Scarlett
Cuando era niña, aprendí que todo en la vida podía maquillarse. El miedo, la tristeza, el deseo. Bastaba con saber actuar, con sonreír en el momento justo, con decir las palabras exactas. Aprendí a construir versiones de mí que todos quisieran mirar… y ninguna de ellas era real. Hasta que llegó él. Liam Hart no era como los otros hombres que me rodeaban. No se derretía con una sonrisa. No miraba mis piernas. No me ofrecía una copa ni intentaba agradarme. Me miraba como si pudiera ver lo que había debajo de mi piel. Y eso, por primera vez, me hizo sentir desnuda. Esa noche, después de llegar a la cabaña, dormí en una cama ajena, con sábanas que olían a madera vieja y a silencio. No pude pegar un ojo. Daba vueltas, escuchando los crujidos de la casa, los pasos firmes de Liam al otro lado del pasillo, el sonido intermitente de su vigilancia obsesiva. ¿Así iba a ser mi vida ahora? ¿Encerrada? ¿Protegida? ¿Controlada? Me levanté antes del amanecer, me puse su camisa —porque me provocaba hacerlo, porque quería probar hasta dónde podía tensar la cuerda— y bajé a preparar café. Cuando él entró a la cocina, con su mandíbula tensa y esa mirada de acero, supe que me había ganado otro punto en nuestro juego silencioso. —¿Incluyéndote a ti?— le dije, apenas conteniendo una sonrisa. Su reacción no fue lo que esperaba. No se sonrojó, no se incomodó. Se acercó. Demasiado. Tan cerca que mi piel se erizó con su calor. —No juegues conmigo, Scarlett. No soy el tipo de hombre que sabe parar cuando empieza algo— me advirtió. Sentí que mi pecho se apretaba. No por miedo, sino por un deseo incontrolable que me quemaba desde adentro. Un deseo que no sentía desde hacía mucho tiempo. Uno real. No actuado. No fingido. Uno que me hacía desear con cada fibra de mi cuerpo que él no se detuviera jamás. Pero se detuvo. Dio un paso atrás. Y entonces supe que este hombre no iba a caer fácilmente. Y eso me gustaba aún más. ⸻ La rutina en la cabaña era insoportable. Me despertaba temprano, caminaba en círculos, leía revistas viejas, preparaba comida que casi siempre él terminaba ignorando. A veces encendía la televisión solo para sentir que el mundo todavía existía afuera. Y él… él era una sombra constante. Vigilante. Silencioso. Siempre observando. Al tercer día, ya no podía más. —¿Sabes qué?— le solté una tarde, mientras él revisaba los sensores de movimiento en la sala—. Estoy harta de que me trates como si fuera una carga. No me miró. —No eres una carga. Eres un objetivo. —Qué halagador. ¿Y si me tratas como una persona por cinco minutos? —No estoy aquí para hacerte sentir cómoda. Me acerqué a él. Lo hice con intención. Con rabia. Con hambre. Me paré frente a su pecho y lo empujé con las dos manos. —¡Entonces al menos mírame cuando te hablo! Y lo hizo. Sus ojos, oscuros y profundos, se clavaron en los míos con una intensidad que me dejó sin aire. Por un segundo, pensé que me besaría. Que cedería. Pero no lo hizo. En lugar de eso, me sujetó las muñecas, firme, y me obligó a retroceder hasta que mi espalda chocó contra la pared. —No provoques algo que no estás lista para soportar— murmuró, con la voz ronca y peligrosa. —¿Y tú lo estás?— repliqué, con el corazón latiéndome en la garganta. Silencio. Una línea invisible entre nosotros se tensó hasta el límite. Y luego, como si temiera romperla, me soltó y se alejó. —Ve a tu habitación, Scarlett. —Hazme. Pero él ya no me miraba. Subí las escaleras, temblando. No de miedo. De frustración. De deseo. De esa maldita sensación de no poder alcanzarlo. Me duché con el agua caliente hasta que la piel me ardió. Me puse un camisón de seda, blanco, translúcido, y me acosté sin apagar la luz. No podía dormir. No mientras pensara en sus manos sujetando mis muñecas. En su aliento en mi cuello. En la forma en que su autocontrol me excitaba más que cualquier caricia. ⸻ La noche cayó como una promesa rota. Me levanté, bajé a la cocina por agua y lo encontré allí, como siempre, vigilando, armado, despierto. —No duermes, ¿verdad? —Tú tampoco. Me senté frente a él. No llevaba sostén, y su mirada, por primera vez, bajó un segundo. Fue breve. Pero lo vi. Lo sentí. Su deseo era real. Tan real como el mío. —¿Siempre fuiste así?— le pregunté, bajando la voz. —¿Así cómo? —Inaccesible. Frío. Perfecto. Él no respondió. Se limitó a mirarme. Y yo continué. —¿O es que solo te asusta lo que puedes sentir? Esa vez no se acercó. Fui yo quien lo hizo. Me levanté, caminé hacia él, lenta, y me senté en sus piernas, enfrentándolo. Su cuerpo se tensó bajo el mío. Su respiración cambió. —Scarlett…— dijo en advertencia. —Solo dime que no lo sientes. Dímelo y me iré. No lo dijo. Lo besé. Fue un roce, primero. Una caricia temblorosa de labios. Pero cuando sus manos subieron por mi espalda, cuando me sujetó con fuerza y respondió al beso como si hubiera estado reprimiéndolo durante días, supe que había cruzado un umbral sin retorno. El deseo explotó entre nosotros como dinamita. Mis piernas rodearon su cintura, sus manos recorrieron mi cuerpo con urgencia, y mi camisón terminó hecho trizas en el suelo. Su boca buscaba cada rincón de mi piel como si tuviera sed, como si el deber ya no fuera suficiente para contenerlo. Pero antes de que pudiera ir más lejos, él se detuvo. Me apartó con una maldición ahogada y se levantó, respirando agitado, como si le doliera alejarse. —No puedo— dijo. —¿Por qué? —Porque si empiezo… no voy a querer parar. —Entonces no lo hagas. —Esto no es real, Scarlett. Solo estás confundida. Atrapada. Buscando una salida. Yo no soy tu escape. Lo miré, con el corazón deshecho en la garganta. —¿Y tú? ¿No estás tan atrapado como yo? Silencio. Y luego, él se fue. Cerró la puerta detrás de él y me dejó sola en la sala, desnuda, expuesta, y más deseosa que nunca. Pero también entendí algo. Él luchaba contra mí, sí. Pero también luchaba contra sí mismo. Contra todo lo que sentía, lo que deseaba, lo que no podía controlar. Y ahora que sabía que lo deseaba tanto como yo lo deseaba a él… el juego apenas comenzaba.LiamHay una línea que no debe cruzarse.Una línea que separa al agente del hombre, al deber del deseo, al instinto de la responsabilidad.Esa línea la dibujé desde el primer día que conocí a Scarlett Valen.Y ahora la estoy borrando con mis propias manos.Desde que la besé, desde que sus piernas se enredaron en mi cintura y su boca se fundió con la mía como si su vida dependiera de ello, todo en mí está tambaleando. Me alejé a tiempo. Apenas. Un segundo más y no habría vuelta atrás. Un segundo más y me habría hundido en ella, y no en sentido figurado.Pero aún me repito que hice lo correcto.La madrugada me encuentra de pie frente al ventanal del refugio, con el fusil apoyado en la pared y el corazón en guerra. La cabaña está sumida en un silencio denso, pesado, cargado de algo que no logro definir: ¿culpa? ¿deseo? ¿frustración?Ella no volvió a salir. No después de eso.Y yo no dormí.No puedo.El deseo no es el enemigo. El enemigo es el momento. La situación. El encierro. La soleda
ScarlettEl amor puede esperar.El deseo puede reprimirse.Pero el miedo… el miedo no. El miedo se mete debajo de la piel, te muerde los huesos, te hiela la sangre.Y esta vez no estaba fingiendo.Esta vez el miedo era real.Corrí escaleras arriba mientras la alarma seguía sonando como un latido desbocado. Mis pies desnudos golpeaban la madera con fuerza, mi respiración era un jadeo roto, y el nombre de Liam martillaba en mi cabeza una y otra vez.Nos habían encontrado.No sé si fueron sus ojos, su tono de voz, o la forma en que me gritó que subiera, pero supe en ese momento que esto no era una práctica. No era una simulación. Esto era real.Y podría morir.Entré en la habitación de seguridad, cerré la puerta tras de mí y giré el seguro con manos temblorosas. La habitación era pequeña, sin ventanas, con una pantalla de vigilancia en una de las paredes y un pequeño baño al fondo. Me senté contra la puerta, abrazando mis rodillas, sintiendo cómo el camisón se pegaba a mi piel sudada.Es
LiamMe habían enseñado muchas cosas.A resistir la tortura. A sobrevivir a la guerra. A distinguir una mentira con solo mirar los ojos de alguien.Pero nadie me enseñó qué hacer cuando el enemigo eres tú.Scarlett dormía a mi lado, desnuda entre las sábanas revueltas del sofá, su respiración tranquila, su cuerpo envuelto en los restos del deseo. Su piel olía a jazmín, a sexo, a algo que no debía tocar pero que ya había marcado mi alma.La observé por un largo rato. Me sabía cada curva. Me sabía el sonido que hacía cuando jadeaba en mi oído, los suspiros rotos cuando se rendía por completo a mí. Me sabía su cuerpo, sí, pero lo peor era que me estaba sabiendo también su alma.Y eso…eso me iba a destruir.Me levanté sin hacer ruido. Recogí mi ropa del suelo, me vestí con movimientos mecánicos, y me encerré en la habitación de seguridad, donde solo estaban las pantallas, las armas, y lo poco que quedaba de mi juicio.Encendí la computadora principal y empecé a escribir el informe. Las c
LiamEl deber no admite distracciones.Esa era la frase que llevaba tatuada en la mente desde que me convertí en agente de operaciones encubiertas. Fría, tajante, necesaria. Una frase que me había salvado la vida más veces de las que podía contar. Pero esa frase empezó a desdibujarse en cuanto ella entró a mi radar.Scarlett Valen.La primera vez que la vi no fue en persona. Fue en una pantalla, durante el análisis del caso. Llevaba un vestido rojo escarlata —una ironía que no pasé por alto—, y sus labios curvados en una sonrisa perfecta mientras salía de un teatro de Broadway, flanqueada por flashes, reporteros y seguridad privada. Una estrella. Un objetivo. Una testigo.Y ahora, una carga que debía proteger.—Hart, la trasladamos esta noche. Ya no es seguro mantenerla en el apartamento— me informó el jefe, mientras me lanzaba un sobre con nuevos documentos falsos. —Identidades nuevas. Ubicación nueva. Hasta que pueda declarar.Asentí sin una palabra. Me habían entrenado para protege