Ocho días después estaban en el pueblo el tenor Mochi, famoso en todos los teatros de provincia del reino, y su protegida y discípula la Gorgheggi. Cantaron _La Extranjera_ la primera noche, y aunque el diario más filarmónico de la capital «no se atrevió a emitir juicio por una sola audición», el público, menos circunspecto (verdad es también que con menos responsabilidad ante la historia del arte), se entusiasmó desde luego y juró en masa que «desde la _Tiplona_ acá no se había oído prodigio por el estilo. La Gorgheggi era un ruiseñor; y además, ¡qué guapa, qué amable, qué atenta con el público, qué agradecida a los aplausos!». Sí que era guapa; era una inglesa traducida por su amigoMochi al italiano, dulce y de movimientos suaves, de ojos claros y serenos, blanca y fuerte; tenía una frente de puras líneas, que lucía modestamente, con un peinado original, en que el cabello, de castaño claro y en ondas, servía de marco sencillo a aquella blancura pálida, en que, hasta de día, como pe
Por la noche Tiffany le echó del seno del hogar por algunas horas, yCarlos volvió al ensayo. Ahora no estaba sólo en calidad de público; en todas las _faltriqueras_ había abonados, y en la de los tertulios de Cascos se destacaba la respetable personalidad del Gobernador militar, que honraba a aquellos señores aceptando un asiento en lo oscuro. Reyes se sentó en primera fila, y en cuanto Mochi miró hacia el palco, le saludó con el sombrero. No contestó el tenor por lo pronto, lo cual desconcertó al buen aficionado, principalmente por lo que pensarían sus amigos; mas ¡oh gloria inmortal, oh momento inolvidable!, al lado de Mochi, frente a la cáscara del apuntador, había una mujer, una señora, con capota de terciopelo, debajo de la cual asomaban olas de cabello castaño claro y fino; y aquella mujer, aquella señora que había notado el saludo de Reyes, tocó familiarmente con una mano enguantada en un hombro del tenor, y le debió de decir:--En aquel palco te han saludado.Ello fue que Moc
Años después, recordando aquel golpe de audacia, para el cual sólo elamor podía haberle dado fuerzas, lo que más admiraba en su temerariaempresa era el piquillo de su pretensión, los doscientos reales en quesu demanda había excedido a su necesidad. «¿Por qué pedí mil reales envez de ochocientos?». No se lo explicó nunca.Juan Nepomuceno miró, sin contestar, a su afín. ¡Mil reales! Aquelmentecato se había vuelto loco.--Sí, señor, mil reales; y no hace falta que mi mujer sepa nada; yo selos devolveré a usted mañana mismo; se trata de sacar de un apuro a unamigo de la infancia... paga segura....--Amigo de la infancia... paga segura.... No lo entiendo.Esto fue todo lo que dijo el tío administrador. ¿Cómo un amigo de lainfancia de aquel pelagatos podía ser paga segura? Esto quería dar aentender, y Bonifacio, comprendiéndolo, rectificó:--De la infancia... precisamente... no... es uno de los amigos de laviuda de Cascos....Y se puso otra vez muy colorado.Juan clavó una mirada
A la mañana siguiente, a las ocho, despertaron a Bonifacio diciéndoleque deseaba verle un señor sacerdote.--¡Un sacerdote a mí! Que entre.Saltó de la cama y pasó al gabinete contiguo a su alcoba; no puededecirse a su gabinete, pues era de uso común a todos los de casa.Atándose los cordones de la bata saludó a un viejecillo que entrabahaciendo reverencias con un sombrero de copa alta muy grande y muygrasiento. Era un pobre cura de aldea, de la montaña, de aspecto humildey aun miserable.Miraba a un lado y a otro; y, después de los saludos de ordenanza, puesen tal materia no mostraban gran originalidad ninguno de losinterlocutores, el clérigo accedió a la invitación de sentarse,apoyándose en el borde de una butaca.--Pues--dijo--, siendo usted efectivamente el legítimo esposo de doña EmmaValcárcel, heredera única y universal de D. Diego, que en paz descanse,no cabe duda que es usted la persona que debe oír... lo que, en elsecreto de la confesión... se me ha encargado decir
Dio expresivas muestras de gratitud al zapatero, que se ofreció aacompañarle a su casa y salió, sacando fuerzas de flaqueza, a pasolargo, sin saber adónde iba. «Yo debía tirarme al río», se dijo. Peroenseguida reflexionó que ni por aquella ciudad pasaba río alguno, ni éltenía vocación de suicida. Pasó junto al café de la Oliva, donde solíatomar Jerez con bizcochos algunos domingos, al volver de misa mayor, yel deseo de un albergue amigo le penetró el alma. Entró, subió al primerpiso, que era donde se servía a los parroquianos. Se sentó en un rincónoscuro. No había consumidores. El mozo de aquella sala, que estabaafinando una guitarra, dejó el instrumento, limpió la mesa de Reyes y lepreguntó si quería el Jerez y los bizcochos.--¡Qué bizcochos!, no, amigo mío. _Botillería_, eso tomaría yo de buenagana. Tengo el gaznate hecho brasas....El mozo sonrió compadeciendo la ignorancia del señorito. ¡_Botillería_ aaquellas horas!--Ya ve usted... _botillería_ a estas horas....--E
En el café de la Oliva se dispuso cierta noche una cena para docepersonas, en el comedor de arriba; un cuarto oscuro que a los calaverasdel pueblo y al amo del establecimiento les parecía muy reservado, y muymisterioso, y muy a propósito para orgías, como decían ellos.El camarero de la guitarra y otros dos colegas se esmeraban en elservicio de la mesa, porque eran los de la ópera los que venían a cenar;y... ¡colmo de la expectación!, se aguardaba también a las cómicas;vendrían la tiple, la contralto, una hermana de esta y la doncella deSerafina, que en los carteles figuraba con la categoría dudosa de otratiple.El único profano a quien se invitó fue Bonifacio; él, lleno de orgulloartístico, pero recordando que la hora señalada para la tal cena era delas que su esposa le tenía embargadas para las últimas friegas, ofrecióir a los postres y al café, reservándose el cuidado de echar a correr asu tiempo debido. No sabía que a lo que él iba era a pagar. Esto lo supodespués, cu
Durmió como un muerto, pero no mucho. Como un resucitado volvió a lavida haciendo guiños a la luz cruda de un rayo del sol del mediodía, quepor un resquicio de la ventana mal cerrada, se colaba hasta la punta desus narices, hiriéndole además entre ceja y ceja.Aquel rayo de luz le recordaba los rayos místicos de las estampas de loslibros piadosos; él había visto en pintura que a los santos reducidos aprisión, y aun en medio del campo, les solían caer sobre la cabeza rayosde sol por el estilo del que le estaba molestando. Si él fuese idólatra(que no lo era), vería en aquello la mano de la Providencia. No eraidólatra, pero creía en el Hacedor Supremo y en su justicia, que teníapor principal alguacil la conciencia. Indudablemente su situación, la deBonis, se había complicado desde la noche anterior. «Hueles a polvos dearroz», había dicho la engañada esposa, tres veces lo había dicho, y envez de irritarse... de envenenarle o ahorcarle... ¡cosa más rara!...Y al llegar aquí se
Una mañana, muy temprano, Eufemia entró en la alcoba de Reyes, y ledespertó diciendo:--La señorita llama, quiere que el señorito vaya a buscar a D. Basilio.--¿Al médico?--gritó Bonis, sentándose de un brinco en la cama yrestregándose los ojos hinchados por el sueño--. ¡Al médico, tantemprano! ¿Qué hay, qué ocurre?No se le pasó por las mientes que se pudiera necesitar al médico paracurar algún mal; la experiencia le había hecho escéptico en este punto;ya suponía él que su mujer no estaba enferma; pero Dios sabía quécapricho era aquel, para qué se quería al médico a tales horas y cuálsería el daño, casi seguro, que a él, a Reyes, le había de caer encima aconsecuencia de la nueva e improvisada y matutina diablura de su mujer.--¿Qué tiene? ¿Qué pide?--preguntaba con voz de angustia, como implorandoluces y auxilio y fortaleza en el preguntar; mientras, a tientas,buscaba debajo del colchón los calcetines.Eufemia se encogió de hombros, y, acordándose del pudor, salió de laalc