3 | La línea invisible

Liam

Hay una línea que no debe cruzarse.

Una línea que separa al agente del hombre, al deber del deseo, al instinto de la responsabilidad.

Esa línea la dibujé desde el primer día que conocí a Scarlett Valen.

Y ahora la estoy borrando con mis propias manos.

Desde que la besé, desde que sus piernas se enredaron en mi cintura y su boca se fundió con la mía como si su vida dependiera de ello, todo en mí está tambaleando. Me alejé a tiempo. Apenas. Un segundo más y no habría vuelta atrás. Un segundo más y me habría hundido en ella, y no en sentido figurado.

Pero aún me repito que hice lo correcto.

La madrugada me encuentra de pie frente al ventanal del refugio, con el fusil apoyado en la pared y el corazón en guerra. La cabaña está sumida en un silencio denso, pesado, cargado de algo que no logro definir: ¿culpa? ¿deseo? ¿frustración?

Ella no volvió a salir. No después de eso.

Y yo no dormí.

No puedo.

El deseo no es el enemigo. El enemigo es el momento. La situación. El encierro. La soledad. Las emociones que hierven cuando dos personas que no deberían tocarse están demasiado cerca. El enemigo es el cuerpo que no entiende de razones, de códigos, de protocolos.

Y mi cuerpo hace días que dejó de obedecerme.

Por la mañana, me obligo a actuar como si nada hubiese pasado. Preparé café, el más amargo posible, y reforcé los sistemas de seguridad del perímetro. Cada gesto mío es preciso, mecánico. Cuanto más me concentro en mi rutina, menos pienso en ella.

O eso intento.

—¿Evadiéndome? —pregunta una voz suave, detrás de mí.

La ignoro. La ignoro porque si la miro, no voy a poder ocultar nada.

—Ya casi no me hablas. Casi no me miras —insiste Scarlett, y cuando se acerca, puedo sentir el calor de su cuerpo detrás del mío. Está demasiado cerca. Siempre lo está. Y lo hace a propósito.

—Estoy concentrado en lo que importa —respondo, sin voltear.

—¿Y yo no importo?

No contesto. No sé qué decir. No quiero responder lo obvio.

—Liam —dice con voz baja, dolida, sincera—. No soy solo una testigo. No soy solo una mujer que debe ser protegida. Sé que algo pasó. Y sé que lo estás sintiendo tú también.

Ahora sí me giro. Porque no puedo evitarlo. Porque su voz me duele más que una herida abierta. Está frente a mí con una camiseta larga que apenas cubre su ropa interior. Sin maquillaje. Con el cabello revuelto. Más real que nunca. Más hermosa que cualquier actriz que haya visto en pantalla.

Y juro por todo lo que tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no perder el control.

—Lo que pasó —le digo con los dientes apretados— fue un error.

—¿Un error?

—Un error que no volverá a pasar.

—¿Por qué? ¿Porque no lo deseabas? ¿O porque te asusta lo que significa?

La rabia me sube al pecho como una descarga. Me acerco. Esta vez soy yo quien invade su espacio. Quien la acorrala. Quien la empuja suavemente contra la pared.

—Porque no es el momento —susurro, rozando su mejilla con mis labios sin besarla—. Porque si empiezo, no voy a poder detenerme. Y cuando acabe contigo, no vas a poder mirarme igual.

Ella me mira sin parpadear. Su cuerpo tiembla, pero no de miedo.

—Tal vez no quiero detenerte. Tal vez quiero que me destruyas.

Trago saliva. Mis dedos se curvan, buscando su piel, pero me obligo a retroceder.

—No lo entiendes, Scarlett. Estás confundida. Estás encerrada. Te sientes sola. Esto no es real.

—¿Y si lo es?

—No puedo arriesgarme a averiguarlo.

La dejo ahí, con los ojos brillantes y los labios apretados. Camino hacia la habitación de seguridad y cierro la puerta. Me encierro con los monitores, con las alarmas, con todo lo que pueda recordarme por qué estoy aquí. Porque si me quedo con ella un segundo más, no voy a poder resistir.

Los días siguientes son una guerra silenciosa.

No volvemos a hablar de lo que pasó. Pero está presente. En cada mirada sostenida demasiado tiempo. En cada roce accidental. En cada noche que paso despierto, escuchando su respiración al otro lado de la puerta.

He entrenado mi cuerpo para resistir el dolor físico. He soportado torturas. Hambre. Frío. Heridas abiertas. Pero ninguna preparación me enseñó a resistir a una mujer que desea ser tocada… y que sabes que tú también deseas tocar más que a nada en la vida.

Una noche, mientras vigilo los perímetros, escucho un golpe. Bajo con el arma en mano. Estoy alerta. Todo mi cuerpo en tensión.

Y la veo.

Scarlett, en medio del salón, con una copa rota en el suelo. Descalza, con una bata de seda abierta sobre su camisón. La luz de la lámpara le da un brillo dorado a su piel.

—Lo siento —dice, agachándose para recoger los pedazos de vidrio.

—No te muevas —le ordeno con voz baja, autoritaria.

Me acerco. Me arrodillo frente a ella y le tomo las manos para evitar que se corte. Su piel está tibia. Sus dedos tiemblan. Y los míos también.

—Estás temblando —murmuro, sin soltarla.

—Estoy cansada, Liam —susurra—. Cansada de sentirme atrapada. Cansada de desear algo que no me atrevo a pedir.

Mi pulso se acelera. Su rostro está a centímetros del mío. Puedo ver cada pestaña, cada lunar, cada grieta en su fuerza. Scarlett no es solo una actriz. Es una mujer rota. Sola. Y juro por Dios que quiero ser el hombre que la sostenga… aunque no tenga derecho.

—No deberías desearme —le digo.

—Pero lo hago. Y tú también. ¿Verdad?

No respondo. En lugar de eso, acerco mi frente a la suya. Cerramos los ojos. Respiramos el mismo aire. Y en ese instante no existe el deber. No existe el mundo. Solo ella. Solo yo.

Solo esta línea invisible que se está borrando bajo nuestros pies.

—Scarlett… —susurro.

—Bésame, Liam. O aléjate para siempre.

Sus palabras son una daga. Porque no hay decisión correcta. Porque besarla sería perder el control. Pero alejarme… ya ni siquiera sé cómo se hace.

Y entonces lo hago.

La beso.

Pero esta vez no hay duda. No hay culpa. Solo hambre. Furia. Necesidad. La beso como si mi vida dependiera de ello. Como si besarla fuera la única forma de sobrevivir a la oscuridad que me consume.

Ella gime contra mis labios, se aferra a mis hombros, y me guía hasta el sofá sin dejar de besarme. Caemos entre cojines, entre jadeos, entre caricias desesperadas. Mis manos recorren su cintura, su espalda, sus muslos. Su cuerpo es fuego y tormenta. Y el mío… el mío ya no me pertenece.

—Liam… —susurra mi nombre como un secreto, como una súplica.

Y entonces, una alarma suena.

Un pitido agudo.

Un sensor activado.

Un ruido que corta el momento como una cuchilla.

Me separo de golpe. Tomo el arma. Corro hacia el monitor. El perímetro trasero ha sido vulnerado. Una figura oscura. Dos más. Movimiento coordinado.

—Nos encontraron —murmuro, helado.

Ella se pone de pie, temblando.

—¿Qué hacemos?

La miro. Todavía con su cuerpo en mi piel, su sabor en mi boca. Y ya no hay espacio para el deseo. Solo para la protección.

—Sube. Quédate en el cuarto de seguridad. No salgas hasta que yo lo diga.

—Liam, no…

—¡Hazlo, Scarlett!

Ella corre. Yo tomo el rifle, el cuchillo, el comunicador. Me coloco el chaleco y activo el protocolo.

El enemigo ya no es el deseo.

El enemigo está afuera.

Y si quieren llegar a ella, tendrán que pasar por mí primero.

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