Liam
El deber no admite distracciones. Esa era la frase que llevaba tatuada en la mente desde que me convertí en agente de operaciones encubiertas. Fría, tajante, necesaria. Una frase que me había salvado la vida más veces de las que podía contar. Pero esa frase empezó a desdibujarse en cuanto ella entró a mi radar. Scarlett Valen. La primera vez que la vi no fue en persona. Fue en una pantalla, durante el análisis del caso. Llevaba un vestido rojo escarlata —una ironía que no pasé por alto—, y sus labios curvados en una sonrisa perfecta mientras salía de un teatro de Broadway, flanqueada por flashes, reporteros y seguridad privada. Una estrella. Un objetivo. Una testigo. Y ahora, una carga que debía proteger. —Hart, la trasladamos esta noche. Ya no es seguro mantenerla en el apartamento— me informó el jefe, mientras me lanzaba un sobre con nuevos documentos falsos. —Identidades nuevas. Ubicación nueva. Hasta que pueda declarar. Asentí sin una palabra. Me habían entrenado para proteger personas. No para admirarlas. Pero había algo en Scarlett que era difícil de ignorar. Tal vez era el contraste. Ella era todo lo que yo no: caótica, expresiva, ruidosa. Un alma brillante que no entendía la oscuridad que la rodeaba. Y ahora yo era su sombra. El edificio donde se encontraba estaba vigilado por dos autos sin placas y una patrulla falsa. Entré sin anunciarme, usando la llave que me habían dado, y cerré con seguro detrás de mí. Silencio. —Scarlett— llamé con voz firme. Nada. Me adentré más. Habitación pulcra, huele a perfume caro. Paredes decoradas con cuadros teatrales, una maleta a medio empacar en la esquina. Seguí avanzando hasta encontrarla. Estaba en la cocina, descalza, con una copa de vino en la mano y un vestido de seda que apenas cubría sus muslos. Me vio, y en lugar de gritar o asustarse, sonrió como si me esperara. —Vaya, por fin mandan a un guardaespaldas que parece sacado de una película de acción. —No soy tu guardaespaldas. Soy la única razón por la que vas a llegar viva al juicio. Ella ladeó la cabeza, divertida, y caminó hacia mí. Su andar era felino, elegante, lleno de una confianza que bordeaba la provocación. —¿Y cómo se supone que me protejas? ¿Siguiéndome a todas partes con esa cara de piedra? —Exactamente— respondí sin mover un músculo. Ella rió, ligera, pero no había nada ingenuo en su mirada. Sabía lo que hacía. Sabía que era hermosa. Sabía que era un problema. —Tienes diez minutos para empacar. Nos vamos— le dije. —¿A dónde? —A un lugar más seguro. Nada de preguntas. Scarlett bufó, pero obedeció. Yo permanecí firme, clavado en la cocina, sin dejar de observar cada movimiento. No por placer —eso me repetí al menos tres veces—, sino porque cualquier descuido podría costarnos la vida. Mientras ella subía a su habitación, revisé los accesos, comprobé cámaras y señales. El protocolo. Lo de siempre. Pero nada me preparó para verla bajar con un vestido ajustado, botas altas y un abrigo ligero. —¿Eso es lo que consideras apropiado para huir? —Disculpa si no tengo ropa antibalas en mi guardarropa de actriz— replicó, arqueando una ceja. Suspiré y le lancé una chaqueta. —Póntela. Y quédate cerca. El viaje fue silencioso. Ella miraba por la ventana, con la barbilla apoyada en la mano, mientras yo mantenía los ojos en el retrovisor. Dos vehículos nos seguían, pero desaparecieron tras unas calles. Señal de que nos habían detectado, pero no rastreado aún. Llegamos al nuevo refugio: una cabaña de seguridad en las afueras, protegida por perímetros electrónicos, sin cobertura y con acceso solo por vía aérea o en todo terreno. —¿Esto es una casa o una prisión?— preguntó Scarlett, mirando alrededor con desdén. —Lo segundo, si no colaboras. Ella me lanzó una mirada de fuego, pero no dijo más. Entramos. Ella exploró cada rincón con curiosidad. Yo dejé mis armas sobre la mesa y empecé a revisar los equipos de vigilancia. —¿No piensas dormir nunca? —Dormir es para los vivos— respondí. Ella se acercó a mí, silenciosa, hasta que su perfume me invadió. Cálido, dulce, embriagador. —Entonces supongo que yo tendré que distraerme sola en esta prisión…— murmuró, rozándome apenas con los dedos mientras se alejaba hacia su habitación. Cerró la puerta sin mirarme, pero su sombra seguía presente. Esa noche no dormí. La pasé revisando cámaras, trazando planes de escape, simulando posibles ataques. Y, aunque no lo admitiera, escuchando sus pasos suaves al otro lado de la puerta. Suspiros. Una ducha. Una melodía tarareada a media voz. Scarlett Valen era la clase de mujer que ponía en riesgo cualquier misión. No porque fuera peligrosa, sino porque te hacía olvidar el peligro real. Te arrastraba a su ritmo, y si no tenías cuidado, dejabas de oír las balas a tu alrededor. A la mañana siguiente, la encontré preparando café. Llevaba una camisa mía, apenas abotonada, y ni siquiera intentó fingir que no sabía lo que hacía. —No encontré mi ropa. Espero que no te moleste— dijo. —Mientras no intentes salir de esta casa, puedes usar lo que quieras. —¿Incluyéndote a ti? La miré fijamente. Ella sostenía mi mirada con ese brillo travieso y descarado. No parpadeaba. No retrocedía. Me acerqué hasta que el aire entre nosotros fue una línea tensa. Podía sentir su respiración. El calor de su cuerpo. Y por un segundo, solo un segundo, deseé olvidar el deber. —No juegues conmigo, Scarlett. No soy el tipo de hombre que sabe parar cuando empieza algo. —¿Y si yo tampoco quiero que te detengas? Las palabras flotaron en el aire, peligrosas, como una cerilla cerca de gasolina. Pero yo retrocedí. Porque aún no era el momento. Aún no. —Te estoy salvando la vida. No te equivoques. Ella sonrió, pero había algo más en su mirada ahora. Un desafío. Una promesa. Una guerra silenciosa. Y yo, que había sobrevivido a emboscadas, tiroteos, torturas… supe que esta misión, proteger a Scarlett Valen, sería la más peligrosa de todas. Porque ella no iba a matarme con balas. Lo haría con deseo. Y no había chaleco antibalas que me protegiera de eso.ScarlettCuando era niña, aprendí que todo en la vida podía maquillarse. El miedo, la tristeza, el deseo. Bastaba con saber actuar, con sonreír en el momento justo, con decir las palabras exactas. Aprendí a construir versiones de mí que todos quisieran mirar… y ninguna de ellas era real.Hasta que llegó él.Liam Hart no era como los otros hombres que me rodeaban. No se derretía con una sonrisa. No miraba mis piernas. No me ofrecía una copa ni intentaba agradarme. Me miraba como si pudiera ver lo que había debajo de mi piel. Y eso, por primera vez, me hizo sentir desnuda.Esa noche, después de llegar a la cabaña, dormí en una cama ajena, con sábanas que olían a madera vieja y a silencio. No pude pegar un ojo. Daba vueltas, escuchando los crujidos de la casa, los pasos firmes de Liam al otro lado del pasillo, el sonido intermitente de su vigilancia obsesiva.¿Así iba a ser mi vida ahora? ¿Encerrada? ¿Protegida? ¿Controlada?Me levanté antes del amanecer, me puse su camisa —porque me pro
LiamHay una línea que no debe cruzarse.Una línea que separa al agente del hombre, al deber del deseo, al instinto de la responsabilidad.Esa línea la dibujé desde el primer día que conocí a Scarlett Valen.Y ahora la estoy borrando con mis propias manos.Desde que la besé, desde que sus piernas se enredaron en mi cintura y su boca se fundió con la mía como si su vida dependiera de ello, todo en mí está tambaleando. Me alejé a tiempo. Apenas. Un segundo más y no habría vuelta atrás. Un segundo más y me habría hundido en ella, y no en sentido figurado.Pero aún me repito que hice lo correcto.La madrugada me encuentra de pie frente al ventanal del refugio, con el fusil apoyado en la pared y el corazón en guerra. La cabaña está sumida en un silencio denso, pesado, cargado de algo que no logro definir: ¿culpa? ¿deseo? ¿frustración?Ella no volvió a salir. No después de eso.Y yo no dormí.No puedo.El deseo no es el enemigo. El enemigo es el momento. La situación. El encierro. La soleda
ScarlettEl amor puede esperar.El deseo puede reprimirse.Pero el miedo… el miedo no. El miedo se mete debajo de la piel, te muerde los huesos, te hiela la sangre.Y esta vez no estaba fingiendo.Esta vez el miedo era real.Corrí escaleras arriba mientras la alarma seguía sonando como un latido desbocado. Mis pies desnudos golpeaban la madera con fuerza, mi respiración era un jadeo roto, y el nombre de Liam martillaba en mi cabeza una y otra vez.Nos habían encontrado.No sé si fueron sus ojos, su tono de voz, o la forma en que me gritó que subiera, pero supe en ese momento que esto no era una práctica. No era una simulación. Esto era real.Y podría morir.Entré en la habitación de seguridad, cerré la puerta tras de mí y giré el seguro con manos temblorosas. La habitación era pequeña, sin ventanas, con una pantalla de vigilancia en una de las paredes y un pequeño baño al fondo. Me senté contra la puerta, abrazando mis rodillas, sintiendo cómo el camisón se pegaba a mi piel sudada.Es
LiamMe habían enseñado muchas cosas.A resistir la tortura. A sobrevivir a la guerra. A distinguir una mentira con solo mirar los ojos de alguien.Pero nadie me enseñó qué hacer cuando el enemigo eres tú.Scarlett dormía a mi lado, desnuda entre las sábanas revueltas del sofá, su respiración tranquila, su cuerpo envuelto en los restos del deseo. Su piel olía a jazmín, a sexo, a algo que no debía tocar pero que ya había marcado mi alma.La observé por un largo rato. Me sabía cada curva. Me sabía el sonido que hacía cuando jadeaba en mi oído, los suspiros rotos cuando se rendía por completo a mí. Me sabía su cuerpo, sí, pero lo peor era que me estaba sabiendo también su alma.Y eso…eso me iba a destruir.Me levanté sin hacer ruido. Recogí mi ropa del suelo, me vestí con movimientos mecánicos, y me encerré en la habitación de seguridad, donde solo estaban las pantallas, las armas, y lo poco que quedaba de mi juicio.Encendí la computadora principal y empecé a escribir el informe. Las c