Inicio / Romance / Entre el deber y el deseo / 4 | Lo que arde en silencio
4 | Lo que arde en silencio

Scarlett

El amor puede esperar.

El deseo puede reprimirse.

Pero el miedo… el miedo no. El miedo se mete debajo de la piel, te muerde los huesos, te hiela la sangre.

Y esta vez no estaba fingiendo.

Esta vez el miedo era real.

Corrí escaleras arriba mientras la alarma seguía sonando como un latido desbocado. Mis pies desnudos golpeaban la madera con fuerza, mi respiración era un jadeo roto, y el nombre de Liam martillaba en mi cabeza una y otra vez.

Nos habían encontrado.

No sé si fueron sus ojos, su tono de voz, o la forma en que me gritó que subiera, pero supe en ese momento que esto no era una práctica. No era una simulación. Esto era real.

Y podría morir.

Entré en la habitación de seguridad, cerré la puerta tras de mí y giré el seguro con manos temblorosas. La habitación era pequeña, sin ventanas, con una pantalla de vigilancia en una de las paredes y un pequeño baño al fondo. Me senté contra la puerta, abrazando mis rodillas, sintiendo cómo el camisón se pegaba a mi piel sudada.

Estaba sola. Y abajo, él estaba enfrentando a quien fuera que hubiese venido a matarnos.

Quise gritar. Quise bajar. Quise no ser solo la maldita actriz frágil que tenía que ser protegida. Pero sabía que si hacía algo estúpido, Liam podía morir por mi culpa.

Así que me quedé.

Esperando.

Temblando.

Rezando, aunque ya no creyera en nada.

Los minutos fueron cuchillas lentas. En la pantalla de vigilancia, podía ver siluetas moverse entre los árboles. Hombres armados. Equipamiento táctico. Dos. Cuatro. ¿Seis?

Era una cacería.

Y Liam estaba solo.

Las cámaras no tenían audio, pero cada movimiento en el exterior me dolía como si pudiera escucharlo. En un momento, una de las figuras cayó al suelo de golpe, como si algo —o alguien— le hubiese arrancado el alma. Supe que fue él. Supe que estaba peleando como un demonio por mantenerme a salvo.

Y yo seguía escondida.

—Maldita sea —susurré, con rabia contenida, apretando los dientes hasta que me dolieron.

Quise arrancar la puerta. Salir. Buscarlo. Pero no tenía armas, ni entrenamiento, ni el control que él tenía.

Solo tenía miedo.

Y una certeza aterradora: si algo le pasaba, no sabría cómo seguir respirando.

Porque lo que había entre nosotros ya no era solo tensión.

No era solo deseo.

Era algo más oscuro. Más profundo. Más verdadero.

Era una necesidad que dolía.

Después de lo que pareció una eternidad, el sistema lanzó un pitido. “PERÍMETRO ASEGURADO”. La pantalla mostró a Liam de pie junto a uno de los cuerpos. Llevaba el rostro cubierto de sangre y polvo. Su pecho subía y bajaba con violencia. Tenía el arma aún en alto. Parecía una fiera salvaje. Viva. Entera.

Y entonces supe que ya no podía mentirme.

Lo amaba.

Lo amaba con esa clase de amor que arde incluso cuando no tiene permiso de existir. Lo amaba con el cuerpo, con el corazón, con la rabia. Lo amaba con una desesperación tan cruda que me partía en pedazos.

Desbloqueé la puerta antes de pensar. Bajé las escaleras. Mis piernas temblaban, pero no me detuve.

Cuando lo vi entrar por la puerta principal, arrastrando uno de los cuerpos hacia afuera, algo en mí se quebró. No era el horror, ni la sangre, ni la violencia. Era él.

Liam.

El hombre que había matado para mantenerme viva.

El hombre que no me dejaba amarlo, pero tampoco podía alejarse.

—¡Liam! —grité.

Él se giró.

Nuestros ojos se encontraron. Había una furia en los suyos que me hizo retroceder un paso. Pero también había alivio. Una grieta.

—¡Te dije que te quedaras en la habitación!

—Tenía que saber si estabas bien.

—¡No es seguro! ¡Pueden haber más!

—¡Y si te mataban, qué iba a hacer encerrada como una muñeca rota!

Nos miramos, respirando con dificultad, como dos bestias heridas.

Y entonces, sin más, corrí hacia él.

Lo abracé con fuerza. Con desesperación. Con hambre. Mis brazos rodearon su torso manchado de sangre y no me importó. No me importó que su ropa estuviera rasgada, que su corazón palpitara como un tambor de guerra. Solo quería sentirlo. Vivo. Conmigo.

Él no me correspondió de inmediato.

Pero después de unos segundos eternos, sus brazos se cerraron sobre mi espalda. Me sostuvo. Me apretó. Y en ese gesto, supe que estaba tan roto como yo.

—No vuelvas a hacer eso —susurró contra mi cabello—. No vuelvas a salir sin permiso.

—No me importa si muero —le respondí, temblando—. Pero no quiero perderte a ti.

Él se tensó. Su respiración se detuvo un instante. Y luego, separándose un poco, me tomó el rostro con ambas manos.

Sus dedos estaban fríos. Sus ojos, llenos de dolor.

—No digas eso.

—Es la verdad.

—No puedes sentir eso por mí. No es seguro. No es el momento.

—¡No me importa el momento! ¡Liam, no quiero seguir fingiendo que esto no me está consumiendo por dentro!

Su mirada bajó a mis labios.

Y entonces me besó.

Pero no fue como antes.

Este beso fue desesperado. Salvaje. Un grito ahogado convertido en caricia. Nos devoramos el alma en un roce de lenguas, en una presión de cuerpos que no buscaban ternura, sino supervivencia.

Porque cuando crees que vas a morir, el deseo no es un juego. Es una necesidad.

Sus manos se enredaron en mi cabello. Mis uñas arañaron su espalda. Sus labios bajaron por mi cuello y solté un gemido que se mezcló con el silencio devastado de la cabaña.

—No puedo seguir deteniéndome —dijo con voz ronca—. No cuando casi te pierdo.

—Entonces no te detengas.

Y no lo hizo.

Me levantó en brazos con la facilidad de quien ya no le teme a nada y me llevó hasta el sofá. Me tumbó con delicadeza feroz. Su cuerpo se cubrió sobre el mío. Y aunque aún no me desnudaba, ya estaba completamente expuesta.

No solo físicamente. Sino emocionalmente.

Ya no había barreras.

No quedaban máscaras.

Solo nosotros.

El soldado. La actriz.

Y el incendio que habíamos estado conteniendo durante días.

Lo que vino después no fue sexo.

Fue una confesión sin palabras. Una rendición de cuerpos que ya no sabían cómo odiarse. Liam fue suave y fue intenso. Me tocó como si estuviera tratando de memorizarme. Me besó cada centímetro de piel como si no pudiera creer que estaba viva. Y yo… yo me perdí en él.

No grité. No gemí con desenfreno. Solo susurré su nombre una y otra vez como si fuera la única oración que conociera. Y cuando por fin me hizo suya, cuando su cuerpo y el mío dejaron de ser dos, sentí que toda mi historia —todo mi dolor, mi miedo, mi vacío— tenía sentido solo por ese momento.

Porque no había actuación en nuestra piel.

No había deber.

Solo deseo.

Y amor.

Después, nos quedamos en silencio. Su pecho bajo mi oído, su respiración aún agitada. Afuera, la noche seguía. El peligro no se había ido del todo. Pero por primera vez en días, me sentí a salvo.

—No quiero que esto sea solo por el miedo —le dije.

—No lo es —respondió sin dudar.

—Entonces… ¿qué somos ahora?

Él tardó en responder.

—Somos dos personas que están jodidamente rotas… pero que encontraron un refugio en el otro.

Me abracé a él.

Y supe que aunque el mundo allá afuera estuviera ardiendo, mientras él me sostuviera así…

yo iba a sobrevivir.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP