. Pero no debió pasar. Ella parpadeó lentamente, como si cada palabra fuera una bofetada. —Entonces, ¿qué fue? Me apoyé contra la pared. Cruzado de brazos. Sintiéndome como un cobarde por no acercarme. —Fue un desahogo. Fue un momento entre la muerte y el caos. Fue un impulso que… me venció. —¿Y eso es todo lo que fue para ti? —No. La respuesta se me escapó como un secreto. Ella me miró, expectante. —Fue más de lo que puedo permitir. Y por eso debe terminar aquí. —¿Terminar? ¿Después de lo que vivimos anoche? —Sí. Ella dejó la taza sobre la mesa con más fuerza de la necesaria. —¿Y qué se supone que haga, Liam? ¿Ignorar que me enamoré de ti? Esas palabras fueron una bala. —No puedes amarme, Scarlett. —¿Por qué? —Porque no estaré aquí cuando todo esto termine. Ella se levantó. Caminó hacia mí. Me golpeó el pecho con las manos. —¡Eres un cobarde! —¡Soy un soldado! —¡Eres un hombre que me miró como si fuera todo lo que alguna vez deseó! —¡Y lo eres! —grité finalmente, acorralado por mi propia culpa—. ¡Pero no puedo tenerte! —¿Por qué no? —¡Porque si te quedas, te conviertes en mi debilidad! ¡Y si te conviertes en mi debilidad, te van a usar para matarme! La confesión se quedó flotando en el aire. Y ella… lloró. No de forma dramática. No como en sus películas. Lloró en silencio. Lloró como lloran las mujeres que ya no tienen fuerzas para fingir. —No quiero ser tu debilidad, Liam —susurró—. Solo quiero ser tu refugio. Yo también lo deseaba. Lo deseaba con todo lo que tenía. Pero no podía. Porque hombres como yo no tienen refugios. Solo tienen misiones. Esa noche, dormimos en habitaciones separadas. O fingimos hacerlo. Yo no dormí. La escuché llorar. Después la escuché gritar en sueños. Pesadillas. Me levanté. Fui hasta su puerta. Dudé. Y toqué. —Scarlett… —llamé. Ella abrió. Tenía los ojos hinchados. El rostro mojado. Pero no dijo nada. Solo me abrazó. Y yo la dejé. Nos sentamos en el borde de su cama. No dijimos nada por largo rato. —¿Te vas a ir cuando esto acabe? —preguntó, rompiendo el silencio. —Tengo que hacerlo. —¿Y si te pidiera que no lo hicieras? —No me pidas eso. —¿Y si lo hiciera? —Entonces tendría que elegir entre lo que quiero… y lo que soy. Ella bajó la mirada. —¿Y qué eres, Liam? Pensé en todas las veces que había matado. En todas las veces que había callado. En todo lo que había sacrificado. —Soy un arma. Una que solo sirve para proteger. Y tú… tú necesitas a alguien que sepa quedarse cuando el peligro se va. Ella me miró. —Tal vez yo también soy un arma. Pero solo quiero ser disparada por ti. Y entonces la abracé. No con deseo. Sino con amor. Porque, aunque no pudiera decirlo aún, yo también la amaba. Y eso era mi condena A la mañana siguiente, el helicóptero sobrevoló la zona. Dos agentes descendieron. El reemplazo. El protocolo era claro: ella debía ser trasladada al siguiente punto seguro. Yo debía desaparecer. Sin despedidas. Sin rastros. La miré por última vez antes de que subiera a bordo. Ella me sostuvo la mirada. Firme. Herida. Valiente. Y antes de desaparecer, dijo una sola frase: —No soy tu debilidad, Liam. Soy tu destino. Y cuando el helicóptero se perdió en el cielo, supe que no había línea que no estuviera dispuesto a romper para volver a ella. Pero por ahora… el deber me llamaba. Y yo debía responder.LiamEl deber no admite distracciones.Esa era la frase que llevaba tatuada en la mente desde que me convertí en agente de operaciones encubiertas. Fría, tajante, necesaria. Una frase que me había salvado la vida más veces de las que podía contar. Pero esa frase empezó a desdibujarse en cuanto ella entró a mi radar.Scarlett Valen.La primera vez que la vi no fue en persona. Fue en una pantalla, durante el análisis del caso. Llevaba un vestido rojo escarlata —una ironía que no pasé por alto—, y sus labios curvados en una sonrisa perfecta mientras salía de un teatro de Broadway, flanqueada por flashes, reporteros y seguridad privada. Una estrella. Un objetivo. Una testigo.Y ahora, una carga que debía proteger.—Hart, la trasladamos esta noche. Ya no es seguro mantenerla en el apartamento— me informó el jefe, mientras me lanzaba un sobre con nuevos documentos falsos. —Identidades nuevas. Ubicación nueva. Hasta que pueda declarar.Asentí sin una palabra. Me habían entrenado para protege
ScarlettCuando era niña, aprendí que todo en la vida podía maquillarse. El miedo, la tristeza, el deseo. Bastaba con saber actuar, con sonreír en el momento justo, con decir las palabras exactas. Aprendí a construir versiones de mí que todos quisieran mirar… y ninguna de ellas era real.Hasta que llegó él.Liam Hart no era como los otros hombres que me rodeaban. No se derretía con una sonrisa. No miraba mis piernas. No me ofrecía una copa ni intentaba agradarme. Me miraba como si pudiera ver lo que había debajo de mi piel. Y eso, por primera vez, me hizo sentir desnuda.Esa noche, después de llegar a la cabaña, dormí en una cama ajena, con sábanas que olían a madera vieja y a silencio. No pude pegar un ojo. Daba vueltas, escuchando los crujidos de la casa, los pasos firmes de Liam al otro lado del pasillo, el sonido intermitente de su vigilancia obsesiva.¿Así iba a ser mi vida ahora? ¿Encerrada? ¿Protegida? ¿Controlada?Me levanté antes del amanecer, me puse su camisa —porque me pro
LiamHay una línea que no debe cruzarse.Una línea que separa al agente del hombre, al deber del deseo, al instinto de la responsabilidad.Esa línea la dibujé desde el primer día que conocí a Scarlett Valen.Y ahora la estoy borrando con mis propias manos.Desde que la besé, desde que sus piernas se enredaron en mi cintura y su boca se fundió con la mía como si su vida dependiera de ello, todo en mí está tambaleando. Me alejé a tiempo. Apenas. Un segundo más y no habría vuelta atrás. Un segundo más y me habría hundido en ella, y no en sentido figurado.Pero aún me repito que hice lo correcto.La madrugada me encuentra de pie frente al ventanal del refugio, con el fusil apoyado en la pared y el corazón en guerra. La cabaña está sumida en un silencio denso, pesado, cargado de algo que no logro definir: ¿culpa? ¿deseo? ¿frustración?Ella no volvió a salir. No después de eso.Y yo no dormí.No puedo.El deseo no es el enemigo. El enemigo es el momento. La situación. El encierro. La soleda
ScarlettEl amor puede esperar.El deseo puede reprimirse.Pero el miedo… el miedo no. El miedo se mete debajo de la piel, te muerde los huesos, te hiela la sangre.Y esta vez no estaba fingiendo.Esta vez el miedo era real.Corrí escaleras arriba mientras la alarma seguía sonando como un latido desbocado. Mis pies desnudos golpeaban la madera con fuerza, mi respiración era un jadeo roto, y el nombre de Liam martillaba en mi cabeza una y otra vez.Nos habían encontrado.No sé si fueron sus ojos, su tono de voz, o la forma en que me gritó que subiera, pero supe en ese momento que esto no era una práctica. No era una simulación. Esto era real.Y podría morir.Entré en la habitación de seguridad, cerré la puerta tras de mí y giré el seguro con manos temblorosas. La habitación era pequeña, sin ventanas, con una pantalla de vigilancia en una de las paredes y un pequeño baño al fondo. Me senté contra la puerta, abrazando mis rodillas, sintiendo cómo el camisón se pegaba a mi piel sudada.Es